lunes, 25 de abril de 2016

En una manifestación

Estaba por iniciar la manifestación. Eran las dos y media de la tarde y el calor amenazaba con hacerse presente. Estábamos cerca del monumento a la revolución, un edificio extraño, pensado inicialmente para ser la sede el congreso, y del que cuentan que hace unos ochenta años, la gente se trepaba para robarse sus varillas y otros metales. Nunca me ha quedado claro que representa o qué debería representar. Buscábamos algo de sombra y un lugar donde pudiéramos comprar agua. El Oxxo estaba cerrado, como siempre ocurre en las manifestaciones, seguramente porque la compañía de seguros se los exige para indemnizarlos en caso de que los “anarcos” rompan sus vidrios, lo grafiteen o le lancen una bomba molotov. Había mucha gente, no me atrevo a decir que de todas las clases sociales y generaciones, pero poco faltaba. El color morado y las consignas, unas más radicales que otras, nos unían en una causa común, o al menos eso queríamos creer: todos estábamos en contra de la violencia machista. Como siempre, el movimiento está lejos de ser homogéneo, lo cual dará pie a más de un nefasto para decir que se trata de puro argüende de las “feminazis”… Muchos llevaban perros, lo que inevitablemente me hizo recordar una de las pláticas de comedor con mis compañeros “en mis tiempos no sobreprotegíamos a los perros, al contrario, nos teníamos que cuidar de ellos”. Sin duda, los tiempos cambian.

Entre la masa de mujeres y hombres, ONG’s, colectivos y contingentes estudiantiles, me llamaron profundamente la atención tres señoras que por un momento estaban a nuestro lado. Todas pasaban de los 50 años, llevaban cabello corto y falda larga; no fue hasta que pude ver la insignia que colgaba del pecho de una de ellas que me di cuenta ¡Eran religiosas! Más interesante aún, llevaban consigo unas cartulinas rotas con las que se echaban aire. Pude ver que del otro lado, el oculto, esas cartulinas tenían escritas referencias a “la familia” y una decía “Pro-vida”. Entonces se me ocurrieron algunas posibles historias sobre cómo y por qué ellas habían llegado ahí con esas cartulinas.

La primera era una que bien habría sido objeto de encabezados en periódicos, revistas y blogs de las derechas religiosas: así como los grupos pro-vida de Colima la semana pasada, ellas habrían salido a la calle para defender los valores tradicionales y queridos por Dios, ante la inmoralidad que una ideología tan infame como el feminismo representaba para un país como México. Entonces, un grupo de “feminazis” se habrían lanzado contra ellas quitándoles sus pancartas y rompiéndolas. Y estas tres señoras, con la superioridad moral con la que todo buen creyente debe ver a los enemigos de la fe, las bendijeron y oraron por ellas, al tiempo que recogieron con tristeza sus cartulinas "Pro-vida", cuya única utilidad ahora era la de refrescarlas ante el ardiente sol; solo descansaban antes de regresar a casa. Pero no, no había angustia en sus rostros ni señales de una batalla espiritual de semejante envergadura, más bien parecía que se sentían como en casa.

Entonces pensé en una segunda historia. Estas religiosas eran feministas. Así como Sor Juana de catolicadas, o las que atienden a una comunidad LGBT acá en Coyoacán. Pero no eran unas religiosas feministas cualquiera, lo eran pese a la oposición de su congregación. Algo así como los amigos religiosos que tengo, que aunque su corazón está a la izquierda, viven con gente de derechas que gozan cuando las familias de alcurnia los invitan a comer y beber vino un domingo después de misa. Eso explicaría el origen de las cartulinas: las llevaron para que les dieran permiso de salir y no causar un escándalo innecesario en su casa. Cuando estaban dentro de la marcha, rompieron las pancartas "Pro-vida", convirtiéndolas en algo más útil para un día como ese. Un día después me inclino por la segunda historia, aunque seguramente las cosas sucedieron de otra manera a cómo la imagino, pues las encontramos algunas cuadras más adelante, sobre el paseo de la reforma ¡Entonces sí iban a la marcha! Supongo que, por un momento, el agonizante hombre de fe que aún queda dentro de mí se sintió menos solo, aunque no nos hayamos dirigido la palabra.