miércoles, 25 de junio de 2014

Escándalos y silencios.

Hace pocos días circuló una noticia escandalosa: alrededor de siete sacerdotes de la Arquidiócesis de Tijuana están siendo investigados por la Santa Sede debido a acusaciones de pederastia. Aún no queda claro el asunto, pues la investigación corre a manos de Roma y no del Ministerio Público, porque al parecer las víctimas (que para bien o para mal han sido mantenidos en el anonimato) no desean causar un mayor daño a la iglesia y sus sacerdotes. Como en otras ocasiones, las autoridades eclesiásticas han intentado no hacer leña del árbol caído hasta tener los resultados del proceso, pero una sanción de carácter meramente religioso a un delito del orden civil, en un Estado laico y una sociedad en vías de secularización, llega a parecerse más a una, diría mi mamá, “alcahuetería”, que a una forma responsable de justicia, pues sería el equivalente a una familia sobreprotectora donde, en acuerdo con el hijo más pequeño que fue agredido violentamente por su hermano mayor en la escuela, prefiere que la única sanción que éste reciba sea la de sus padres y no la de las autoridades escolares. Si esto es así, le daríamos la razón a Iván Illich cuando afirmó en los años setenta que la iglesia católica no estaba formando religiosos capaces de comportarse como adultos.

                Pero el problema más grave, en mi opinión, y que realmente espero que no se repita en estos casos, es que debajo de la “discreción” con la que la iglesia católica ha manejado muchas de estas situaciones (y aquí vale la generalización, porque estos argumentos vienen tanto de clérigos como de laicos) subyace una lógica perversa, de la cual posiblemente no somos conscientes: el mayor motivo de alarma es el escándalo que habrá de producirse entre los fieles si se enteran de estas faltas de sus sacerdotes, quienes hipotéticamente perderían la fe y abandonarían la iglesia. Es la misma lógica que se condensa en el final de la película Batman: The Dark Kinght, cuando el murciélago y el jefe de la policía acuerdan mantener en secreto los crímenes de Harvey Dent, para evitar así el escándalo entre los ciudadanos de Gótica y el fracaso del plan de seguridad, aunque por cierto, éstos habían mostrado la suficiente madurez para no matarse entre sí durante el experimento de The Joker. La mentira (aunque acostumbramos llamarle discreción) es preferible a veces a una verdad que no estemos listos para manejar.

                La dimensión perversa de esta lógica se vuelve entendible si recurrimos a la noción del Gran Otro de Jacques Lacan, esa instancia superior ante la cual guaramos las apariencias aún cuando nos encontramos solos. Pero en este caso, ese Otro ante el cual clérigos y laicos guardaríamos las apariencias obviamente no es Dios, pues la fe cristiana sostiene que éste todo lo ve y todo lo sabe. Ese otro sería una figura fantasmal, que en nuestra imaginación es representada por un creyente ideal, inocente, cuya fe habría que cuidar, y que el más mínimo motivo de escándalo que le llevaría a dejar la iglesia. El problema es que ese Otro, como tal, no existe. Ese creyente ideal no es un sujeto colectivo sino una multiplicidad de personas con diversas trayectorias de vida y de fe, que de acuerdo con diversos estudios, vienen abandonando en masa el catolicismo a pesar de los esfuerzos de la iglesia en mantener una reputación intachable. Y en última instancia, calificar al creyente promedio como inocente, ingenuo y vulnerable ¿no implica acaso presuponer que los hijos de Dios son una suerte de eternos niños, incapaces de cuidar por sí mismos de su fe? Estas figuras fantasmales han poblado la historia del cristianismo desde hace siglos, siendo el mito del buen salvaje uno de los ejemplos más evidentes, el problema es que esos Otros son los que finalmente nos autorizan a nosotros, en este caso, para callar.

                Y aquí es donde la perversidad de la lógica institucional queda en evidencia, pues para cuidar la fe de ese creyente ideal, que no conocemos (y que como tal, no existe), es necesario hacer callar a la víctima. Como han señalado Alberto Athié y Fernando M. González, termina imponiéndose la lógica del sacrificio: vale más que estas víctimas, sus historias y su voz queden en el olvido, a que de dárseles un lugar, se caiga la casa de naipes de las masas católicas, que de enterarse de las atrocidades de sus clérigos, perderían irremediablemente la fe.

                Desconozco con detalle los casos que están siendo actualmente procesados en mi diócesis natal, de manera que evitaré pronunciarme a su favor o en su contra, pues lo que para mí debería ser más importante, la voz de las víctimas y la posibilidad de que se les haga justicia (que no estoy convencido que se logre simplemente con una pena eclesiástica o civil), no la he escuchado ni leído. Este ha sido sin duda un trago amargo para muchos sacerdotes y religiosas que conozco, aprecio y sé que entregan su vida por los otros (no imaginarios, sino de carne y hueso), y no me queda más que esperar que junto con la vergüenza que el papa ha externado con respecto a estas situaciones que han ocurrido por todo el mundo, los católicos y los no católicos de Tijuana, seamos capaces de hacerle un lugar a quienes hayan sido víctimas de éstos o de otros abusos, perpetrados por quienes deberían de servirles y acompañarles. Finalmente, el llamado de Jesús era a buscar el Renio de Dios y su justicia, ojalá que de aquí en adelante, este fuera el criterio que prevaleciera al tratar estos casos, pues lo demás es vanidad y lo añaden nuestros demonios. Además, también dijo que la verdad nos hará libres.