lunes, 19 de enero de 2015

¿Quién tiene derecho a “colonizar”?

Durante su visita a Las Islas Filipinas, uno de los países que más claramente han vivido procesos de colonización, Francisco, el obispo de Roma, lanzó una serie de declaraciones en múltiples direcciones que, en última instancia, nos mostraron la dificultad de ubicar su postura en el espectro ideológico de la ciencia política ¿derecha o izquierda? Tal vez un poco de las dos, tal vez, en esencia, otra cosa (que aclaro, no es algo que aplauda o admire, pero es necesario comprender). Además de la “teología del llanto” y de las muestras de admiración hacia el catolicismo popular de las Filipinas, Francisco hizo un comentario que nos alerta de que, si bien podría ser el “nuevo héroe de la izquierda” como lo dijo el diario británico The Guardian, lo es de una izquierda como la de los años 60 y 70, una izquierda conservadora. Calificar como una forma de “colonización ideológica” la aceptación de formas familiares que no son encabezadas por una pareja heterosexual es un detalle que no deberíamos pasar desapercibido.

Alguna vez escuche de un estudioso de la religión que al haber elegido a un jesuita como papa, por primera vez podríamos saber lo que uno de los “soldados de Cristo” piensa de verdad, pues su cuarto voto (de obediencia al papa) suele constituir una de las formas más elaboradas de auto-censura en la historia del mundo occidental. Pero tal vez este nuevo obispo de Roma es menos poderoso de lo que pensamos, pues su forma de tocar temas como la homosexualidad o el divorcio, aún con lo apegado al catecismo que pudiera estar, generó escándalo en muchos clérigos y fieles del ala más conservadora, por lo que es comprensible que, ante las críticas desde la derecha y los rumores de cisma, esté intentando contrarrestar su “progresismo” con una dosis de conservadurismo que mantenga a la derecha dentro del redil. Pero tampoco debería de sorprendernos si su “defensa de la familia” es algo más que un gesto retórico y realmente proviene de una convicción profunda, basta con ver a Samuel Ruiz, ex-obispo de Chiapas, como unos lentes menos hagiográficos (como si fuera un santo) para notar que en la iglesia católica, es posible estar a favor de la igualdad entre pobres y ricos, pero no de la igualdad entre homosexuales y hetrosexuales. Finalmente, la idea de una igualdad radical es sumamente transgresora, y sabrá Dios si algún día la tomaremos en serio.

Pero lo no dicho, quien sabe si por ignorancia o con la intencionalidad que caracteriza a la retórica, es que el modelo tradicional de familia no necesariamente estaba presente en los pueblos colonizados por la Europa cristiana. De hecho, ese fue uno de los mayores problemas que enfrentaron los misioneros, primero jesuitas, luego franciscanos y dominicos, al ocupar e intentar evangelizar el nortoeste de México. En muchos contextos, asumir la forma tradicional (¿tradicional según quién y para quién?) de familia fue resultado de una violenta colonización. Y este es el punto donde “su mensaje” se vuelve más ambiguo, pues también en estos días anunció la canonización de Junípero Serra OFM, cuyo mérito fue ser uno de los grandes misioneros del continente americano, siendo parte fundamental, junto con sus hermanos, del proceso -en unos sentidos exitoso, en otros fallido- de colonización española en el noroeste mexicano y las Californias. El asunto es que desde la década de 1980 la canonización de este franciscano ha encontrado una notable oposición de parte de los indígenas del sur de California, para quienes no debe proponerse como modelo de santidad a quien jugó un papel central en el sometimiento de sus antepasados. Surge entonces la pregunta ¿Cuál es la postura de esta iglesia ante el “colonialismo”? ¿O es que acaso hay algunos colonialismos mejores o peores que otros? Y de ser así ¿El “colonialismo” que iguala los derechos de los no heterosexuales a formar una familia es condenable, pero no el que llevó a los pueblos nativos del norte de América al borde de la extinción, independientemente de las buenas intenciones de los misioneros?

Más allá de la crítica a una u otra declaración (que considero necesaria, si es que nos interesa lograr el aggiornamento prometido hace décadas) considero pertinente resaltar que, pese a la aparente ruptura pastoral de Bergoglio con los papados anteriores, hay una continuidad de fondo: el uso que ha dado de la máquina de hacer santos que renovó y aceitó el polaco Karol Woijtyla, que el año pasado le llevó a los altares. Una respuesta hasta cierto punto bien pensada de algunos católicos es que, en el fondo, lo importante es el uso que el papa pueda darle a las recientes canonizaciones, y cómo éstas le permiten resaltar ciertos valores que en este momento considera indispensables para la promoción de la fe y la lucha por la justicia. Pero ¿no implica el discurso hagiográficao de entrada, una deshumanización de los santos al proponerlos como modelos inalcanzables para la mayoría de los católicos? Y en el caso específico de Serra ¿No está valiéndose de un cariz sagrado para ganar a los pueblos indígenas una batalla por la memoria que, en dado caso, debería resolverse en la búsqueda de la verdad, y no en la consagración de ciertos arquetipos?

La deuda del cristianismo con los pueblos colonizados es mucha, y de asumir la causa de su “descolonización”, valdría la pena partir de una crítica (y no del distanciamiento o del olvido) sobre el papel que la propia religión cristiana, en muchas de sus variantes, ha cumplido y sigue cumpliendo en esto, y con ello replantear el discurso hagiográfico que solemos hacer de los misioneros, no para condenarlos, sino para que antes que convertirlos en modelos, seamos capaces de identificar todos “nuestros pecados pasados” (si es que en verdad creemos que la iglesia es una) y en la medida de las posibilidades de estos tiempos, hacer todo lo posible por enmendarlos, acercándonos a los pueblos indígenas de hoy en día y acompañándolos en su lucha por su liberación. De otro modo, habremos rechazado la posibilidad que la historia nos brinda de hacer un verdadero acto de contricción, y seguiremos viviendo en ese narcisismo que ha caracterizado al cristianismo en la modernidad, que enamorado de su propia imagen (proyectada en el espejo del pasado) termina, a veces inocente e inconscientemente, dando la espalda al otro que llama a nuestra puerta y nos exige justicia, por lo menos, en la manera en que reinventamos nuestra memoria y la de los otros.

Aclaro que esto no "desmerece" todos los gestos renovadores de Francisco, pero pienso que uno de los mayores males, no sólo del catolicismo, sino del cristianismo contemporáneo, es la ausencia, condena y marginalidad de la crítica, la cual siempre habrá de perturbar nuestra tranquilidad. Pero si "la iglesia" o "nuestros hermanos cristianos" fueran perfectos ¿qué mérito tendría amarlos?

domingo, 11 de enero de 2015

¿Somos o no somos Charlie?

La violencia, aparentemente étnico-religiosa de los últimos días en un país que solemos tomar como modelo de civilización, Francia, no sólo ha movilizado la opinión pública internacional en nuevas direcciones (hace un mes Ayotzinapa resonaba en todo el mundo), sino que ha generado, por lo menos tres posicionamientos explicativos que, por sí solos, brindan una visión sumamente sesgada e ideológica (uso el término ideología en el sentido marxista de la palabra: una falsa consciencia, o una consciencia invertida) del asunto.

La primera es la condena absoluta de un ataque perpetrado por “los musulmanes”. Es la respuesta que le da la razón a los fundamentalistas asumiendo que existe una suerte de esencia perversa en el Corán, y que todo musulmán de verdad es un sujeto potencialmente violento, con el que no es posible coexistir civilizadamente. Y la solución es una respuesta política muy clara: frenar la migración hacia Europa, cuya cultura pacífica está siendo amenazada por un intruso externo y violento. Y no, esta visión no es necesariamente “racista”, pues no caracteriza al otro a partir de un genotipo racial y físico, y está presente en ciertos sectores de la izquierda liberal pero también en la jacobina; es una forma de relacionarnos con un otro religioso o cultural que asume que sólo nosotros, los occidentales (cualesquier cosa que esto signifique), tenemos historia y nos hemos “humanizado” conforme pasa el tiempo, mientras que los otros sólo tienen esencia, estructuras inamovibles e inmutables ante el paso de los siglos, que los hacen incapaces de asimilar nociones modernas tales como la secularización de la sociedad, la laicidad del Estado o los derechos humanos. Y esta manera de relacionarnos con el otro atraviesa nacionalidades, clases sociales, e incluso posicionamientos políticos. “El musulmán” es aquí el chivo expiatorio, el sujeto incómodo que, si lo eliminamos, al menos de nuestro espacio, occidente, y lo dejamos libre en el medio oriente para que se maten entre sí, se llevará consigo los males y los problemas que nos aquejan.

El segundo es el de la corrección política. El ofensivo mal gusto de los caricaturistas, que insulta a musulmanes, judíos y cristianos por igual no puede sino sembrar odio que, en última instancia, estalló con una forma terrorista. Aquí nos encontramos parcialmente con el discurso posmoderno multicultural: hay que mantener la distancia suficiente con el otro, es decir, tolerarlo, para evitar más violencia. Los musulmanes son violentos, raros, incivilizados y hasta apestosos (por aquello del Ramadán), pero no es correcto decir nuestra opinión en público, no sea que estos bárbaros se vayan a molestar y nos disparen o secuestren nuestros aviones. En el fondo no es tan distinto del anterior, pero en vez de deshumanizar a las víctimas convirtiéndolas en héroes de la libertad de expresión, santos modernos con sus propias hagiografías, lo hace culpándolas de su propia desgracia: ellos se lo buscaron por no tolerar la esencia bárbara del otro. Aquí el chivo expiatorio no es “el musulmán”, sino “el intolerante”, al que no hay necesidad de eliminar, porque “el musulmán” ya hizo el trabajo sucio.

El tercero es el de la lucha anti-colonial y anti-imperialista. Antes que musulmanes, los asesinos de periodistas son argelinos, son miembros de un pueblo que fue colonizado por Francia y sometido por un largo tiempo, a quienes la independencia les costó miles de vidas, y cuya rebelión, al igual que en casos como el de Irán, no pudo sino tomar un cariz religioso. Esta visión tiene el mérito de arrojar luz sobre aspectos casi invisibles del conflicto, uno de ellos, el hecho de que el paladín de la libre expresión y la sátira se burla, no de los poderosos, sino de aquellos que su país colonizó y sigue tratando como inferiores e incivilizados; “raciscmo”, “clasismo” y “colonialismo”, quizá inconscientes, en el corazón de la izquierda de un país que parió la primera revolución ecuménica y los derechos humanos modernos. El riesgo con esta perspectiva es que, al lanzar la crítica post-mortem hacia Charlie Hebdo, bien puede, al igual que quienes abogan por la corrección política, terminar culpando a las víctimas de su desgracia; aunque tampoco lo dirán en voz alta, no deberíamos de asumir que los asesinaron por racistas y colonialistas.

El reto ante una tragedia de este tipo es, en primer lugar, la solidaridad y empatía con las víctimas. Y aquí el mayor obstáculo es que nuestra reacción espontánea ante muchas desgracias es de culparlas (en México nos pasó en el 68 y con Ayotzinapa: los mataron por revoltosos, por comunistas, etc; y lo dijimos en el 9-11: atacaron a los gringos por imperialistas, se lo merecían...), porque por alguna razón, asumimos que sólo una víctima inocente e inmaculada no merece morir de forma violenta, y la mínima mancha en su ética o moral la hace merecedora de un asesinato de este tipo. No, militar en una organización de izquierda radical no hace que los estudiantes del 68 o de Ayotzinapa merezcan ser asesinados brutalmente y calcinados, y ser un caricaturista de mal gusto e “islamófobo”, aún cuando se sea un pequeño burgués, blanco y ciudadano de un país colonialista, de ninguna manera debería implicar un riesgo de muerte; y no, censurar este tipo de prensa tampoco es la solución.

Pero así como somos solidarios con estas víctimas humanas, y por lo tanto, imperfectas, no inocentes, deberíamos serlo con todas las demás, y no olvidar el carácter histórico de la violencia que vivimos, aparentemente, de unos años para acá. Así como es trágico el asesinato de estos periodistas franceses, es igual de trágica la muerte de miles de personas en los conflictos vinculados a la llamada “primavera árabe” en Egipto y Siria, que no se explica sin la relación de carácter colonial e imperial que algunos países europeos establecieron con el Medio Oriente, en especial después de la Gran Guerra. La vida humana no debería poseer un valor diferenciado a partir de la nacionalidad (o el “nivel de civilización”) de las víctimas; el problema es que la violencia que inesperadamente azota a las ex-metrópolis, en las ex-colonias es el pan de cada día, y eso no suele perturbarnos en lo más mínimo, a menos que esa violencia sea ejercida por una etnia indeseable para occidente (aquí me refiero al escándalo que para muchos nos causó el ataque israelí en Palestina, pero la indiferencia que hemos mostrado ante la guerra civil en Siria).

Uno de los asuntos más paradójicos sobre la violencia de la modernidad la encontramos en el lugar sagrado para las tres religiones monoteístas: Jerusalén. Durante el tiempo en que esta ciudad estuvo bajo el control del imperio otomano, el último gran imperio islámico, musulmanes, judíos y cristianos podían visitarla y coexistían sin grandes altercados en la zona. Este nivel de “tolerancia” religiosa no ha sido alcanzado desde entonces, ni cuando Palestina estuvo bajo el control del imperio británico, ni desde la creación de Israel, un estado democrático y secular. Estos “datos históricos” deberían cuestionarnos, no para asumir que todo tiempo pasado fue mejor, sino para ser capaces de ver, en el corazón de nuestra propia cultura, aquellos aspectos fundamentalistas, violentos y monstruosos que rápidamente podemos identificar en la religión y la cultura del otro. Después de todo, la inocencia no debería de ser un parámetro para evaluar si merecemos o no ser asesinados, porque si lo fuera, ninguno de nosotros, por más civilizados que nos sintamos, merecería vivir.

Tal vez en este sentido, efectivamente, todos somos Charlie, no porque seamos héroes de la libertad de expresión, sino porque a pesar de nuestra violencia verbal y/o escrita, burla o indiferencia no hacia los poderosos, sino hacia esos “otros” indeseables que quisiéramos mantener lejos de “nosotros”, somos humanos, y sólo por eso, tenemos derecho a vivir.

Además, habría que poner atención a las críticas de gente como Julian Assange y preguntar ¿El atentado pudo ser prevenido? Y no me refiero a que Charlie Hebdo hubiera sido “menos ofensivo” con la comunidad musulmana, sino a que el Estado, con todos sus servicios de inteligencia, que sabemos que comúnmente utiliza para espiar a sus ciudadanos, hubiera podido prevenir el ataque. Y sobre todo, preguntarnos ¿a quién le convienen estos atentados? ¿quien sacará provecho de ello? Y es posible que la lista sea mucho más amplia que los grupos fundamentalistas islámicos, basta con recordar que el antisemitismo occidental de los siglos pasados (y que de pronto re-surge donde menos esperamos) no se basaba únicamente en mentiras, pues fueron individuos pertenecientes a la etnia judía quienes asesinaron a miembros de los gobiernos, la iglesia y la nobleza de Rusia y Alemania (incluso fue un judío quien comandó al ejército rojo durante la revolución rusa). Y la razón es muy simple, esta “minoría” había sido excluida y violentada por las mayorías cristianas durante siglos, siendo comprensible que muchos de sus miembros militaran en organizaciones que buscaban el establecimiento de un orden social menos excluyente.

Si de verdad interesa la libertad y la vida humana, seguramente veremos cada vez más facilidades para que, los musulmanes y otros miembros del tercer mundo, puedan ser refugiados políticos en Europa, pues ellos han sido las víctimas más numerosas del fundamentalismo islámico, a lo que deberíamos sumarle que en dicho continente la pirámide demográfica les está metiendo en un apuro que solo podrá subsanarse por medio de la inmigración. Pero posible y lamentablemente, lo que veremos será todo lo contrario. El mayor reto después de estas desgracias es pensar y trabajar por sociedades más incluyentes, pues de los contrario, los terroristas habrán ganado, casi por default.