Una maestría y una tesis terminadas, y un doctorado en puerta.
Ser profesor de nuevo, esta vez, de universidad.
Textos escritos, sin terminar y por re-escribirse.
Un mundial de fútbol.
Un EP grabado y una banda desintegrada.
Un mundo encaminado en una nueva guerra fría.
Sorpresas de parte del obispo de Roma.
Salir a marchar a las calles.
Un país que se da cuenta de su colapso, y que más que volver a la normalidad (ya de por sí violenta y opresiva), tiene la oportunidad de un nuevo comienzo, que seguramente será doloroso.
Son faltan 43... Nos faltan más de 25 mil...
Dolor, indignación, deseos de justicia.
Mis mejores amigos casados.
Vivir solo y sentirme más acompañado que nunca.
Reconciliarme con mi fe y con mi ateísmo, por paradójico que suene.
Re-descubriendo su amor.
No queda sino agradecer por tanto bien recibido, y por qué no, pedir perdón por lo que hice y lo que dejé de hacer.
Quiero ir a correr por el mundo, donde viviré como un niño perdido;
tengo el humor de un ánimo vagabundo tras todo mi bien haber repartido.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.
Si del mar toco la orilla, y que el amor bogar me permita en sus olas,
en una nave sin vela ni cabilla, pese a mis enemigos iré a partes todas.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.
Feliz muerte, venturosa sepultura, de este Amante en el Amor absorbido,
que ya no ve ni Gracia ni Natura, solo la vorágine en que ha caído.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.
Jean Joseph Surin SJ
miércoles, 31 de diciembre de 2014
martes, 23 de diciembre de 2014
Para mis amigos recién casados
Enamorarse es uno de los
acontecimientos más traumáticos y violentos. Ocurre que cuando las cosas
parecen llevar cierta calma o tranquilidad, cuando todo parece ocupar el lugar
que le corresponde, un intruso externo aparece violentamente y desestabiliza nuestra
vida. Un intruso que ciertamente nos parece bello(a), pero que siempre guarda
un misterio indescifrable, pues aunque se entromete violentamente en nuestra
vida, nunca lo podremos poseer ni conocer en su totalidad, nos parece
pertecto(a) en su evidente y aterradora imperfección, nos altera.
Enamorarse es una experiencia de
alteridad por excelencia, donde no nos queda sino abrirle un espacio a ese
otro(a) que posiblemente ya era parte de nuestra vida, pero que en un momento
comenzó a crear una grieta en el orden del mundo, invitándonos a salir de
nosotros mismos, del narcisismo que solemos llamar “autoestima” o
“autosuficiencia”.
Cuando nos enamoramos nos damos
cuenta de que somos débiles, de que estamos incompletos y que somos imperfectos
(si no lo fuéramos no necesitaríamos al otro). Tal vez por eso, fuera de la
civilización cristiana y occidental, y antes del amanecer de lo que solemos
llamar “modernidad”, ese momento en el que los creyentes se dieron cuenta de
que si Dios existía, era el gran ausente del mundo, a nadie se le hubiera
ocurrido asociar el amor con una institución tan indispensable para el
sostenimiento del orden social (esclavista, feudal… nunca igualitario), es
decir, con el matrimonio.
El amor es peligroso, por eso ha
tenido que ser domesticado, enmarcado en los cánones de una cultura y una
sociedad concretas, y dotado de una máscara romántica que oculte su terrible
violencia: evidenciar que el otro es igual de importante y valioso que el yo.
En una sociedad sostenida por la premisa que
cada quien ocupe el lugar asignado por los dioses (o por Dios, o por la
naturaleza, o por el mercado…), el amor no puede entenderse sino como la materialización
del mal, algo de lo que hay que cuidarse, algo que hay que evitar.
En tiempos en los que se exalta
el self-made man, o en su defecto, la
mujer (o cualesquier categoría de género que busque asignarse) hecha a sí
misma, enamorarse sigue siendo un pecado tan grave como lo era en la edad
dorada del matrimonio (recordemos que en muchas historias románticas, el amor
no era lo que unía las parejas, sino el deseo inoportuno que desafiaba el
contrato social y familiar que históricamente ha sido el matrimonio). Porque si
de verdad estamos enamorados, estaremos dispuestos a desafiar incluso al
mandado más sutil y a su vez poderoso de nuestra era “posmoderna”:
la felicidad.
Me explico. Imaginemos que acabamos
de casarnos, con esta imagen idílica de una pareja de profesionistas exitosos a
quienes, mientras se respeten (es decir, no se acerquen demasiado al otro, aún
a su pareja), les augura una vida de felicidad y prosperidad. Y que una vez
pasada la luna de miel, uno de los
jóvenes esposos es diagnosticado con una enfermedad crónica que le impedirá ser
económicamente productivo, o tal vez sexualmente activo –y sabemos que este
escenario hipotético es perfectamente plausible–. ¿Cuál deberá de ser la
respuesta de su compañero si en verdad está enamorado? Posiblemente deberá
trabajar por los dos –cosa que, si el esposo sano es hombre, bien podría
pisotear la autoestima de una feminista promedio–, deberían renunciar a esa
parte de nuestra naturaleza humana que simplemente no nos interesa controlar
(la sexualidad); posiblemente el compañero sano tendría que abandonar muchas de
sus expectativas de vida, si desea que su amado(a) pueda llevar una vida
digna, el tiempo que Dios, los médicos, la ciencia o el capital le permitan
prolongarla. Aquí no hay felicidad, hay sacrificio; es la prueba de Job sin la
garantía de que se tendrá un final feliz. Es la apuesta de Abraham, dispuesto a
sacrificar lo más preciado que tiene por un deseo absurdo.
Si bien se trata de un caso
ciertamente extremo, nuestras vidas comunes y aburridas no están exentas de
fracasos. Desempleos, accidentes, violencia, crímenes, catástrofes naturales…
Enamorarse y vivir en pareja de ninguna manera nos dejan exentos de estos
peligros y de esta inseguridad, lo único que nos dan es la oportunidad de estar
y sentirnos acompañados. No se trata de añorar el regreso de los viejos tiempos
donde los años dorados del capitalismo permitieron que algunas familias
vivieran felices hasta que llegaron las crisis, sino de pensar que, si nos
tomamos en serio el acto de enamorarnos, no solo nos estamos moviendo en una
dimensión estética (¡Qué bello es ese sentimiento! ¡Malditos los científicos
que buscan dar una explicación biológica o cultural a esa sensación tan
sublime!), sino que también estamos ante un posicionamiento ético: la
posibilidad de reconocer al otro y de abrirle un lugar en nuestro mundo, no
porque ese otro(a) sea perfecto(a), sino porque es igual de monstruoso que
nosotros, y merece ser amado(a) por ello.
Tal vez ni Jesús ni San Pablo
(mucho menos San Agustín o Lutero) pensaban el amor tal y como lo entendemos en
nuestros días, desde nuestro horizonte histórico donde podemos asociarlo o
disociarlo de la institución del matrimonio. Tal vez no deberíamos de pensarlo,
simplemente de vivirlo… Tal vez no deberíamos de enamorarnos, y habría que contentarnos
con la felicidad que la autosuficiencia y el narcisismo nos brinda. Tal vez
deberíamos de seguir manteniendo esa distancia que nos aleje del otro, para
ordenar nuestra vida alrededor del yo y permitir que nuestro amado(a) lo haga.
Pero si nos enamoramos, podemos
experimentar una verdadera revolución. Podemos ver como nuestro mundo se derriba
ante nuestros ojos y ser partícipes de la construcción de uno nuevo, donde, al
haberle hecho un espacio a ese(a) otro(a), podremos al menos enjugar sus
lágrimas cuando lo necesite, consolar y ser consolados por los lamentos de un
mundo que no puede mantenerse en pie si no es por la sangre de los inocentes, y
sobre todo, tener la esperanza de que los tiempos de desolación no tendrán la
última palabra de nuestra historia.
Sin embargo, las revoluciones que
intentan conservar sus pequeños logros a toda costa se convierten en verdaderas
pesadillas, pues no son capaces de poner en juego la libertad ganada y se
encierran en un anhelo compulsivo de felicidad y tranquilidad, que no pueden
lograrse sino reprimiendo todo lo que altere el orden… La felicidad para toda
la vida en una relación puede ser como el totalitarismo de Stalin, una
combinación de un terror generalizado y una habilidad histriónica para siempre
guardar las apariencias de que todo está bien. No, si nos enamoramos, sería
bueno pensar esta metáfora más bien como una revolución permanente, que si bien
no nos garantiza la felicidad, si nos obliga a estar siempre abiertos al otro y
a lo nuevo, y que es capaz, de ser necesario, a renunciar a la propia satisfacción
por perseguir ese irracional deseo que el otro(a) despertó en nosotros.
El verdadero giro de Francisco
Una de las herencias más jóvenes
y al mismo tiempo pesadas del catolicismo de mediados del siglo XX fue su
obsesión con la biopolítica, es decir, con su esfuerzo por valerse de normas
eclesiásticas y civiles para controlar el uso de los creyentes y no creyentes
sobre su cuerpo y sexualidad. Temas como el aborto, la homosexualidad o el
papel de la mujer en la sociedad no son tabús para esta iglesia, por el
contrario, son tópicos recurrentes a los que se les inviste con un carácter sacro y
de “ley natural”, y banderas para la participación política más reaccionaria;
pero no caigamos en trampas ideológicas, la obsesión con la pureza del cuerpo y
la rectitud de la moral sexual no son una parte intrínseca del
cristianismo. Tomás de Aquino decía que el alma entraba a los 3 meses al cuerpo
del embrión, y durante toda la Edad Media se celebró numerosas veces el ritual
llamado adelfopoiesis (o como John
Boswell llama, las bodas de la semejanza). Durante el período de la Nueva
España, la promiscuidad y la sexualidad activa de clérigos y laicos era algo
común, pues bastaba con recurrir al sacramento de la penitencia para borrar los
pecados de la carne. No es sino con la aparición de la ciencia moderna en el
siglo XIX que apareció el término homosexual
(en el lenguaje teológico se hablaba de sodomía y se condenaba una práctica, no
se patologizaba a una persona), y no es sino hasta entrado el siglo XX que el
catolicismo, aliado muchas veces con sus acérrimos enemigos que originados en
la religión americana se obsesionó
con estos asuntos, posiblemente porque el surgimiento de los Estados nacionales
modernos, especialmente el italiano, le quitaron la posibilidad de hacer
política de la manera tradicional. Así, en México, las energías de las
movilizaciones católicas que comenzaron a gestarse a finales del porfiriato y
que fueron capaces de alterar considerablemente el curso de la primera
revolución del siglo XX terminaron canalizadas, desde los años 40, a la defensa
de la moral y de las buenas costumbres.
Pero
hay cosas que están cambiando, y quizá de manera más rápida de lo que pensamos.
A apenas un año de la elección del primer obispo de Roma jesuita y
latinoamericano, Francisco ha demostrado que lo suyo no es la biopolítica sino
la geopolítica, en el sentido más literal del término. El sínodo de la familia
y esos tópicos espinosos que amenazan la unidad de la iglesia se han quedado
cortos frente al que seguramente será el gran logro de Bergoglio: su mediación
en la reanudación de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba.
Hoy
nos encontramos iniciando un proceso homólogo al de la Guerra Fría, aunque no
estoy seguro si se trata de una continuación del mismo o de un enfrentamiento
nuevo. Sin embargo, pareciera que Bergoglio mostró una habilidad aún mayor que
la de su predecesor Wojtyia con respecto al segundo mundo, pues en lugar de
condenar un bando y aliarse al otro, invitó a ambas partes a negociar, es decir
recuperó el centro ideológico que la Doctrina Social de la Iglesia ocupó con su
surgimiento a finales del siglo XIX y perdió durante el XX. Pero no seamos
ingenuos, el acercamiento de Obama y Castro obedece a más que buena voluntad de
ambas partes. Me atrevo a decir que Cuba es hoy para Estados Unidos lo que
Crimea es para Rusia, solo que con sus respectivos matices de civilización y
barbarie. Putin ocupó una región que históricamente le ha pertenecido a Rusia
por medio de las armas y nadie lo detuvo, mostrándole así a la UE y a la OTAN
que es el brazo armado del bloque económico y geopolítico que hoy puede
disputarle la hegemonía: los BRICS. Y como buen heredero de la tradición
zarista y soviética, aseguró un muro de contención entre la Madre Rusia y su enemigo
occidental, un muro que después de la Segunda Guerra Mundial fue mucho más
ancho, pues estuvo formado por Europa del Este, el cual cayó, entre otras
cosas, con la ayuda de un papa polaco.
La relación de
EU con Cuba no es muy distinta, no hay que olvidar su participación en la
independencia de esta isla de España, y que tras esto se convirtió en una
suerte de protectorado con un casino de la selva incluido. De hecho había poco
de comunismo en Castro cuando inició la famosa revolución antiimperialista; fue
la hostilidad estadounidense y la polarización de la Guerra Fría lo que le
llevó a convertirse en una potencial amenaza al lado, y en 1963 estuvo al borde
de desatar una tercera guerra mundial. En estos meses, la influencia de Rusia y
China han comenzado a extenderse al continente americano, especialmente hacia
Sudamérica… Brasil, Venezuela, Bolivia, Argentina… Estos gobiernos de izquierda
se han convertido en el área de oportunidades para las grandes economías
emergentes, que ansiosos por construir una alternativa al modelo neoliberal y
estadounidense están comenzando a pactar con el diablo. No perdamos de vista
que aunque los grupos neofascistas son el gran enemigo de Putin en Ucrania, son
los aliados que está financiando para oponerse a la UE en Francia, Alemania y
Hungría. En este contexto, y sumándole que el primer presidente afroamericano
en Estados Unidos se encuentra en los menores niveles de aprobación pública
desde hace más o menos medio siglo, habría que ubicar el acercamiento hacia
Cuba.
Pese a que
ante un escenario geopolítico tan complejo el papel mediador de Francisco
pudiera parecer mínimo, no habría que despreciarlo tan a la ligera. Con Cuba,
el Vaticano se acercó a Washington ¿Y Moscú? Durante una larga conferencia de
prensa, Vladimir Putin justificó la ocupación de Crimea por ubicar en esta
región los orígenes históricos y cristianos de Rusia, y su cercanía a la iglesia ortodoxa ha sido
evidente. Recordemos que así como Roma era la defensa de la cristiandad occidental
durante el Medioevo y la modernidad, la Madre Rusia fue lo suyo con respecto al
cristianismo oriental desde la caída de Constantinopla, y que uno de los
mayores gestos de acercamiento del obispo de Roma ha sido para con los
patriarcas de las iglesias orientales. Así, aunque la iglesia católica pierde
cada vez más fieles y enfrenta que sus mayores amenazas de destrucción no
vienen de fuera sino de sí misma, es posible que juegue un papel político más
vital de lo que nos imaginamos en un mundo que no terminamos de entender.
Y para el caso
mexicano, pese a que en muchos casos la estructura eclesiástica se comporta
como una suerte de muerto viviente, que no sabe que está muerto pero huele a
cadáver, han sido figuras públicas como Alejandro Solalinde, Raúl Vera o Fray
Tomás González quienes, con toda su humanidad y defectos, y de la mano con
miles de otros clérigos y laicos, han asumido la que en un mundo posmoderno
pareciera ser la última de las grandes causas que podrían, al menos
potencialmente, guiar un proyecto colectivo de emancipación: los derechos
humanos. Tal vez el futuro del catolicismo no esté en que los creyentes amen a
su iglesia y se pregunten qué pueden hacer para salvarla, sino en cómo desde
ella es posible abrirle un espacio a todos esos para los que la promesa de un
mundo justo e igualitario es cada vez más difícil siquiera de imaginar.
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