miércoles, 31 de diciembre de 2014

2014

Una maestría y una tesis terminadas, y un doctorado en puerta.

Ser profesor de nuevo, esta vez, de universidad.

Textos escritos, sin terminar y por re-escribirse.

Un mundial de fútbol.

Un EP grabado y una banda desintegrada.

Un mundo encaminado en una nueva guerra fría.

Sorpresas de parte del obispo de Roma.

Salir a marchar a las calles.

Un país que se da cuenta de su colapso, y que más que volver a la normalidad (ya de por sí violenta y opresiva), tiene la oportunidad de un nuevo comienzo, que seguramente será doloroso.

Son faltan 43... Nos faltan más de 25 mil...

Dolor, indignación, deseos de justicia.

Mis mejores amigos casados.

Vivir solo y sentirme más acompañado que nunca.

Reconciliarme con mi fe y con mi ateísmo, por paradójico que suene.

Re-descubriendo su amor.

No queda sino agradecer por tanto bien recibido, y por qué no, pedir perdón por lo que hice y lo que dejé de hacer.

Quiero ir a correr por el mundo, donde viviré como un niño perdido;
tengo el humor de un ánimo vagabundo tras todo mi bien haber repartido.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.

Si del mar toco la orilla, y que el amor bogar me permita en sus olas, 
en una nave sin vela ni cabilla, pese a mis enemigos iré a partes todas.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.

Feliz muerte, venturosa sepultura,  de este Amante en el Amor absorbido, 
que ya no ve ni Gracia ni Natura, solo la vorágine en que ha caído.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.

Jean Joseph Surin SJ

martes, 23 de diciembre de 2014

Para mis amigos recién casados

Enamorarse es uno de los acontecimientos más traumáticos y violentos. Ocurre que cuando las cosas parecen llevar cierta calma o tranquilidad, cuando todo parece ocupar el lugar que le corresponde, un intruso externo aparece violentamente y desestabiliza nuestra vida. Un intruso que ciertamente nos parece bello(a), pero que siempre guarda un misterio indescifrable, pues aunque se entromete violentamente en nuestra vida, nunca lo podremos poseer ni conocer en su totalidad, nos parece pertecto(a) en su evidente y aterradora imperfección, nos altera.
Enamorarse es una experiencia de alteridad por excelencia, donde no nos queda sino abrirle un espacio a ese otro(a) que posiblemente ya era parte de nuestra vida, pero que en un momento comenzó a crear una grieta en el orden del mundo, invitándonos a salir de nosotros mismos, del narcisismo que solemos llamar “autoestima” o “autosuficiencia”.
Cuando nos enamoramos nos damos cuenta de que somos débiles, de que estamos incompletos y que somos imperfectos (si no lo fuéramos no necesitaríamos al otro). Tal vez por eso, fuera de la civilización cristiana y occidental, y antes del amanecer de lo que solemos llamar “modernidad”, ese momento en el que los creyentes se dieron cuenta de que si Dios existía, era el gran ausente del mundo, a nadie se le hubiera ocurrido asociar el amor con una institución tan indispensable para el sostenimiento del orden social (esclavista, feudal… nunca igualitario), es decir, con el matrimonio.
El amor es peligroso, por eso ha tenido que ser domesticado, enmarcado en los cánones de una cultura y una sociedad concretas, y dotado de una máscara romántica que oculte su terrible violencia: evidenciar que el otro es igual de importante y valioso que el yo. En una sociedad sostenida por la premisa que cada quien ocupe el lugar asignado por los dioses (o por Dios, o por la naturaleza, o por el mercado…), el amor no puede entenderse sino como la materialización del mal, algo de lo que hay que cuidarse, algo que hay que evitar.
En tiempos en los que se exalta el self-made man, o en su defecto, la mujer (o cualesquier categoría de género que busque asignarse) hecha a sí misma, enamorarse sigue siendo un pecado tan grave como lo era en la edad dorada del matrimonio (recordemos que en muchas historias románticas, el amor no era lo que unía las parejas, sino el deseo inoportuno que desafiaba el contrato social y familiar que históricamente ha sido el matrimonio). Porque si de verdad estamos enamorados, estaremos dispuestos a desafiar incluso al mandado más sutil y a su vez poderoso de nuestra era “posmoderna”: la felicidad.
Me explico. Imaginemos que acabamos de casarnos, con esta imagen idílica de una pareja de profesionistas exitosos a quienes, mientras se respeten (es decir, no se acerquen demasiado al otro, aún a su pareja), les augura una vida de felicidad y prosperidad. Y que una vez pasada la luna de miel, uno de los jóvenes esposos es diagnosticado con una enfermedad crónica que le impedirá ser económicamente productivo, o tal vez sexualmente activo –y sabemos que este escenario hipotético es perfectamente plausible–. ¿Cuál deberá de ser la respuesta de su compañero si en verdad está enamorado? Posiblemente deberá trabajar por los dos –cosa que, si el esposo sano es hombre, bien podría pisotear la autoestima de una feminista promedio–, deberían renunciar a esa parte de nuestra naturaleza humana que simplemente no nos interesa controlar (la sexualidad); posiblemente el compañero sano tendría que abandonar muchas de sus expectativas de vida, si desea que su amado(a) pueda llevar una vida digna, el tiempo que Dios, los médicos, la ciencia o el capital le permitan prolongarla. Aquí no hay felicidad, hay sacrificio; es la prueba de Job sin la garantía de que se tendrá un final feliz. Es la apuesta de Abraham, dispuesto a sacrificar lo más preciado que tiene por un deseo absurdo.
Si bien se trata de un caso ciertamente extremo, nuestras vidas comunes y aburridas no están exentas de fracasos. Desempleos, accidentes, violencia, crímenes, catástrofes naturales… Enamorarse y vivir en pareja de ninguna manera nos dejan exentos de estos peligros y de esta inseguridad, lo único que nos dan es la oportunidad de estar y sentirnos acompañados. No se trata de añorar el regreso de los viejos tiempos donde los años dorados del capitalismo permitieron que algunas familias vivieran felices hasta que llegaron las crisis, sino de pensar que, si nos tomamos en serio el acto de enamorarnos, no solo nos estamos moviendo en una dimensión estética (¡Qué bello es ese sentimiento! ¡Malditos los científicos que buscan dar una explicación biológica o cultural a esa sensación tan sublime!), sino que también estamos ante un posicionamiento ético: la posibilidad de reconocer al otro y de abrirle un lugar en nuestro mundo, no porque ese otro(a) sea perfecto(a), sino porque es igual de monstruoso que nosotros, y merece ser amado(a) por ello.
Tal vez ni Jesús ni San Pablo (mucho menos San Agustín o Lutero) pensaban el amor tal y como lo entendemos en nuestros días, desde nuestro horizonte histórico donde podemos asociarlo o disociarlo de la institución del matrimonio. Tal vez no deberíamos de pensarlo, simplemente de vivirlo… Tal vez no deberíamos de enamorarnos, y habría que contentarnos con la felicidad que la autosuficiencia y el narcisismo nos brinda. Tal vez deberíamos de seguir manteniendo esa distancia que nos aleje del otro, para ordenar nuestra vida alrededor del yo y permitir que nuestro amado(a) lo haga.
Pero si nos enamoramos, podemos experimentar una verdadera revolución. Podemos ver como nuestro mundo se derriba ante nuestros ojos y ser partícipes de la construcción de uno nuevo, donde, al haberle hecho un espacio a ese(a) otro(a), podremos al menos enjugar sus lágrimas cuando lo necesite, consolar y ser consolados por los lamentos de un mundo que no puede mantenerse en pie si no es por la sangre de los inocentes, y sobre todo, tener la esperanza de que los tiempos de desolación no tendrán la última palabra de nuestra historia.

Sin embargo, las revoluciones que intentan conservar sus pequeños logros a toda costa se convierten en verdaderas pesadillas, pues no son capaces de poner en juego la libertad ganada y se encierran en un anhelo compulsivo de felicidad y tranquilidad, que no pueden lograrse sino reprimiendo todo lo que altere el orden… La felicidad para toda la vida en una relación puede ser como el totalitarismo de Stalin, una combinación de un terror generalizado y una habilidad histriónica para siempre guardar las apariencias de que todo está bien. No, si nos enamoramos, sería bueno pensar esta metáfora más bien como una revolución permanente, que si bien no nos garantiza la felicidad, si nos obliga a estar siempre abiertos al otro y a lo nuevo, y que es capaz, de ser necesario, a renunciar a la propia satisfacción por perseguir ese irracional deseo que el otro(a) despertó en nosotros.

El verdadero giro de Francisco


Una de las herencias más jóvenes y al mismo tiempo pesadas del catolicismo de mediados del siglo XX fue su obsesión con la biopolítica, es decir, con su esfuerzo por valerse de normas eclesiásticas y civiles para controlar el uso de los creyentes y no creyentes sobre su cuerpo y sexualidad. Temas como el aborto, la homosexualidad o el papel de la mujer en la sociedad no son tabús para esta iglesia, por el contrario, son tópicos recurrentes a los que se les inviste con un carácter sacro y de “ley natural”, y banderas para la participación política más reaccionaria; pero no caigamos en trampas ideológicas, la obsesión con la pureza del cuerpo y la rectitud de la moral sexual no son una parte intrínseca del cristianismo. Tomás de Aquino decía que el alma entraba a los 3 meses al cuerpo del embrión, y durante toda la Edad Media se celebró numerosas veces el ritual llamado adelfopoiesis (o como John Boswell llama, las bodas de la semejanza). Durante el período de la Nueva España, la promiscuidad y la sexualidad activa de clérigos y laicos era algo común, pues bastaba con recurrir al sacramento de la penitencia para borrar los pecados de la carne. No es sino con la aparición de la ciencia moderna en el siglo XIX que apareció el término homosexual (en el lenguaje teológico se hablaba de sodomía y se condenaba una práctica, no se patologizaba a una persona), y no es sino hasta entrado el siglo XX que el catolicismo, aliado muchas veces con sus acérrimos enemigos que originados en la religión americana se obsesionó con estos asuntos, posiblemente porque el surgimiento de los Estados nacionales modernos, especialmente el italiano, le quitaron la posibilidad de hacer política de la manera tradicional. Así, en México, las energías de las movilizaciones católicas que comenzaron a gestarse a finales del porfiriato y que fueron capaces de alterar considerablemente el curso de la primera revolución del siglo XX terminaron canalizadas, desde los años 40, a la defensa de la moral y de las buenas costumbres.
                Pero hay cosas que están cambiando, y quizá de manera más rápida de lo que pensamos. A apenas un año de la elección del primer obispo de Roma jesuita y latinoamericano, Francisco ha demostrado que lo suyo no es la biopolítica sino la geopolítica, en el sentido más literal del término. El sínodo de la familia y esos tópicos espinosos que amenazan la unidad de la iglesia se han quedado cortos frente al que seguramente será el gran logro de Bergoglio: su mediación en la reanudación de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba.
                Hoy nos encontramos iniciando un proceso homólogo al de la Guerra Fría, aunque no estoy seguro si se trata de una continuación del mismo o de un enfrentamiento nuevo. Sin embargo, pareciera que Bergoglio mostró una habilidad aún mayor que la de su predecesor Wojtyia con respecto al segundo mundo, pues en lugar de condenar un bando y aliarse al otro, invitó a ambas partes a negociar, es decir recuperó el centro ideológico que la Doctrina Social de la Iglesia ocupó con su surgimiento a finales del siglo XIX y perdió durante el XX. Pero no seamos ingenuos, el acercamiento de Obama y Castro obedece a más que buena voluntad de ambas partes. Me atrevo a decir que Cuba es hoy para Estados Unidos lo que Crimea es para Rusia, solo que con sus respectivos matices de civilización y barbarie. Putin ocupó una región que históricamente le ha pertenecido a Rusia por medio de las armas y nadie lo detuvo, mostrándole así a la UE y a la OTAN que es el brazo armado del bloque económico y geopolítico que hoy puede disputarle la hegemonía: los BRICS. Y como buen heredero de la tradición zarista y soviética, aseguró un muro de contención entre la Madre Rusia y su enemigo occidental, un muro que después de la Segunda Guerra Mundial fue mucho más ancho, pues estuvo formado por Europa del Este, el cual cayó, entre otras cosas, con la ayuda de un papa polaco.
La relación de EU con Cuba no es muy distinta, no hay que olvidar su participación en la independencia de esta isla de España, y que tras esto se convirtió en una suerte de protectorado con un casino de la selva incluido. De hecho había poco de comunismo en Castro cuando inició la famosa revolución antiimperialista; fue la hostilidad estadounidense y la polarización de la Guerra Fría lo que le llevó a convertirse en una potencial amenaza al lado, y en 1963 estuvo al borde de desatar una tercera guerra mundial. En estos meses, la influencia de Rusia y China han comenzado a extenderse al continente americano, especialmente hacia Sudamérica… Brasil, Venezuela, Bolivia, Argentina… Estos gobiernos de izquierda se han convertido en el área de oportunidades para las grandes economías emergentes, que ansiosos por construir una alternativa al modelo neoliberal y estadounidense están comenzando a pactar con el diablo. No perdamos de vista que aunque los grupos neofascistas son el gran enemigo de Putin en Ucrania, son los aliados que está financiando para oponerse a la UE en Francia, Alemania y Hungría. En este contexto, y sumándole que el primer presidente afroamericano en Estados Unidos se encuentra en los menores niveles de aprobación pública desde hace más o menos medio siglo, habría que ubicar el acercamiento hacia Cuba.
Pese a que ante un escenario geopolítico tan complejo el papel mediador de Francisco pudiera parecer mínimo, no habría que despreciarlo tan a la ligera. Con Cuba, el Vaticano se acercó a Washington ¿Y Moscú? Durante una larga conferencia de prensa, Vladimir Putin justificó la ocupación de Crimea por ubicar en esta región los orígenes históricos y cristianos de Rusia,  y su cercanía a la iglesia ortodoxa ha sido evidente. Recordemos que así como Roma era la defensa de la cristiandad occidental durante el Medioevo y la modernidad, la Madre Rusia fue lo suyo con respecto al cristianismo oriental desde la caída de Constantinopla, y que uno de los mayores gestos de acercamiento del obispo de Roma ha sido para con los patriarcas de las iglesias orientales. Así, aunque la iglesia católica pierde cada vez más fieles y enfrenta que sus mayores amenazas de destrucción no vienen de fuera sino de sí misma, es posible que juegue un papel político más vital de lo que nos imaginamos en un mundo que no terminamos de entender.

Y para el caso mexicano, pese a que en muchos casos la estructura eclesiástica se comporta como una suerte de muerto viviente, que no sabe que está muerto pero huele a cadáver, han sido figuras públicas como Alejandro Solalinde, Raúl Vera o Fray Tomás González quienes, con toda su humanidad y defectos, y de la mano con miles de otros clérigos y laicos, han asumido la que en un mundo posmoderno pareciera ser la última de las grandes causas que podrían, al menos potencialmente, guiar un proyecto colectivo de emancipación: los derechos humanos. Tal vez el futuro del catolicismo no esté en que los creyentes amen a su iglesia y se pregunten qué pueden hacer para salvarla, sino en cómo desde ella es posible abrirle un espacio a todos esos para los que la promesa de un mundo justo e igualitario es cada vez más difícil siquiera de imaginar.