Una maestría y una tesis terminadas, y un doctorado en puerta.
Ser profesor de nuevo, esta vez, de universidad.
Textos escritos, sin terminar y por re-escribirse.
Un mundial de fútbol.
Un EP grabado y una banda desintegrada.
Un mundo encaminado en una nueva guerra fría.
Sorpresas de parte del obispo de Roma.
Salir a marchar a las calles.
Un país que se da cuenta de su colapso, y que más que volver a la normalidad (ya de por sí violenta y opresiva), tiene la oportunidad de un nuevo comienzo, que seguramente será doloroso.
Son faltan 43... Nos faltan más de 25 mil...
Dolor, indignación, deseos de justicia.
Mis mejores amigos casados.
Vivir solo y sentirme más acompañado que nunca.
Reconciliarme con mi fe y con mi ateísmo, por paradójico que suene.
Re-descubriendo su amor.
No queda sino agradecer por tanto bien recibido, y por qué no, pedir perdón por lo que hice y lo que dejé de hacer.
Quiero ir a correr por el mundo, donde viviré como un niño perdido;
tengo el humor de un ánimo vagabundo tras todo mi bien haber repartido.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.
Si del mar toco la orilla, y que el amor bogar me permita en sus olas,
en una nave sin vela ni cabilla, pese a mis enemigos iré a partes todas.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.
Feliz muerte, venturosa sepultura, de este Amante en el Amor absorbido,
que ya no ve ni Gracia ni Natura, solo la vorágine en que ha caído.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.
Jean Joseph Surin SJ
miércoles, 31 de diciembre de 2014
martes, 23 de diciembre de 2014
Para mis amigos recién casados
Enamorarse es uno de los
acontecimientos más traumáticos y violentos. Ocurre que cuando las cosas
parecen llevar cierta calma o tranquilidad, cuando todo parece ocupar el lugar
que le corresponde, un intruso externo aparece violentamente y desestabiliza nuestra
vida. Un intruso que ciertamente nos parece bello(a), pero que siempre guarda
un misterio indescifrable, pues aunque se entromete violentamente en nuestra
vida, nunca lo podremos poseer ni conocer en su totalidad, nos parece
pertecto(a) en su evidente y aterradora imperfección, nos altera.
Enamorarse es una experiencia de
alteridad por excelencia, donde no nos queda sino abrirle un espacio a ese
otro(a) que posiblemente ya era parte de nuestra vida, pero que en un momento
comenzó a crear una grieta en el orden del mundo, invitándonos a salir de
nosotros mismos, del narcisismo que solemos llamar “autoestima” o
“autosuficiencia”.
Cuando nos enamoramos nos damos
cuenta de que somos débiles, de que estamos incompletos y que somos imperfectos
(si no lo fuéramos no necesitaríamos al otro). Tal vez por eso, fuera de la
civilización cristiana y occidental, y antes del amanecer de lo que solemos
llamar “modernidad”, ese momento en el que los creyentes se dieron cuenta de
que si Dios existía, era el gran ausente del mundo, a nadie se le hubiera
ocurrido asociar el amor con una institución tan indispensable para el
sostenimiento del orden social (esclavista, feudal… nunca igualitario), es
decir, con el matrimonio.
El amor es peligroso, por eso ha
tenido que ser domesticado, enmarcado en los cánones de una cultura y una
sociedad concretas, y dotado de una máscara romántica que oculte su terrible
violencia: evidenciar que el otro es igual de importante y valioso que el yo.
En una sociedad sostenida por la premisa que
cada quien ocupe el lugar asignado por los dioses (o por Dios, o por la
naturaleza, o por el mercado…), el amor no puede entenderse sino como la materialización
del mal, algo de lo que hay que cuidarse, algo que hay que evitar.
En tiempos en los que se exalta
el self-made man, o en su defecto, la
mujer (o cualesquier categoría de género que busque asignarse) hecha a sí
misma, enamorarse sigue siendo un pecado tan grave como lo era en la edad
dorada del matrimonio (recordemos que en muchas historias románticas, el amor
no era lo que unía las parejas, sino el deseo inoportuno que desafiaba el
contrato social y familiar que históricamente ha sido el matrimonio). Porque si
de verdad estamos enamorados, estaremos dispuestos a desafiar incluso al
mandado más sutil y a su vez poderoso de nuestra era “posmoderna”:
la felicidad.
Me explico. Imaginemos que acabamos
de casarnos, con esta imagen idílica de una pareja de profesionistas exitosos a
quienes, mientras se respeten (es decir, no se acerquen demasiado al otro, aún
a su pareja), les augura una vida de felicidad y prosperidad. Y que una vez
pasada la luna de miel, uno de los
jóvenes esposos es diagnosticado con una enfermedad crónica que le impedirá ser
económicamente productivo, o tal vez sexualmente activo –y sabemos que este
escenario hipotético es perfectamente plausible–. ¿Cuál deberá de ser la
respuesta de su compañero si en verdad está enamorado? Posiblemente deberá
trabajar por los dos –cosa que, si el esposo sano es hombre, bien podría
pisotear la autoestima de una feminista promedio–, deberían renunciar a esa
parte de nuestra naturaleza humana que simplemente no nos interesa controlar
(la sexualidad); posiblemente el compañero sano tendría que abandonar muchas de
sus expectativas de vida, si desea que su amado(a) pueda llevar una vida
digna, el tiempo que Dios, los médicos, la ciencia o el capital le permitan
prolongarla. Aquí no hay felicidad, hay sacrificio; es la prueba de Job sin la
garantía de que se tendrá un final feliz. Es la apuesta de Abraham, dispuesto a
sacrificar lo más preciado que tiene por un deseo absurdo.
Si bien se trata de un caso
ciertamente extremo, nuestras vidas comunes y aburridas no están exentas de
fracasos. Desempleos, accidentes, violencia, crímenes, catástrofes naturales…
Enamorarse y vivir en pareja de ninguna manera nos dejan exentos de estos
peligros y de esta inseguridad, lo único que nos dan es la oportunidad de estar
y sentirnos acompañados. No se trata de añorar el regreso de los viejos tiempos
donde los años dorados del capitalismo permitieron que algunas familias
vivieran felices hasta que llegaron las crisis, sino de pensar que, si nos
tomamos en serio el acto de enamorarnos, no solo nos estamos moviendo en una
dimensión estética (¡Qué bello es ese sentimiento! ¡Malditos los científicos
que buscan dar una explicación biológica o cultural a esa sensación tan
sublime!), sino que también estamos ante un posicionamiento ético: la
posibilidad de reconocer al otro y de abrirle un lugar en nuestro mundo, no
porque ese otro(a) sea perfecto(a), sino porque es igual de monstruoso que
nosotros, y merece ser amado(a) por ello.
Tal vez ni Jesús ni San Pablo
(mucho menos San Agustín o Lutero) pensaban el amor tal y como lo entendemos en
nuestros días, desde nuestro horizonte histórico donde podemos asociarlo o
disociarlo de la institución del matrimonio. Tal vez no deberíamos de pensarlo,
simplemente de vivirlo… Tal vez no deberíamos de enamorarnos, y habría que contentarnos
con la felicidad que la autosuficiencia y el narcisismo nos brinda. Tal vez
deberíamos de seguir manteniendo esa distancia que nos aleje del otro, para
ordenar nuestra vida alrededor del yo y permitir que nuestro amado(a) lo haga.
Pero si nos enamoramos, podemos
experimentar una verdadera revolución. Podemos ver como nuestro mundo se derriba
ante nuestros ojos y ser partícipes de la construcción de uno nuevo, donde, al
haberle hecho un espacio a ese(a) otro(a), podremos al menos enjugar sus
lágrimas cuando lo necesite, consolar y ser consolados por los lamentos de un
mundo que no puede mantenerse en pie si no es por la sangre de los inocentes, y
sobre todo, tener la esperanza de que los tiempos de desolación no tendrán la
última palabra de nuestra historia.
Sin embargo, las revoluciones que
intentan conservar sus pequeños logros a toda costa se convierten en verdaderas
pesadillas, pues no son capaces de poner en juego la libertad ganada y se
encierran en un anhelo compulsivo de felicidad y tranquilidad, que no pueden
lograrse sino reprimiendo todo lo que altere el orden… La felicidad para toda
la vida en una relación puede ser como el totalitarismo de Stalin, una
combinación de un terror generalizado y una habilidad histriónica para siempre
guardar las apariencias de que todo está bien. No, si nos enamoramos, sería
bueno pensar esta metáfora más bien como una revolución permanente, que si bien
no nos garantiza la felicidad, si nos obliga a estar siempre abiertos al otro y
a lo nuevo, y que es capaz, de ser necesario, a renunciar a la propia satisfacción
por perseguir ese irracional deseo que el otro(a) despertó en nosotros.
El verdadero giro de Francisco
Una de las herencias más jóvenes
y al mismo tiempo pesadas del catolicismo de mediados del siglo XX fue su
obsesión con la biopolítica, es decir, con su esfuerzo por valerse de normas
eclesiásticas y civiles para controlar el uso de los creyentes y no creyentes
sobre su cuerpo y sexualidad. Temas como el aborto, la homosexualidad o el
papel de la mujer en la sociedad no son tabús para esta iglesia, por el
contrario, son tópicos recurrentes a los que se les inviste con un carácter sacro y
de “ley natural”, y banderas para la participación política más reaccionaria;
pero no caigamos en trampas ideológicas, la obsesión con la pureza del cuerpo y
la rectitud de la moral sexual no son una parte intrínseca del
cristianismo. Tomás de Aquino decía que el alma entraba a los 3 meses al cuerpo
del embrión, y durante toda la Edad Media se celebró numerosas veces el ritual
llamado adelfopoiesis (o como John
Boswell llama, las bodas de la semejanza). Durante el período de la Nueva
España, la promiscuidad y la sexualidad activa de clérigos y laicos era algo
común, pues bastaba con recurrir al sacramento de la penitencia para borrar los
pecados de la carne. No es sino con la aparición de la ciencia moderna en el
siglo XIX que apareció el término homosexual
(en el lenguaje teológico se hablaba de sodomía y se condenaba una práctica, no
se patologizaba a una persona), y no es sino hasta entrado el siglo XX que el
catolicismo, aliado muchas veces con sus acérrimos enemigos que originados en
la religión americana se obsesionó
con estos asuntos, posiblemente porque el surgimiento de los Estados nacionales
modernos, especialmente el italiano, le quitaron la posibilidad de hacer
política de la manera tradicional. Así, en México, las energías de las
movilizaciones católicas que comenzaron a gestarse a finales del porfiriato y
que fueron capaces de alterar considerablemente el curso de la primera
revolución del siglo XX terminaron canalizadas, desde los años 40, a la defensa
de la moral y de las buenas costumbres.
Pero
hay cosas que están cambiando, y quizá de manera más rápida de lo que pensamos.
A apenas un año de la elección del primer obispo de Roma jesuita y
latinoamericano, Francisco ha demostrado que lo suyo no es la biopolítica sino
la geopolítica, en el sentido más literal del término. El sínodo de la familia
y esos tópicos espinosos que amenazan la unidad de la iglesia se han quedado
cortos frente al que seguramente será el gran logro de Bergoglio: su mediación
en la reanudación de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba.
Hoy
nos encontramos iniciando un proceso homólogo al de la Guerra Fría, aunque no
estoy seguro si se trata de una continuación del mismo o de un enfrentamiento
nuevo. Sin embargo, pareciera que Bergoglio mostró una habilidad aún mayor que
la de su predecesor Wojtyia con respecto al segundo mundo, pues en lugar de
condenar un bando y aliarse al otro, invitó a ambas partes a negociar, es decir
recuperó el centro ideológico que la Doctrina Social de la Iglesia ocupó con su
surgimiento a finales del siglo XIX y perdió durante el XX. Pero no seamos
ingenuos, el acercamiento de Obama y Castro obedece a más que buena voluntad de
ambas partes. Me atrevo a decir que Cuba es hoy para Estados Unidos lo que
Crimea es para Rusia, solo que con sus respectivos matices de civilización y
barbarie. Putin ocupó una región que históricamente le ha pertenecido a Rusia
por medio de las armas y nadie lo detuvo, mostrándole así a la UE y a la OTAN
que es el brazo armado del bloque económico y geopolítico que hoy puede
disputarle la hegemonía: los BRICS. Y como buen heredero de la tradición
zarista y soviética, aseguró un muro de contención entre la Madre Rusia y su enemigo
occidental, un muro que después de la Segunda Guerra Mundial fue mucho más
ancho, pues estuvo formado por Europa del Este, el cual cayó, entre otras
cosas, con la ayuda de un papa polaco.
La relación de
EU con Cuba no es muy distinta, no hay que olvidar su participación en la
independencia de esta isla de España, y que tras esto se convirtió en una
suerte de protectorado con un casino de la selva incluido. De hecho había poco
de comunismo en Castro cuando inició la famosa revolución antiimperialista; fue
la hostilidad estadounidense y la polarización de la Guerra Fría lo que le
llevó a convertirse en una potencial amenaza al lado, y en 1963 estuvo al borde
de desatar una tercera guerra mundial. En estos meses, la influencia de Rusia y
China han comenzado a extenderse al continente americano, especialmente hacia
Sudamérica… Brasil, Venezuela, Bolivia, Argentina… Estos gobiernos de izquierda
se han convertido en el área de oportunidades para las grandes economías
emergentes, que ansiosos por construir una alternativa al modelo neoliberal y
estadounidense están comenzando a pactar con el diablo. No perdamos de vista
que aunque los grupos neofascistas son el gran enemigo de Putin en Ucrania, son
los aliados que está financiando para oponerse a la UE en Francia, Alemania y
Hungría. En este contexto, y sumándole que el primer presidente afroamericano
en Estados Unidos se encuentra en los menores niveles de aprobación pública
desde hace más o menos medio siglo, habría que ubicar el acercamiento hacia
Cuba.
Pese a que
ante un escenario geopolítico tan complejo el papel mediador de Francisco
pudiera parecer mínimo, no habría que despreciarlo tan a la ligera. Con Cuba,
el Vaticano se acercó a Washington ¿Y Moscú? Durante una larga conferencia de
prensa, Vladimir Putin justificó la ocupación de Crimea por ubicar en esta
región los orígenes históricos y cristianos de Rusia, y su cercanía a la iglesia ortodoxa ha sido
evidente. Recordemos que así como Roma era la defensa de la cristiandad occidental
durante el Medioevo y la modernidad, la Madre Rusia fue lo suyo con respecto al
cristianismo oriental desde la caída de Constantinopla, y que uno de los
mayores gestos de acercamiento del obispo de Roma ha sido para con los
patriarcas de las iglesias orientales. Así, aunque la iglesia católica pierde
cada vez más fieles y enfrenta que sus mayores amenazas de destrucción no
vienen de fuera sino de sí misma, es posible que juegue un papel político más
vital de lo que nos imaginamos en un mundo que no terminamos de entender.
Y para el caso
mexicano, pese a que en muchos casos la estructura eclesiástica se comporta
como una suerte de muerto viviente, que no sabe que está muerto pero huele a
cadáver, han sido figuras públicas como Alejandro Solalinde, Raúl Vera o Fray
Tomás González quienes, con toda su humanidad y defectos, y de la mano con
miles de otros clérigos y laicos, han asumido la que en un mundo posmoderno
pareciera ser la última de las grandes causas que podrían, al menos
potencialmente, guiar un proyecto colectivo de emancipación: los derechos
humanos. Tal vez el futuro del catolicismo no esté en que los creyentes amen a
su iglesia y se pregunten qué pueden hacer para salvarla, sino en cómo desde
ella es posible abrirle un espacio a todos esos para los que la promesa de un
mundo justo e igualitario es cada vez más difícil siquiera de imaginar.
miércoles, 23 de julio de 2014
Preguntas incómodas y juicios cómodos. A propósito de Mamá Rosa.
Si bien se trata de un asunto
complejo sobre el que no estoy en posición de acusar o defender, me preocupa
que uno de los argumentos con los que se suele defender a “Mamá Rosa” es: "Se
fijan solo en lo malo, pero no en todo lo bueno que hizo".
Si la única forma en que desde
esta perspectiva debemos juzgar a una persona (pienso que más que a una
persona, deberíamos de juzgar sus actos) es poniendo en una balanza sus buenas
obras y sus malas acciones, entonces, significa que de tener un cúmulo de obras
buenas ¿debemos dispensarle lo malo que ha hecho? ¿Obrar bien nos da crédito
para hacer el mal o equivocarnos en perjuicio de otros? Lo primero que habría
que objetar ante eso es que se trata de una noción religiosa (Dios pondrá en
una balanza nuestras buenas y malas acciones al momento de juzgarnos), que no
debería de incidir en el marco de un Estado laico que haga valer los derechos
humanos de las víctimas. Hacer obras de caridad no nos hace inmunes de
violentar los derechos de otros, aún y con buenas intenciones de por medio.
Pero yendo un poco más allá, como
católico me preocupa que detrás de este argumento se esconde una noción en la
que podemos negociar con Dios, pero no cómo lo hizo Abraham intentando evitar
que Sodoma y Gomorra fueran destruidas con todo y la gente inocente que en
ellas vivían, sino en un sentido perverso. Hacer buenas obras y dar caridad a
los pobres serían entonces una licencia o crédito para pecar, siempre y cuando
nuestras buenas acciones sobrepasen en cantidad o calidad a las malas. Esta
lógica es la que podría explicar en última instancia la “caridad” practicada
por las élites capitalistas, legales o ilegales, pues aquí entrarían hasta los
narcotraficantes. Así, como creyente me es sería lícito dejar desempleados a numerosos
trabajadores si cada diciembre dono cobijas a un albergue con mi aguinaldo,
participar en juicios que envían a la calle a familias completas si entrego más
del 1% que la iglesia me exige como diezmo, o hasta dedicarme al narco con
todas sus implicaciones si con mis ganancias construyo un templo, una escuela y
hasta un hospital; dar aspirinas con la mano izquierda mientras doy cianuro con
la derecha. Y lo que más me preocupa, es que este fue exactamente el mismo
argumento con el que hace algunos años, algunos intentaron defender a Marcial
Maciel.
Repito, mi crítica no es hacia
esta persona sino hacia la forma en la que ha sido defendida, pues a final de
cuentas, el mayor culpable por omisión, el Estado, viene saliendo impune no
solo del juicio legal, sino también del mediático y popular. Quizá habría que
recordar la frase de Helder Cámara: “Cuando doy de comer a los pobres me llaman
santo, cuando pregunto por qué son pobres me llaman comunista”, sin perder de
vista que siempre habrá quien nos brinde su “caridad” para ayudar a los pobres,
pero los benefactores (Estado, empresarios, narcotraficantes) probablemente habrán
de molestarse si hacemos la segunda pregunta.
miércoles, 25 de junio de 2014
Escándalos y silencios.
Hace
pocos días circuló una noticia escandalosa: alrededor de siete sacerdotes de la
Arquidiócesis de Tijuana están siendo investigados por la Santa Sede debido a
acusaciones de pederastia. Aún no queda claro el asunto, pues la investigación corre
a manos de Roma y no del Ministerio Público, porque al parecer las
víctimas (que para bien o para mal han sido mantenidos en el anonimato) no
desean causar un mayor daño a la iglesia y sus sacerdotes. Como en otras ocasiones,
las autoridades eclesiásticas han intentado no hacer leña del árbol caído hasta
tener los resultados del proceso, pero una sanción de carácter meramente religioso
a un delito del orden civil, en un Estado laico y una sociedad en vías de
secularización, llega a parecerse más a una, diría mi mamá, “alcahuetería”, que
a una forma responsable de justicia, pues sería el equivalente a una familia sobreprotectora
donde, en acuerdo con el hijo más pequeño que fue agredido violentamente por su
hermano mayor en la escuela, prefiere que la única sanción que éste reciba sea
la de sus padres y no la de las autoridades escolares. Si esto es así, le daríamos
la razón a Iván Illich cuando afirmó en los años setenta que la iglesia
católica no estaba formando religiosos capaces de comportarse como adultos.
Pero
el problema más grave, en mi opinión, y que realmente espero que no se repita
en estos casos, es que debajo de la “discreción” con la que la iglesia católica
ha manejado muchas de estas situaciones (y aquí vale la generalización, porque
estos argumentos vienen tanto de clérigos como de laicos) subyace una lógica
perversa, de la cual posiblemente no somos conscientes: el mayor motivo de
alarma es el escándalo que habrá de producirse entre los fieles si se enteran
de estas faltas de sus sacerdotes, quienes hipotéticamente perderían la fe y abandonarían la iglesia. Es la misma lógica que se
condensa en el final de la película Batman: The Dark Kinght, cuando el
murciélago y el jefe de la policía acuerdan mantener en secreto los crímenes de
Harvey Dent, para evitar así el escándalo entre los ciudadanos de Gótica y el
fracaso del plan de seguridad, aunque por cierto, éstos habían mostrado la
suficiente madurez para no matarse entre sí durante el experimento de The
Joker. La mentira (aunque acostumbramos llamarle discreción) es preferible a
veces a una verdad que no estemos listos para manejar.
La
dimensión perversa de esta lógica se vuelve entendible si recurrimos a la noción
del Gran Otro de Jacques Lacan, esa
instancia superior ante la cual guaramos las apariencias aún cuando nos
encontramos solos. Pero en este caso, ese Otro
ante el cual clérigos y laicos guardaríamos las apariencias obviamente no es
Dios, pues la fe cristiana sostiene que éste todo lo ve y todo lo sabe. Ese
otro sería una figura fantasmal, que en nuestra imaginación es representada por
un creyente ideal, inocente, cuya fe habría que cuidar, y que el más mínimo
motivo de escándalo que le llevaría a dejar la iglesia. El problema es que ese Otro, como tal, no existe. Ese creyente
ideal no es un sujeto colectivo sino una multiplicidad de personas con diversas
trayectorias de vida y de fe, que de acuerdo con diversos estudios, vienen
abandonando en masa el catolicismo a pesar de los esfuerzos de la iglesia en
mantener una reputación intachable. Y en última instancia, calificar al
creyente promedio como inocente, ingenuo y vulnerable ¿no implica acaso
presuponer que los hijos de Dios son una suerte de eternos niños, incapaces de
cuidar por sí mismos de su fe? Estas figuras fantasmales han poblado la
historia del cristianismo desde hace siglos, siendo el mito del buen salvaje
uno de los ejemplos más evidentes, el problema es que esos Otros son los que finalmente nos autorizan a nosotros, en este caso, para callar.
Y
aquí es donde la perversidad de la lógica institucional queda en evidencia,
pues para cuidar la fe de ese creyente ideal, que no conocemos (y que como tal,
no existe), es necesario hacer callar a la víctima. Como han señalado Alberto Athié
y Fernando M. González, termina imponiéndose la lógica del sacrificio: vale más
que estas víctimas, sus historias y su voz queden en el olvido, a que de dárseles
un lugar, se caiga la casa de naipes de las masas católicas, que de enterarse
de las atrocidades de sus clérigos, perderían irremediablemente la fe.
martes, 20 de mayo de 2014
Contemplar para alcanzar el amor
Este ha sido un semestre de transición. Dejar de ser estudiante de tiempo completo para ser arrojado al mundo del que hace poco más de dos años salí huyendo. No por falta de vocación o convicción, sino porque nadar a contracorriente no es suficiente para cambiar el mundo, o porque no siempre estamos listos para llevar nuestros deseos hasta sus últimas consecuencias. Ahora estoy por imprimir mi tesis y presentar mi examen de grado. A pesar de que estudiar en esa maestría estuvo lejos de ser una decisión pensada y discernida, los frutos han sido y son buenos. Aunque el primer año fue de escepticismo, al final me di cuenta de que hay una dosis de vocación académica a la que no puedo renunciar, porque en muchos sentidos "ya no puedo ser otra cosa" que no sea ser profesor e historiador.
Pero soy menos ingenuo. Las experiencias laborales y académicas que he vivido desde que egresé de la licenciatura me han llevado a pensar que la verdadera opción no es ser un profesionista exitoso o uno mediocre, sino en la posibilidad de acumular los frutos del trabajo para mí y para unos cuantos (capital económico, social, cultural...), o compartirlo con otros, hasta el punto de no tener nada propio. Cada día reafirmo que, como decía Walter Benjamin, la historia es una catástrofe, no solo "La Historia", sino también mi historia; textos sin terminar, relaciones interrumpidas, ausencias, crisis de fe y de vocación, desolaciones, injusticias que he presenciado, de las que he sido cómplice (casi siempre por omisión), y una que otra vez, víctima. Esa sensación agria de que, no importa cuanto hagas, nunca será suficiente, pero que a su vez sintoniza los deseos con la oración del publicano y no con la del fariseo, que sintiéndose bendecido, no hace sino dar gracias a Dios por su felicidad.
Pero de entre las ruinas de esa catástrofe que es la historia se asoma la redención, una redención que solo es posible por medio del amor. Un amor que lejos de complementarnos y equilibrarnos, trastorna nuestro universo y nos mueve a tomar decisiones absurdas y a dirigirnos hacia lugares inesperados. Un amor que nos aparta de nuestro camino hacia lo sagrado y nos invita a hacernos cargo de vidas que a veces no encajan en nuestra noción de humanidad. Un amor que sabe sentirse agradecido no solo por los frutos dulces que en abundancia nos enferman, sino también por esa dosis de indignación, inconformidad que, cuando nuestras manos y pies están atados, nos lleva por lo menos a gritar a todo el que pasa que las cosas pueden, pero no deben seguir así.
Siempre es bueno tomarse un tiempo para contemplar todo lo recibido, todo aquello que a veces lenta pero otras violentamente nos ha ido transformando, esas palabras, gestos, situaciones, sabores, olores y sonidos sin los que no seríamos quienes somos, y que nos abrieron a la posibilidad de ser parte de algo distinto. Contemplar lo que fue y lo que es, lo que pudo ser y no será, pero sobre todo lo que espera por ser consumado. Recordar todo esto hace posible que, ante la imposibilidad de encontrar un lugar propio en este mundo, en lugar de lamentarnos por el paraíso que perdimos, -aún el de los tiempos pasados en los que nada nos hacía falta y a los que renunciamos por una necesidad necia de sentirnos libres-, seamos capaces se amar y de sentirnos y sabernos amados, pues desde mi limitado horizonte de comprensión, es el amor lo que ha hecho posible que el final de esta Historia-Catástrofe aún esté por escribirse.
Pero soy menos ingenuo. Las experiencias laborales y académicas que he vivido desde que egresé de la licenciatura me han llevado a pensar que la verdadera opción no es ser un profesionista exitoso o uno mediocre, sino en la posibilidad de acumular los frutos del trabajo para mí y para unos cuantos (capital económico, social, cultural...), o compartirlo con otros, hasta el punto de no tener nada propio. Cada día reafirmo que, como decía Walter Benjamin, la historia es una catástrofe, no solo "La Historia", sino también mi historia; textos sin terminar, relaciones interrumpidas, ausencias, crisis de fe y de vocación, desolaciones, injusticias que he presenciado, de las que he sido cómplice (casi siempre por omisión), y una que otra vez, víctima. Esa sensación agria de que, no importa cuanto hagas, nunca será suficiente, pero que a su vez sintoniza los deseos con la oración del publicano y no con la del fariseo, que sintiéndose bendecido, no hace sino dar gracias a Dios por su felicidad.
Pero de entre las ruinas de esa catástrofe que es la historia se asoma la redención, una redención que solo es posible por medio del amor. Un amor que lejos de complementarnos y equilibrarnos, trastorna nuestro universo y nos mueve a tomar decisiones absurdas y a dirigirnos hacia lugares inesperados. Un amor que nos aparta de nuestro camino hacia lo sagrado y nos invita a hacernos cargo de vidas que a veces no encajan en nuestra noción de humanidad. Un amor que sabe sentirse agradecido no solo por los frutos dulces que en abundancia nos enferman, sino también por esa dosis de indignación, inconformidad que, cuando nuestras manos y pies están atados, nos lleva por lo menos a gritar a todo el que pasa que las cosas pueden, pero no deben seguir así.
Siempre es bueno tomarse un tiempo para contemplar todo lo recibido, todo aquello que a veces lenta pero otras violentamente nos ha ido transformando, esas palabras, gestos, situaciones, sabores, olores y sonidos sin los que no seríamos quienes somos, y que nos abrieron a la posibilidad de ser parte de algo distinto. Contemplar lo que fue y lo que es, lo que pudo ser y no será, pero sobre todo lo que espera por ser consumado. Recordar todo esto hace posible que, ante la imposibilidad de encontrar un lugar propio en este mundo, en lugar de lamentarnos por el paraíso que perdimos, -aún el de los tiempos pasados en los que nada nos hacía falta y a los que renunciamos por una necesidad necia de sentirnos libres-, seamos capaces se amar y de sentirnos y sabernos amados, pues desde mi limitado horizonte de comprensión, es el amor lo que ha hecho posible que el final de esta Historia-Catástrofe aún esté por escribirse.
lunes, 12 de mayo de 2014
De misas satánicas y otros demonios
En los días recientes ha circulado una noticia un tanto
pintoresca sobre una de las instituciones de mayor prestigio educativo en
Estados Unidos: la próxima celebración de una “misa satánica”. Este asunto ha
despertado notables reacciones, sobre todo de parte de las comunidades
católicas, y ha puesto de relieve toda una serie de tensiones, contradicciones,
dobles discursos y demás demonios que habitan nuestro mundo “posmoderno” y “post-ideológico”.
Una de las cosas que me resultan más interesantes, es que la
noticia ha comenzado a ser difundida con preocupación e indignación por muchos
católicos mexicanos. Esto no es sino un síntoma de la ambigüedad con la que el catolicismo
de nuestro país ha volteado a ver hacia Estados Unidos, especialmente desde los
inicios del siglo XX. Y digo ambigüedad porque, cuando ocurrió el conflicto con
el Estado mexicano, obispos, sacerdotes y laicos que abogaban por la modificación
de unas leyes que, efectivamente eran anticlericales, pusieron a Estados Unidos
como ejemplo de un país donde se gozaba de plena libertad religiosa.
Ciertamente este tópico forma parte de los principios sobre los cuales se
conformó el Estado norteamericano, pero no fue sino hasta este momento que los católicos
estadounidenses pudieron reconocer tal cosa, pues desde la época de las 13
colonias habían sido objeto de discriminación y violencia religiosa, esto como
resultado postergado de las guerras de religión y de la reforma protestante (la
película Pandillas de Nueva York lo ilustra muy bien), y no fue sino hasta los
años posteriores a la guerra civil que se reconoció que ser católico y ciudadano
estadounidense no era una contradicción. Este contraste entre un gobierno
anticatólico (como fueron calificadas las presidencias de Obregón, Calles, el maximato
y el Cardenismo), afirmación que en mi opinión estamos obligados a matizar, y
uno que daba plena libertad religiosa, fue utilizado inclusive por la Santa
Sede en la encíclica "Acerba Animi" de 1932, donde su denuncia por la “persecución”
le valió al entonces Delegado Apostólico ser expulsado de México.
Pero en los tiempos de calma el discurso se invierte. Si bien la línea del catolicismo más intransigente siempre fue “anti-yanqui”, al punto de denunciar que los arreglos de 1929 habían sido orquestados por los obispos estadounidenses y algunos mexicanos traidores que engañaron al papa, pareciera que el catolicismo no es capaz de funcionar sin un enemigo a quién culpar no solo del mal en el mundo, sino también de sus propios fracasos. Así, los años 40, época dorada del modus vivendi y de la Unidad Nacional, donde floreció la Acción Católica Mexicana y se popularizó el día de las madres (que acabamos de festejar), fue el escenario de una campaña anti protestante, donde el episcopado mexicano denunció que éstas iglesias eran una amenaza no solo para la fe católica, sino también para la unidad y la identidad nacionales. Este proceso escasamente estudiado (salvo por algunos historiadores evangélicos y no sin ciertos rasgos militantes) desembocó en algunos casos en linchamientos y quema de iglesias, siendo difícil ubicar la responsabilidad en los clérigos, que tal vez no aprendieron la lección de los años 20 (o quizá la aprendieron muy bien), en “el pueblo católico” o en las autoridades, que poco hicieron para intervenir. Así, Estados Unidos puede ser para muchos católicos mexicanos, un ejemplo a seguir o un enemigo, o las dos cosas al mismo tiempo.
Esto viene a colación por una razón muy simple, si nos
tomamos en serio la libertad de cultos y de conciencia o la laicidad del
Estado, y salvo que en estas misas se sacrificaran personas, o se violentaran los
derechos humanos (y no los derechos naturales de la Santa Madre Iglesia), no
hay ninguna razón para prohibir o denunciar los llamados “cultos satánicos”. Y
si en dado caso, como muchos creyentes vienen reclamando, en México no vivimos
una plena “libertad religiosa”, es necesario contemplar que, de llegar a
existir, incluiría la libertad para que este tipo de cultos se celebre, y en
consonancia con las demandas en el campo educativo, para que los padres de
familia instruyan a sus hijos en la adoración a Satanás (Belzebú, Lucifer, o
como se le quiera llamar), e inclusive para que, si los padres no están en la
posibilidad de dar esta educación en casa, ésta les sea brindada en las
escuelas. Sí, éstos son los problemas de la laicidad.
Por otro lado, la existencia de cultos satánicos y la posibilidad de una misa negra en Harvard es un buen pretexto para reflexionar sobre dos cosas más: los orígenes del satanismo y la paganización del cristianismo contemporáneos. Con respecto al primero de ellos, vale la pena recuperar lo dicho por Carlo Ginzburg en uno de mis libros favoritos, "Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre". Y en lo relativo a lo segundo, retomo algunas reflexiones de Slavoj Zizek en uno de sus más recientes libros, "El dolor de Dios. Inversiones del apocalipsis", en coautoría con el teólogo croata Boris Gunjevic.
El aquelarre, después llamada misa negra, apareció en el imaginario cristiano hacia finales de la Edad Media, y las imágenes de mujeres danzando alrededor de una cabra antropomorfa, sacrificando niños, de brujas volando en escobas, cometiendo incestos, profanando hostias, etc., provienen ciertamente de testimonios de los propios participantes, pero obtenidos por medio de un proceso judicial, específicamente de la Santa Inquisición (en otras palabras, extraídos por medio de la tortura). Si nos movemos en un plano específicamente de lo imaginario y lo simbólico, dejando de lado los hechos reales (que para muchos historiadores, serían inaccesibles), nos encontramos con que en estos relatos, hoy en día incrustados en nuestra imaginación junto con Halloween y otras prácticas con el mismo origen, nos topamos con el problema del otro.
Lo que sabemos sobre los cultos satánicos, más que ser
producto de los enemigos de la cristiandad, es consecuencia de la forma en la
que éste ha visto a los que no han aceptado su fe, como seres malvados y
adoradores del demonio. La satanización del otro, que también estuvo presente
también en la conquista de América, tuvo como resultado un proceso por el cual los
sujetos perseguidos y castigados terminaron asumiendo como verdaderas las
categorías imputadas por la iglesia y por los inquisidores, aunque en un
principio lo negaron; "Il benandanti" de Ginzburg explica como los primeros
sujetos en ser procesados por brujería en el norte de Italia no se asumían como
adoradores del diablo, sino como protectores de la fertilidad de los campos,
que recurrían a ciertos hechizos para enfrentarse cada año, durante doce días
(que por cierto coincidían con el tiempo entre la Navidad y la Epifanía, es
decir, el día de Reyes), a los verdaderos enemigos. No fue sino con el paso del
tiempo que quienes eran procesados por brujería, terminaron asumiendo que
efectivamente adoraban al demonio.
Pero la satanización del otro no se originó con estos casos. Por citar un ejemplo, en el siglo XII circuló en Europa un rumor de que los leprosos y judíos se encontraban conspirando para envenenar los pozos de agua, matar al papa y destruir a la Iglesia. El resultado fue el asesinato de miles de judíos y enfermos de lepra, así como el surgimiento de “hospitales” donde se les habría de recluir a estos últimos (cualquier parecido con las actuales teorías de la conspiración NO es mera coincidencia).
Intentando rescatar la proposición del prójimo, en este caso, de los católicos estadounidenses, cabría añadir que como dice un refrán mexicano “la mula no era arisca, la hicieron los palos”. Como mencioné anteriormente, la historia del catolicismo en el vecino país es posiblemente no menos violenta que lo dicho sobre los brujos durante la Alta Edad Media. Si bien Estados Unidos nació sin una religión de Estado, la mayor parte de los protestantes de este país compartían su anti-catolicismo; anécdotas como la del Batallón de San Patricio en la guerra con México son síntomas de que los inmigrantes de religión católica, sobre todo irlandeses, pero también italianos, polacos y españoles, la pasaban realmente mal. Cabe también señalar que uno de los principales blancos del Ku Klux Klan en los estados del sur, además de los afroamericanos, eran los católicos. Esto ciertamente no justifica la intolerancia, pero nos deja ver que, tanto el surgimiento del satanismo como la paranoia del catolicismo en Estados Unidos son producto de la violencia casi omnipresente en la historia de las religiones, un fantasma del que sabrá Dios si algún día nos habremos de librar.
Pero el hecho de que todas las religiones y creencias deban de ser tratadas con respeto en el marco de un Estado laico, no anula las diferencias entre ellas, y el marco de tolerancia mínima para evitar que volvamos a quemar brujas, judíos, católicos o herejes, no tiene por qué eliminar del espacio público la crítica hacia las religiones y sus creencias, aunque para muchos, es más fácil invocar el “respeto” cuando no se sabe que responder ante un señalamiento de carácter ético, estético o teológico. En este sentido, me interesa recuperar una noción de Zizek con respecto a la paganización del cristianismo, aunque considero importante diferenciarla de la inculturación.
Con éste último término –que no estoy seguro si tiene un origen teológico o antropológico– me refiero a la posibilidad de expresar el Evangelio (que significa Buena Noticia) por medio de un lenguaje y de símbolos no occidentales. Este principio es el eje rector de la teología india (con una trayectoria hasta cierto punto paralela de la teología de la liberación), y aunque sigue siendo controversial, no me parece que deba de ser tan problemático, al menos para el catolicismo. Y cuando hablo de paganización del cristianismo no me refiero tampoco a su sincretismo con las religiones nórdicas, amerindias o afroamericanas que denunciaron las iglesias evangélicas a principios del siglo XX, sino al hecho de que muchas veces, el cristianismo contemporáneo, –sea católico o evangélico– se encuentra regido por principios éticos más cercanos a los paganismos politeístas que sus propios relatos fundacionales, que solemos llamar evangelios.
Si hubiera que pensar en la ética de estas tradiciones religiosas, hay que mencionar varios aspectos. Uno de ellos es la escasa importancia a la “vida después de la muerte”, pues aunque existen numerosos relatos heroicos de hombres que se ganaron su lugar entre los dioses, la forma en la que éstos premiaban a los humanos era brindándoles una vida feliz y plena en la tierra. Además, el orden social era siempre un reflejo del orden divino que regía el cosmos, de modo que la única manera de ser premiado por los dioses era aceptando el lugar que éstos nos asignaron, siendo la transgresión al orden la mayor de las faltas (véase el destino de Prometeo o de Sísifo); por último, hay que tener en cuenta que el “modo de producción esclavista” (por utilizar un termino marxista) era visto no sólo como algo natural, sino como la única forma pensable de organización social, y que el término de “humano” en Roma o de “ciudadano” originado en Grecia, incluía solo a los varones adultos pertenecientes a las clases cercanas a la cúspide de la pirámide social.
Si ante una descripción como ésta, que quizá peca por simplificar demasiado, nos parece que estamos a hablando del cristianismo en cualquiera de sus variantes, entonces la paganización es evidente. ¿Por qué? Porque, aunque no todos los teólogos estarán de acuerdo, en el relato cristiano, Dios no es el garante del orden, sino su mayor transgresor (de ahí el destino de Jesucristo); ciertamente, la idea de una vida después de la muerte como premio o castigo es más platónica que judía, pero no deja de ser una extensión de la ética pagana del hedonismo. El llamado de Jesús en los evangelios no es a disfrutar de la vida, ni a poner la felicidad eterna como el último fin de la existencia, sino a buscar la justicia y el “reino de Dios”, un reino que poco se parecería al orden social vigente, pues habrían de anularse todas las relaciones de dominación (incluido el matrimonio)… Lo demás se dará por añadidura. Tampoco es un llamado a aceptar ciegamente el papel que nos fue asignado, (pues nadie es digno de ser su seguidor si primero no desprecia a sus padres), ni a respetar las tradiciones (hay que dejar que los muertos entierren a sus muertos), posiblemente ni siquiera pone la unidad del pueblo como prioridad (cuando los romanos vengan a destruir el lugar sagrado, el templo, es mejor huir, y esto sería hasta motivo de alegría). Si lo ponemos en perspectiva y tomamos la invitación de Kierkegaard de hacernos contemporáneos del nazareno, en el mundo antiguo, ser cristiano bien podría implicar ser algo así como ser la encarnación del mal, y una lectura sobria del cuento "El gran inquisidor" de Fiodor Dostovievsky bien podría hacernos pensar que en nuestros días, tal vez las cosas no son tan diferentes.
La cruz, símbolo por excelencia del cristianismo, no nos remite a un triunfo universal, sino a un fracaso que solo unos cuantos, gracias a la fe y al Espíritu Santo (que solo puede experimentarse en comunidad), fueron capaces de interpretar como la presencia de Dios en la historia. Walter Benjamin decía que la historia es una gran catástrofe, pero que entre sus escombros podía asomarse la redención, y creo que esta imagen ilustra la imaginación histórica del cristianismo más radical. Incluso la resurrección no nos narra un acto de triunfo definitivo, pues el crucificado regresa para bendecir a sus seguidores, para comer con ellos y para encomendarles la que durante su vida fue su tarea: anunciar el reino de Dios.
En este sentido, la paganización del cristianismo no es tener imágenes de la virgen de Guadalupe antes Tonantzin, sino vivir rezando a Dios para que cumpla nuestros caprichos y que castigue a nuestros enemigos, pues la mayoría de las veces, son las cosas que nos hacen felices. Y tal vez no es necesario recodar como en la guerra cristera los católicos tomaban las armas porque “nunca había sido más fácil ganarse el cielo” (recordando los tiempos de las cruzadas), basta con escuchar los sermones, las prédicas y los cantos de muchas iglesias para notar que el católico que sufre con la esperanza de ganarse el cielo o el evangélico que reza para tener una vida próspera, son muy parecidos al hedonista o el asceta de la antigüedad, pero también al estudiante promedio que elige su carrera esperando tener un buen sueldo al terminarla o al joven que sufre con una dieta rigurosa y rutinas extenuantes en el gimnasio, para después disfrutar de un cuerpo escultural, y por lo tanto de su vida. Tal vez, más parecidos de lo que muchos estaríamos dispuestos a aceptar. Para bien o para mal, quizá muchos creyentes tampoco somos tan diferentes de estos tan temidos “satanistas”, para muestra, citemos textualmente la declaración de principios de la “Iglesia de Satán”:
La Iglesia de Satán aborrece toda forma de hipocresía y
conformismo. Consideramos que la felicidad real puede ser conseguida no a
partir de la abstinencia y la culpa, sino a partir del desarrollo personal, el
egoísmo y la satisfacción de nuestros impulsos. Rechazamos la aceptación
de la costumbre, la tradición o la fuerza de una autoridad como criterios de
verdad.
Los satanistas somos ateos. Concebimos la vida en el aquí y
ahora. No reverenciamos a ninguna divinidad, ni creemos en la existencia de
seres o hechos sobrenaturales, pero respetamos otras creencias. Los
satanistas no evangelizamos ni pretendemos a convencer a otros de nuestro
parecer. La Iglesia de Satán no predica ni instruye; su objetivo es el de ser
un espacio de encuentro y referencia para quienes comparten los valores
satánicos.
Los satanistas nos formamos para ser líderes; somos
individuos ambiciosos, amos del mundo y de sí mismos. Nuestro movimiento
incorpora a los que actúan como depredadores en busca de recompensas materiales
y victorias para satisfacer sus necesidades. Asimismo, relega a los
no-pensadores pasivos para ser esclavizados por un cada vez más demandante
mundo.
No somos partidarios de seguir dogmas, tendencias o
fanatismos, ya que podemos observar cómo los que participan en este tipo de
comportamientos caen en la mediocridad de siempre necesitar información sobre
cómo deben comportarse y cómo pensar. Nosotros estamos por encima de eso.
Nosotros representamos a una minoría de librepensadores e innovadores.
jueves, 1 de mayo de 2014
A propósito de la 72.
Anoche, mientras muchos de nosotros bromeábamos con respecto
al día del niño, leíamos tranquilamente sobre algún tema de nuestro interés, o
veíamos la televisión, un grupo de alrededor de 300 (por alguna razón es un
número recurrente en diversos acontecimientos históricos) migrantes centroamericanos
fueron detenidos en un operativo del Instituto Nacional de Migración. Ellos
formaban parte del “viarucis migrante” que desde hace varios años organiza un
franciscano llamado Tomás González, responsable del albergue conocido como “La
72” en Tenosique, Tabasco, y que esta vez fue capaz de reunir un contingente de
más de mil personas, que el día de hoy se encuentran en Saltillo, en una
manifestación en la que participa el obispo Raúl Vera; ellos eran un segundo
grupo, que ante la negativa para permitirles subirse a los ferrocarriles (cosa
que había pasado con el primer grupo) decidieron iniciar esta marcha. Dentro
del operativo fueron golpeados tres activistas, el abogado Rubén Figueroa, Fray
Tomás OFM y Fray Aurelio OFM.
De acuerdo con una de los las pocas notas de periódicos
“convencionales” que han abordado el asunto, los detenidos son 263, y el
operativo se debió presuntamente a que éstos infringieron la Ley de Población.
Al parecer, lo que sigue en el procedimiento es su deportación, vía Tapachula,
hacia sus países de origen. Si bien la nota periodística a la que hago
referencia cita textualmente las declaraciones de Rubén, no hay ninguna mención
sobre la violencia con la que procedió el INM. Esto lo sabemos porque varios de
los activistas involucrados en el tema de la migración, o inclusive quienes
seguimos estos temas no tan de cerca, nos valimos de Facebook y Twitter para
difundir, casi en tiempo real, lo que estaba ocurriendo. Y fue posiblemente la
noticia de que Fray Tomás había sido golpeado, lo que causó una mayor
indignación.
Pero no nos “vayamos con la fina”, este no es un franciscano
convencional. Antropólogo y “chilango”, "alburero" y “pisteador”,
acostumbra a meterse en problemas, ha organizado varias marchas y hasta huelgas
de hambre, ha sido amenazado en varias ocasiones, y seguramente ésta no es la
primera vez que lo golpean, pues mantener un albergue libre de maras o
enganchadores es una tarea ciertamente arriesgada. Pero al parecer ésta sí es
la primera vez que es agredido directamente por las autoridades, y contar la
historia de un franciscano golpeado por los representantes del Estado,
inevitablemente nos lleva a muchos a enmarcar estos acontecimientos dentro de
una narrativa hagiográfica, donde hay lugar para el pueblo de Dios sufriente,
para el tirano que le oprime y para quienes, emulando al nazareno, ofrecen su
vida por los oprimidos.
Las cosas bien pueden ser más un poco complejas, pues aunque
el “buen” religioso (hay que tener en mente que hoy en día, ser un fraile no lo
convierte automáticamente en un ejemplo a seguir, sino todo lo contrario)
agredido es una de las muchas gotas que están derramando el vaso en cierta
opinión pública, las preocupaciones de quienes vivieron tal vez son otras. Más
que su propia integridad, los mensajes que circulan en las redes desde anoche
demuestran que su preocupación está puesta en esos 300 migrantes, muchos de
ellos separados de sus hijos, que durante los próximos días serán deportados, y
cuyos nombres y rostros ni siquiera conocemos, pero que indudablemente la
pasaron y la pasarán todavía peor que éstos tres activistas. Y esto es
solamente el comienzo visible de algo que inició con el regreso del PRI a los
Pinos, la criminalización descarada de la migración centroamericana en México.
No hay razón para que Estados Unidos no pueda pasar una
reforma migratoria si existe una política de cooperación que delegue el trabajo
sucio de la “Migra” al instituto nacional de migración en nuestro país, y así,
las violaciones a los DDHH necesarias para mantener la paz y la tranquilidad en
el primer mundo se llevan a cabo miles de kilómetros hacia el sur. Tampoco es
coincidencia que en estos días se esté discutiendo en México la reforma a las
leyes de telecomunicaciones y la posible suspensión de derechos y garantías
cuando la seguridad pública esté en riesgo, ni que esto haya ocurrido un día
antes de las manifestaciones por el día del trabajo más vigiladas que ha habido
en muchos años. Mientras el Estado se reconoce fallido en estados como
Michoacán y Tamaulipas, en el sureste se vale de su escaso margen de acción
para hacer cumplir la ley contra los extranjeros de ciertos países que
consideramos “más jodidos” que el nuestro.
¿Qué responder ante ésta situación? Las posibilidades son
varias, pero no infinitas, y van más allá de estar a favor o en contra de la
migración, de las reformas y de todas estas quimeras de la opinión pública
contemporánea, de ser de derecha o de izquierda. Las redes sociales conectadas
por medio de internet han comenzado a diluir las barreras entre ser espectador
y partícipe, así como las facilidades para apoyar directa o indirectamente este
tipo de causas por medio de firmas, campañas de cooperación, etc. Difundir
notas de medios independientes con contenidos que son suprimidos en la TV o en
los periódicos puede hacer una considerable diferencia en la opinión pública,
así como comunicarlos de manera oral a personas que por alguna razón,
permanecen fuera de éstas redes. Tan es así que nuestros representantes están
replanteándose varios contenidos de la ley telecom, cosa que seguramente no
hubiera sucedido sin las presiones de la red. Sin embargo, el riesgo consiste
en convertir estos acontecimientos en un simple espectáculo, pues el carácter
virtual del internet puede, sin muchas dificultades, desterrar lo real
contenido en estas historias, violencia, sufrimiento, desigualdad.
Posiblemente, Dostoyevski tenía razón en su cuento
titulado “El Gran Inquisidor”, donde se atreve a enunciar explícitamente algo
que a la mayoría de quienes nos decimos o nos hemos asumido como cristianos nos
da miedo reconocer: el Dios cristiano no es la fuente del orden, sino una
especie de acosador que suele perturbarnos en nuestra felicidad, articulada
alrededor de las tres tentaciones que se le presentaron a Jesús en el desierto:
el pan, la confianza en la autoridad y el misterio. Así, la tentación de los
creyentes ante estas situaciones son muy parecidas, pues nuestra consciencia
puede tranquilizarse fácilmente por medio del altruismo, limitándonos a llevarles
un poco de pan a quienes no tienen trabajo, sometiéndonos a los poderes
establecidos, y reconociendo si no que el Estado tiene la razón, si que no
podemos hacer nada ante semejante monstruo, o más aún, interpretando el
carácter misterioso de la violencia y la injusticia como designios
inescrutables de Dios en la historia (por algo pasan las cosas, no hay mal que
por bien no venga, Dios actúa de maneras misteriosas…). Así, podemos enterarnos
de cualesquier catástrofe humanitaria sin que nuestra consciencia y nuestra
felicidad se perturbe.
La respuesta de los activistas agredidos, que me permito
citar textualmente, nos permite comprender que, quizá despojada de un carácter
mágico e incluso religioso, desterrada de los símbolos que articulan nuestra
forma de comprender el mundo, ciertos elementos de la fe cristiana hacen
posible, no solo la lucha por los derechos humanos de quienes han sido
desterrados por el “menos peor” de los sistemas económicos posibles, sino que
la indignación y el coraje no se limiten a alimentar el rencor y la violencia y
los deseos de una justicia nietzscheana (es decir, como una forma de venganza
instituida) que, por sí misma no cambia nada. La respuesta no está en el yo
indignado y herido, sino en el otro, en esa enigmática figura que con un rostro
desfigurado y que para muchos de nosotros raya en lo monstruoso, amenaza todos
los días con perturbar nuestra calma, ya sea viajando por los trenes o
transhumando entre albergues y penitenciarías, pidiéndonos algo de comer u
ofreciéndonos su trabajo.
¿Cómo se contiene la rabia cuando esta sale por todos los
poros?
¿Cómo hacerle para que el corazón no se invada de odio?
¿Cómo contener el llanto que produce la impotencia?
Golpeado, golpeados el Tío y Ruben, amenazados, burlados...
Y sin embargo es lo que menos importa, a ellas, ellos (más
de 300) se los llevaron, nuevamente de la misma manera, detenidos,
criminalizados, separados los hijos de sus mamás (¡qué espantoso día del
niño!). También llorando de rabia y de frustración pues ellos no "lograron"
lo que aquellos más de mil han logrado en esa digna caravana que ya recorrió el
país de sur a norte.
Gracias a todas a todos por sus mensajes, por su solidaridad; nosotros no volveremos atrás ni para tomar aire, seguiremos.
Gracias a todas a todos por sus mensajes, por su solidaridad; nosotros no volveremos atrás ni para tomar aire, seguiremos.
Si al enterarnos de lo sucedido en Tabasco, o al entrar en
contacto con éstas personas (aunque a veces pareciera que no son tales) nuestra
consciencia se ha estremecido y ha comenzado a cuestionarse qué hemos hecho al
respecto o qué hemos dejado de hacer, bien podemos decir que hemos vivido una
auténtica experiencia espiritual cristiana, y que literalmente hemos sido
tocados por Dios, todo lo demás podemos encontrarlo en cualquier parte, pues
como le dijo una vez el reverendo Alegría a Ned Flanders: todas las religiones
son más o menos lo iguales. Personalmente, debo decir que mi seguimiento a todo
esto se debió a que dos amigos y exalumnos fueron voluntarios en la 72, y mi
primera reacción fue: si esto hubiera ocurrido en otro momento, ellos
seguramente también habrían sido agredidos. Al mismo tiempo me di cuenta de que
mi preocupación estaba puesta únicamente en quienes tienen casa, nacionalidad,
nombre y rostro, y no en quienes más sufrieron. Al final, no puedo sino
cuestionarme mi trabajo como profesor y como historiador, no porque éste sea
malo o innecesario, sino porque como todo, sé que nunca es suficiente, hace
falta más. En este preciso momento solo puedo compartir algunas reflexiones,
pero éstas pueden ser el inicio de algo más, y me doy cuenta de que lejos de
desaparecer, el religioso se convierte, como diría Michel de Certeau, en una
figura cada vez más enigmática, posiblemente porque sus deseos siempre están
organizados desde una lógica que a veces nos resulta incomprensible.
http://www.animalpolitico.com/2014/05/capturan-300-migrantes-durante-razia-en-tabasco/#axzz30StTyRek
jueves, 24 de abril de 2014
La operación hagiográfica. A propósito de las próximas canonizaciones.
La noticia de la próxima
canonización de dos obispos de Roma del siglo XX ha resultado en varios
sentidos controversial. Las razones son varias, en especial con respecto al
polaco Karol Wojtyla, pues el vituperio de los tradicionalistas hacia Angelo
Giuseppe Roncalli parece que se ha ido junto con el espíritu de renovación
conciliar. Los cuestionamientos más ruidosos, que vienen desde los mismos
creyentes católicos, tienen que ver con la protección y encubrimiento que brindó
a las situaciones de abuso con respecto a la pederastia clerical, especialmente
al caso de Marcial Maciel, fundador de los legionarios de Cristo en nuestro
país.
A
esto podríamos sumarle su tradicionalismo, su hostilidad hacia la teología de
la liberación, y una larga lista de situaciones que hacen que para muchos
católicos, su vida no sea un ejemplo digno de imitarse, sino todo lo contrario.
Sobre éste asunto tengo poco que decir, ya que aunque la teología sigue siendo
como la historia, citando a Luis González y González, una disciplina sobre la
que puede opinar cualquier “hijo de vecino”, no me interesa hablar a favor o en
contra de la santidad del polaco. Lo que en este caso me resulta sumamente
interesante es la operación simbólica e institucional implicada en su
canonización, que nos dice mucho (y probablemente más) del catolicismo
contemporáneo, así como del pontificado del nuevo o próximo santo, a quien ya en vida
se le llegó a venerar como tal en nuestro país.
Los
procesos por los cuales la iglesia católica, como religión y como institución,
declaran santo a un personaje son complejos, y es en ellos donde podemos ubicar
uno de los antecedentes inmediatos de la historiografía moderna. Las
hagiografías, es decir las narraciones sobre la vida y obras de los santos fueron
uno de los primeros discursos occidentales que intentaron investigar en el
pasado y no se limitaron a guardar la memoria de los hechos (como en el caso de
los historiadores griegos y romanos), sino que necesitaron de indagar en la
vida de los muertos, para hablar en su nombre y a título de “lo que realmente
pasó”. La historia de la formación del campo religioso en occidente, que de
acuerdo con Bourdieu implica la apropiación de los bienes simbólicos y de la
posibilidad de producirlos por parte de un cuerpo de especialistas, es decir el
clero, es también la historia de los procesos de beatificación, pues en la
primera Edad Media bastaba la veneración popular para que un personaje fuera
considerado tanto, dándose un largo proceso de jerarquización y burocratización, en el que la responsabilidad de declarar un santo recayó en los obispos y en el
papa, pero su punto culminante ocurrió con el advenimiento de la modernidad.
El
espíritu de la contra-reforma católica convirtió los procesos de canonización
en verdaderos juicios. Las comisiones encargadas de las causas de beatificación
y canonización funcionaban como tribunales (seguramente hubo una notable
influencia de los procedimientos inquisitoriales), cuya finalidad era arrancar
la verdad de la vida los muertos, para tener así la certeza de que “de verdad”
esa persona había sido un santo. Los juicios contaban incluso con un personaje
que llegó a ser apodado “el abogado del diablo”, cuyo papel era el de
investigar, indagar y mostrar todos los aspectos negativos del personaje que
pudieran cuestionar su santidad. Esta forma de producir la verdad continuaba
formando parte de un universo simbólico encantado, donde la verificación de los
milagros jugaba un papel crucial, y revisar los criterios que operaron en distintas
épocas para elegir a los venerables y discernir entre quien debía subir o no a
los altares, es un interesante ejercicio que nos permite historiar las
transformaciones del catolicismo, a partir de quienes proponía la jerarquía
como ejemplos a seguir, y de cómo los laicos de diversos orígenes étnicos, de
distinto género y de diferentes clases sociales se apropiaron de ello. Este es
un recuento en el que no me detendré (para el caso mexicano, recomiendo el libro "La santidad controvertida" de Antonio Rubial).
Curiosamente,
los cambios más recientes en los procesos de canonización no
ocurrieron en el siglo XIX, el de la abierta confrontación y condena a la modernidad, ni durante el Concilio
Vaticano II, aunque sabemos que al poco tiempo de éste hubo una “purga” del
santoral católico, pues era imposible demostrar la historicidad de muchos de
sus pertenecientes, lo que nos habla de que ésta iglesia parecía tomarse en
serio su diálogo con la modernidad. Pero hacia la década de 1980 las cosas
cambiaron un poco. Los procesos se acortaron, los requisitos en cuanto al
número de milagros se redujeron, y el número de santos canonizados desde
entonces ha aumentado notablemente, siendo esto parte de una política de Estado
(porque finalmente, el Vaticano sigue siendo un Estado) precisamente de Juan
Pablo II, que al parecer se mantiene; y es precisamente ésta política la que
hizo posible que se le canonizara a muy pocos años de su muerte.
Aún
no me queda claro el por qué ni el para qué de esto, pero de lo que estoy
seguro es que estamos ante una auténtica mutación en el orden del discurso
católico para producir la “verdad hagiográfica”, lo que implica una
transformación reciente en la manera en la que esta institución concibe y busca
representar el pasado y la verdad sobre éste, y sus implicaciones y
consecuencias son difíciles de predecir. Algunos otros ejemplos recientes nos
pueden iluminar un poco sobre la complejidad de la cuestión, específicamente sobre el caso mexicano, que es del que conozco relativamente bien.
Esta
nueva operación hagiográfica no tuvo problemas en canonizar, durante el siglo
XXI, a un personaje del que no se tienen pruebas de su existencia, y que aunque
se habla de su vida como un indígena devoto, es retratado con rasgos españoles.
La canonización de Juan Diego resultó incómoda no solo para cierta izquierda
católica que calificó el acto como una suerte de populismo que rayaba en la
“papolatría”, sino para el mismo abad de la Basílica, que no tuvo empacho en decir
que se canonizaba un símbolo y no a una persona, cuando el proceso al que él
mismo se opuso era irreversible (compárese esto con la purga del santoral).
Pero existen dos procesos, también implicados en nuestro país, que no han
pasado de la “beatificación”. Miguel Agustín Pro SJ es uno de ellos, que aunque ha sido promovido desde hace
décadas por la compañía de Jesús, ha tenido serios problemas para funcionar, debido a las posibles implicaciones del jesuita con organizaciones
contrarrevolucionarias, secretas y tiranicidas, teniendo que, parafraseando a
Fernando M. González, quitársele la pólvora y resaltarle la sangre; sin embargo, el primer
santo popular y la primera causa de canonización de la cristiada ha sido
rebasada por procesos colectivos más recientes que remiten a los mismos años
¿Por qué? Recomiendo los trabajos del autor mencionado, así como la tesis de
Marisol López Menéndez sobre el asunto. Uno más es de Fray Junípero Serra, el
franciscano español que trajo el sistema misional a la Alta California (aunque
vivo en Tijuana, geográficamente estoy más cerca de la misión de San Diego de
Alcalá que de la de San Miguel Arcángel), y que aunque ya fue beatificado, el
proceso fue detenido en parte por la oposición de las comunidades indígenas de
Estados Unidos, alegando algo que todo lector serio de la historia regional
sabe: que las misiones operaban con una lógica y una práctica no muy distinta a
la de campos de concentración.
Esto
nos muestra que los recientes procesos de canonización son complejos, y que la
opinión pública los afecta y al mismo tiempo es afectada por ellos, y lo que
ocurre con Juan Pablo II no es ajeno a ello. ¿Por qué entonces se ha aprobado
la canonización de alguien que, en última instancia, podríamos imputarle la
voluntad de no saber? (Con esto me refiero a que la explicación más coherente
que he escuchado sobre su permisividad con respecto a Maciel no radicó en su
mala voluntad, sino en que tras haber escuchado numerosas calumnias en contra
de sacerdotes, las acusaciones sobre él le parecieron inverosímiles). La respuesta
me parece que ya la dio Roberto Blancarte: es una decisión política para
apostar por la unidad antes que la confrontación. Muchos de los gestos, palabras
e iniciativas de reforma de Francisco, por no decir las pedradas para los malos
sacerdotes, vienen incomodando a ciertos sectores conservadores del catolicismo, al
punto de que el año pasado sonaron rumores (vaya uno a saber qué tan
infundados) de posible cisma. No creo que el proceso de canonización haya sido
imparable para Francisco, pero de hacerlo, (tal vez no definitivamente, pero si dando más tiempo para analizar las pruebas sobre ciertos aspectos controversiales) habría pasado a la historia como un papa
que para reformar la iglesia optó por un camino de confrontación y no uno de
unidad.
Así, Francisco,
el papa venido del fin del mundo se unirá a la fiesta del domingo, compartiendo
con muchos católicos un gesto homólogo al de Lisa Simpson, cuando aunque
descubre que Jeremías Springfield, fundador del pueblo, no solo no fue un
personaje imperfecto, sino que era poco digno de admiración debido a varios
actos que cometió, optó por olvidarse de la verdad para así no privar a su pueblo
de un símbolo, un símbolo que le permitía mantenerse unido e imitar toda una
serie de valores, ciertamente positivos. Al final, no tiene relevancia lo que Jeremías Springfield
hubiera sido en vida, él había sido “grande” y eso es lo que importa. Nos encontramos
con que la operación hagiográfica, en tanto régimen de verdad, es hoy más
eficaz que hace 50 años, consagrándose así como una re-presentación pos-moderna
del pasado por excelencia, donde hay lugar para las relaciones de poder
diacrónicas y sincrónicas, para la política, la poética y la estética, para los sentimientos del pueblo católico y su unidad, pero no para lo “real”
ni para la “verdad”, aquello que si no me equivoco, el fundador del
cristianismo dijo que nos haría libres.
http://www.lossimpsonsonline.com.ar/capitulos-online/espanol-latino/temporada-7/capitulo-16
http://www.lossimpsonsonline.com.ar/capitulos-online/espanol-latino/temporada-7/capitulo-16
lunes, 7 de abril de 2014
La verdad nos hará libres, pero, ¿quién dijo que queríamos serlo?
“A lo que ustedes aspiran como revolucionarios, es a un amo.
Lo tendrán...” Jacques Lacan
En los días pasados circularon un par de notas falsas del
diario satírico “El Deforma” que, si bien parecieran burlarse de ciertas
nociones del género, me parece que encierran las profundas contradicciones en
las nuestra militancia de izquierda suele incurrir. Y tal vez no se trata de
una simple incongruencia personal, sino que en el fondo, dándole la razón a
algunos psicoanalistas, pero también a Ignacio de Loyola, no sabemos lo que en
realidad deseamos.
La primera
de estas notas hacía referencia a una ruptura amorosa, donde el varón, tomando
la iniciativa, habría roto los convencionalismos de caballerosidad,
responsabilizándola del fracaso de la relación, e inclusive mencionándole que
estaba interesado en otra mujer, que básicamente “se le hacía más buena”. La
condena a este acto, en la nota ficticia, era fundamentalmente porque este
hombre había hablado con la verdad, pues
"A una verdadera dama siempre se le debe cortar con mentiras
piadosas...". Este diálogo, quizás falso e inventado, encierra una
profunda verdad que regula nuestras relaciones interpersonales: no siempre es
prudente hablar con la verdad, por el contrario, para funcionar como miembros
de una sociedad, estamos obligados a mentir en nuestra vida diaria. Una de las
cosas que me parecen más fascinantes de esto es que la noción de “mentira
piadosa” nos remite a un antecedente religioso para ello, siendo éste término
la justificación ante un pecado; al mandamiento “no mentirás” no es necesario
suprimirlo, pues al menos en idioma castellano basta con agregar una coma
cuando nuestro impulso de hablar siempre con la verdad nos puede meter en
situaciones incómodas para transformar el mandato divino en la voz de nuestro
super-ego: “No, mentirás”. Pero la verdad contenida en una nota “de mentiras”
no se queda ahí, pues la norma que define cuando mentir y cuando decir la
verdad, en este caso, es una distinción de género: Entre hombres podemos
hablarnos con la verdad, pero frente a las mujeres, vale más mentir sobre
algunos temas.
La segunda
noticia hacía referencia a la situación ideal de todo anti-feminista
reaccionario. Una mujer “feminista” habría “renunciado a sus ideales” tras
verse obligada a compartir con su pareja la cuenta de un restaurante. El texto,
que en mi opinión abusa de un estereotipo que no puedo negar en su totalidad
–la mujer que no busca derechos sino privilegios– pone de relieve una situación
paradójica que seguramente muchas mujeres deben enfrentar desde su
subjetividad: la emancipación implica renunciar a todo trato especial. Sin
embargo, este no es un asunto exclusivo de las mujeres, ni siquiera de las
feministas.
En el
relato bíblico del éxodo, los israelitas, el pueblo al que el Dios bíblico
liberó de la esclavitud en Egipto, no tardaron en rebelarse contra su líder,
Moisés, por una razón muy sencilla: “Estábamos mejor en Egipto”. Los esclavos
liberados llegaron a indignarse ante la realidad que como hombres libres debían
hacer frente, pues antes de llegar a la “tierra prometida” debían de atravesar
un inmenso desierto, en el que vagaron por “40 años”. Este relato apunta una
realidad sumamente cruda que probablemente no estamos dispuestos a aceptar: ser
libres no necesariamente nos hará vivir más felices. ¿Cuántos de nosotros no
hemos anhelado regresar a nuestros años de infancia? Entonces no teníamos
responsabilidades y los adultos nos cuidaban, seguramente nuestra vida era más
feliz. Pero seamos sinceros, la infancia nos remite a una persona que es
contada en los censos, pero que carece de los derechos de un ciudadano, además,
hay personas que pueden decidir su vida, y no son capaces de tomar decisión
alguna sin el consentimiento de éstas figuras de autoridad; esta es la etapa de
nuestra vida en la que posiblemente, hemos tenido menos libertad.
La
paradoja de Bauman no puede ser más clara: la seguridad es inversamente
proporcional a la libertad. Y en este punto, estamos condenados a tener que
decidir: ¿Queremos estar seguros o queremos ser libres? No dudo que para muchas
mujeres, como se narra en esta nota falsa, la tradición patriarcal ofrezca en
mayor o menor medida la seguridad que una sociedad de iguales nunca podrá
brindar, pero quedarnos ahí implicaría ver la paja en el ojo ajeno y no la vida
en el propio. ¿Cuántos de nosotros hemos renunciado a estudiar la carrera que
realmente nos gustaría ejercer por dedicarnos a algo que nos daría seguridad
económica? ¿Cuántas veces nos hemos quedado callados ante situaciones
abiertamente injustas, por no perder nuestro trabajo, por no escandalizar a
nuestros hermanos creyentes, o por no hacer sentir mal alguien?
En la
primera de las alucinaciones que le llevaron a acercarse al psicoanálisis,
Gregorio Lemercier, abad del monasterio benedictino de Cuernavaca en los años
60 y 70, relata haber tenido una auténtica experiencia mística, que lo llevó a
decir: “Dios, pídeme lo que quieras”, pero según escribió, no tardó en
recapacitar, temiendo que el Señor le tomara la palabra. En distintas
dimensiones, esta situación nos interpela a menudo. Decimos que deseamos muchas
cosas, porque en el fondo sabemos que no habrán de ocurrir: Una sociedad de
hombres y mujeres iguales, sin racismo, sin discriminación, hasta sin
capitalismo… El problema es que cuando estos deseos amenazan con
materializarse, nuestra reacción es de miedo, y se vuelve evidente el hecho de
que no estamos dispuestos a llevar estos deseos hasta sus últimas
consecuencias.
Es muy fácil decir que deseamos la caída
del patriarcado, pero en el caso de las mujeres ¿están dispuestas a renunciar a
las comodidades que implican que los caballeros les abran las puertas, les
cedan el paso, paguen sus cuentas, y que sean ellos quienes tomen siempre la
iniciativa a la hora de una relación? Y en el caso de los hombres ¿estamos
listos para compartir nuestras vidas con mujeres que no se arreglen para verse
bonitas, que en ocasiones tengan mejores empleos que nosotros, que expresen su
sexualidad con la misma libertad que nosotros lo hacemos, y que tomen la
iniciativa para iniciar, consumar o terminar una relación? No hay nada de malo
en que esto nos asuste, pero si decidimos tomar la píldora roja –como en la
memorable escena de The Matrix–, más vale que estemos dispuestos a asumir las
consecuencias de nuestros deseos. Personalmente, pienso que el patriarcado
también nos oprime a los hombres (ya escribí antes sobre esto), y desde mi
propia experiencia, sé que otro mundo es posible. De lo contrario, la profecía
lanzada por Lacan a los estudiantes de 1968 se cumplirá, y nuestra perspectiva
de género quedará limitada a un patriarcado con rostro humano, donde el amo (el
caballero) sea bueno con su posesión (la dama), sin perder de vista que, como
dijo Pierre Borudieu en "La dominación masculina", los dominadores se
encuentran dominados por su propia dominación.
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