jueves, 24 de abril de 2014

La operación hagiográfica. A propósito de las próximas canonizaciones.


La noticia de la próxima canonización de dos obispos de Roma del siglo XX ha resultado en varios sentidos controversial. Las razones son varias, en especial con respecto al polaco Karol Wojtyla, pues el vituperio de los tradicionalistas hacia Angelo Giuseppe Roncalli parece que se ha ido junto con el espíritu de renovación conciliar. Los cuestionamientos más ruidosos, que vienen desde los mismos creyentes católicos, tienen que ver con la protección y encubrimiento que brindó a las situaciones de abuso con respecto a la pederastia clerical, especialmente al caso de Marcial Maciel, fundador de los legionarios de Cristo en nuestro país.
                A esto podríamos sumarle su tradicionalismo, su hostilidad hacia la teología de la liberación, y una larga lista de situaciones que hacen que para muchos católicos, su vida no sea un ejemplo digno de imitarse, sino todo lo contrario. Sobre éste asunto tengo poco que decir, ya que aunque la teología sigue siendo como la historia, citando a Luis González y González, una disciplina sobre la que puede opinar cualquier “hijo de vecino”, no me interesa hablar a favor o en contra de la santidad del polaco. Lo que en este caso me resulta sumamente interesante es la operación simbólica e institucional implicada en su canonización, que nos dice mucho (y probablemente más) del catolicismo contemporáneo, así como del pontificado del nuevo o próximo santo, a quien ya en vida se le llegó a venerar como tal en nuestro país.
                Los procesos por los cuales la iglesia católica, como religión y como institución, declaran santo a un personaje son complejos, y es en ellos donde podemos ubicar uno de los antecedentes inmediatos de la historiografía moderna. Las hagiografías, es decir las narraciones sobre la vida y obras de los santos fueron uno de los primeros discursos occidentales que intentaron investigar en el pasado y no se limitaron a guardar la memoria de los hechos (como en el caso de los historiadores griegos y romanos), sino que necesitaron de indagar en la vida de los muertos, para hablar en su nombre y a título de “lo que realmente pasó”. La historia de la formación del campo religioso en occidente, que de acuerdo con Bourdieu implica la apropiación de los bienes simbólicos y de la posibilidad de producirlos por parte de un cuerpo de especialistas, es decir el clero, es también la historia de los procesos de beatificación, pues en la primera Edad Media bastaba la veneración popular para que un personaje fuera considerado tanto, dándose un largo proceso de jerarquización y burocratización, en el que la responsabilidad de declarar un santo recayó en los obispos y en el papa, pero su punto culminante ocurrió con el advenimiento de la modernidad.
                El espíritu de la contra-reforma católica convirtió los procesos de canonización en verdaderos juicios. Las comisiones encargadas de las causas de beatificación y canonización funcionaban como tribunales (seguramente hubo una notable influencia de los procedimientos inquisitoriales), cuya finalidad era arrancar la verdad de la vida los muertos, para tener así la certeza de que “de verdad” esa persona había sido un santo. Los juicios contaban incluso con un personaje que llegó a ser apodado “el abogado del diablo”, cuyo papel era el de investigar, indagar y mostrar todos los aspectos negativos del personaje que pudieran cuestionar su santidad. Esta forma de producir la verdad continuaba formando parte de un universo simbólico encantado, donde la verificación de los milagros jugaba un papel crucial, y revisar los criterios que operaron en distintas épocas para elegir a los venerables y discernir entre quien debía subir o no a los altares, es un interesante ejercicio que nos permite historiar las transformaciones del catolicismo, a partir de quienes proponía la jerarquía como ejemplos a seguir, y de cómo los laicos de diversos orígenes étnicos, de distinto género y de diferentes clases sociales se apropiaron de ello. Este es un recuento en el que no me detendré (para el caso mexicano, recomiendo el libro "La santidad controvertida" de Antonio Rubial).
                Curiosamente, los cambios más recientes en los procesos de canonización no ocurrieron en el siglo XIX, el de la abierta confrontación y condena  a la modernidad, ni durante el Concilio Vaticano II, aunque sabemos que al poco tiempo de éste hubo una “purga” del santoral católico, pues era imposible demostrar la historicidad de muchos de sus pertenecientes, lo que nos habla de que ésta iglesia parecía tomarse en serio su diálogo con la modernidad. Pero hacia la década de 1980 las cosas cambiaron un poco. Los procesos se acortaron, los requisitos en cuanto al número de milagros se redujeron, y el número de santos canonizados desde entonces ha aumentado notablemente, siendo esto parte de una política de Estado (porque finalmente, el Vaticano sigue siendo un Estado) precisamente de Juan Pablo II, que al parecer se mantiene; y es precisamente ésta política la que hizo posible que se le canonizara a muy pocos años de su muerte.
                Aún no me queda claro el por qué ni el para qué de esto, pero de lo que estoy seguro es que estamos ante una auténtica mutación en el orden del discurso católico para producir la “verdad hagiográfica”, lo que implica una transformación reciente en la manera en la que esta institución concibe y busca representar el pasado y la verdad sobre éste, y sus implicaciones y consecuencias son difíciles de predecir. Algunos otros ejemplos recientes nos pueden iluminar un poco sobre la complejidad de la cuestión, específicamente sobre el caso mexicano, que es del que conozco relativamente bien.
                Esta nueva operación hagiográfica no tuvo problemas en canonizar, durante el siglo XXI, a un personaje del que no se tienen pruebas de su existencia, y que aunque se habla de su vida como un indígena devoto, es retratado con rasgos españoles. La canonización de Juan Diego resultó incómoda no solo para cierta izquierda católica que calificó el acto como una suerte de populismo que rayaba en la “papolatría”, sino para el mismo abad de la Basílica, que no tuvo empacho en decir que se canonizaba un símbolo y no a una persona, cuando el proceso al que él mismo se opuso era irreversible (compárese esto con la purga del santoral). Pero existen dos procesos, también implicados en nuestro país, que no han pasado de la “beatificación”. Miguel Agustín Pro SJ es uno de ellos,  que aunque ha sido promovido desde hace décadas por la compañía de Jesús, ha tenido serios problemas para funcionar, debido a las posibles implicaciones del jesuita con organizaciones contrarrevolucionarias, secretas y tiranicidas, teniendo que, parafraseando a Fernando M. González, quitársele la pólvora y resaltarle la sangre; sin embargo, el primer santo popular y la primera causa de canonización de la cristiada ha sido rebasada por procesos colectivos más recientes que remiten a los mismos años ¿Por qué? Recomiendo los trabajos del autor mencionado, así como la tesis de Marisol López Menéndez sobre el asunto. Uno más es de Fray Junípero Serra, el franciscano español que trajo el sistema misional a la Alta California (aunque vivo en Tijuana, geográficamente estoy más cerca de la misión de San Diego de Alcalá que de la de San Miguel Arcángel), y que aunque ya fue beatificado, el proceso fue detenido en parte por la oposición de las comunidades indígenas de Estados Unidos, alegando algo que todo lector serio de la historia regional sabe: que las misiones operaban con una lógica y una práctica no muy distinta a la de campos de concentración.
                Esto nos muestra que los recientes procesos de canonización son complejos, y que la opinión pública los afecta y al mismo tiempo es afectada por ellos, y lo que ocurre con Juan Pablo II no es ajeno a ello. ¿Por qué entonces se ha aprobado la canonización de alguien que, en última instancia, podríamos imputarle la voluntad de no saber? (Con esto me refiero a que la explicación más coherente que he escuchado sobre su permisividad con respecto a Maciel no radicó en su mala voluntad, sino en que tras haber escuchado numerosas calumnias en contra de sacerdotes, las acusaciones sobre él le parecieron inverosímiles). La respuesta me parece que ya la dio Roberto Blancarte: es una decisión política para apostar por la unidad antes que la confrontación. Muchos de los gestos, palabras e iniciativas de reforma de Francisco, por no decir las pedradas para los malos sacerdotes, vienen incomodando a ciertos sectores conservadores del catolicismo, al punto de que el año pasado sonaron rumores (vaya uno a saber qué tan infundados) de posible cisma. No creo que el proceso de canonización haya sido imparable para Francisco, pero de hacerlo, (tal vez no definitivamente, pero si dando más tiempo para analizar las pruebas sobre ciertos aspectos controversiales) habría pasado a la historia como un papa que para reformar la iglesia optó por un camino de confrontación y no uno de unidad.

Así, Francisco, el papa venido del fin del mundo se unirá a la fiesta del domingo, compartiendo con muchos católicos un gesto homólogo al de Lisa Simpson, cuando aunque descubre que Jeremías Springfield, fundador del pueblo, no solo no fue un personaje imperfecto, sino que era poco digno de admiración debido a varios actos que cometió, optó por olvidarse de la verdad para así no privar a su pueblo de un símbolo, un símbolo que le permitía mantenerse unido e imitar toda una serie de valores, ciertamente positivos. Al final, no tiene relevancia lo que Jeremías Springfield hubiera sido en vida, él había sido “grande” y eso es lo que importa. Nos encontramos con que la operación hagiográfica, en tanto régimen de verdad, es hoy más eficaz que hace 50 años, consagrándose así como una re-presentación pos-moderna del pasado por excelencia, donde hay lugar para las relaciones de poder diacrónicas y sincrónicas, para la política, la poética y la estética, para los sentimientos del pueblo católico y su unidad, pero no para lo “real” ni para la “verdad”, aquello que si no me equivoco, el fundador del cristianismo dijo que nos haría libres.

http://www.lossimpsonsonline.com.ar/capitulos-online/espanol-latino/temporada-7/capitulo-16

lunes, 7 de abril de 2014

La verdad nos hará libres, pero, ¿quién dijo que queríamos serlo?

“A lo que ustedes aspiran como revolucionarios, es a un amo. Lo tendrán...” Jacques Lacan

En los días pasados circularon un par de notas falsas del diario satírico “El Deforma” que, si bien parecieran burlarse de ciertas nociones del género, me parece que encierran las profundas contradicciones en las nuestra militancia de izquierda suele incurrir. Y tal vez no se trata de una simple incongruencia personal, sino que en el fondo, dándole la razón a algunos psicoanalistas, pero también a Ignacio de Loyola, no sabemos lo que en realidad deseamos.
            La primera de estas notas hacía referencia a una ruptura amorosa, donde el varón, tomando la iniciativa, habría roto los convencionalismos de caballerosidad, responsabilizándola del fracaso de la relación, e inclusive mencionándole que estaba interesado en otra mujer, que básicamente “se le hacía más buena”. La condena a este acto, en la nota ficticia, era fundamentalmente porque este hombre había hablado con la verdad, pues  "A una verdadera dama siempre se le debe cortar con mentiras piadosas...". Este diálogo, quizás falso e inventado, encierra una profunda verdad que regula nuestras relaciones interpersonales: no siempre es prudente hablar con la verdad, por el contrario, para funcionar como miembros de una sociedad, estamos obligados a mentir en nuestra vida diaria. Una de las cosas que me parecen más fascinantes de esto es que la noción de “mentira piadosa” nos remite a un antecedente religioso para ello, siendo éste término la justificación ante un pecado; al mandamiento “no mentirás” no es necesario suprimirlo, pues al menos en idioma castellano basta con agregar una coma cuando nuestro impulso de hablar siempre con la verdad nos puede meter en situaciones incómodas para transformar el mandato divino en la voz de nuestro super-ego: “No, mentirás”. Pero la verdad contenida en una nota “de mentiras” no se queda ahí, pues la norma que define cuando mentir y cuando decir la verdad, en este caso, es una distinción de género: Entre hombres podemos hablarnos con la verdad, pero frente a las mujeres, vale más mentir sobre algunos temas.
            La segunda noticia hacía referencia a la situación ideal de todo anti-feminista reaccionario. Una mujer “feminista” habría “renunciado a sus ideales” tras verse obligada a compartir con su pareja la cuenta de un restaurante. El texto, que en mi opinión abusa de un estereotipo que no puedo negar en su totalidad –la mujer que no busca derechos sino privilegios– pone de relieve una situación paradójica que seguramente muchas mujeres deben enfrentar desde su subjetividad: la emancipación implica renunciar a todo trato especial. Sin embargo, este no es un asunto exclusivo de las mujeres, ni siquiera de las feministas.
            En el relato bíblico del éxodo, los israelitas, el pueblo al que el Dios bíblico liberó de la esclavitud en Egipto, no tardaron en rebelarse contra su líder, Moisés, por una razón muy sencilla: “Estábamos mejor en Egipto”. Los esclavos liberados llegaron a indignarse ante la realidad que como hombres libres debían hacer frente, pues antes de llegar a la “tierra prometida” debían de atravesar un inmenso desierto, en el que vagaron por “40 años”. Este relato apunta una realidad sumamente cruda que probablemente no estamos dispuestos a aceptar: ser libres no necesariamente nos hará vivir más felices. ¿Cuántos de nosotros no hemos anhelado regresar a nuestros años de infancia? Entonces no teníamos responsabilidades y los adultos nos cuidaban, seguramente nuestra vida era más feliz. Pero seamos sinceros, la infancia nos remite a una persona que es contada en los censos, pero que carece de los derechos de un ciudadano, además, hay personas que pueden decidir su vida, y no son capaces de tomar decisión alguna sin el consentimiento de éstas figuras de autoridad; esta es la etapa de nuestra vida en la que posiblemente, hemos tenido menos libertad.
            La paradoja de Bauman no puede ser más clara: la seguridad es inversamente proporcional a la libertad. Y en este punto, estamos condenados a tener que decidir: ¿Queremos estar seguros o queremos ser libres? No dudo que para muchas mujeres, como se narra en esta nota falsa, la tradición patriarcal ofrezca en mayor o menor medida la seguridad que una sociedad de iguales nunca podrá brindar, pero quedarnos ahí implicaría ver la paja en el ojo ajeno y no la vida en el propio. ¿Cuántos de nosotros hemos renunciado a estudiar la carrera que realmente nos gustaría ejercer por dedicarnos a algo que nos daría seguridad económica? ¿Cuántas veces nos hemos quedado callados ante situaciones abiertamente injustas, por no perder nuestro trabajo, por no escandalizar a nuestros hermanos creyentes, o por no hacer sentir mal alguien?
            En la primera de las alucinaciones que le llevaron a acercarse al psicoanálisis, Gregorio Lemercier, abad del monasterio benedictino de Cuernavaca en los años 60 y 70, relata haber tenido una auténtica experiencia mística, que lo llevó a decir: “Dios, pídeme lo que quieras”, pero según escribió, no tardó en recapacitar, temiendo que el Señor le tomara la palabra. En distintas dimensiones, esta situación nos interpela a menudo. Decimos que deseamos muchas cosas, porque en el fondo sabemos que no habrán de ocurrir: Una sociedad de hombres y mujeres iguales, sin racismo, sin discriminación, hasta sin capitalismo… El problema es que cuando estos deseos amenazan con materializarse, nuestra reacción es de miedo, y se vuelve evidente el hecho de que no estamos dispuestos a llevar estos deseos hasta sus últimas consecuencias.


            Es muy fácil decir que deseamos la caída del patriarcado, pero en el caso de las mujeres ¿están dispuestas a renunciar a las comodidades que implican que los caballeros les abran las puertas, les cedan el paso, paguen sus cuentas, y que sean ellos quienes tomen siempre la iniciativa a la hora de una relación? Y en el caso de los hombres ¿estamos listos para compartir nuestras vidas con mujeres que no se arreglen para verse bonitas, que en ocasiones tengan mejores empleos que nosotros, que expresen su sexualidad con la misma libertad que nosotros lo hacemos, y que tomen la iniciativa para iniciar, consumar o terminar una relación? No hay nada de malo en que esto nos asuste, pero si decidimos tomar la píldora roja –como en la memorable escena de The Matrix–, más vale que estemos dispuestos a asumir las consecuencias de nuestros deseos. Personalmente, pienso que el patriarcado también nos oprime a los hombres (ya escribí antes sobre esto), y desde mi propia experiencia, sé que otro mundo es posible. De lo contrario, la profecía lanzada por Lacan a los estudiantes de 1968 se cumplirá, y nuestra perspectiva de género quedará limitada a un patriarcado con rostro humano, donde el amo (el caballero) sea bueno con su posesión (la dama), sin perder de vista que, como dijo Pierre Borudieu en "La dominación masculina", los dominadores se encuentran dominados por su propia dominación.