miércoles, 31 de diciembre de 2014

2014

Una maestría y una tesis terminadas, y un doctorado en puerta.

Ser profesor de nuevo, esta vez, de universidad.

Textos escritos, sin terminar y por re-escribirse.

Un mundial de fútbol.

Un EP grabado y una banda desintegrada.

Un mundo encaminado en una nueva guerra fría.

Sorpresas de parte del obispo de Roma.

Salir a marchar a las calles.

Un país que se da cuenta de su colapso, y que más que volver a la normalidad (ya de por sí violenta y opresiva), tiene la oportunidad de un nuevo comienzo, que seguramente será doloroso.

Son faltan 43... Nos faltan más de 25 mil...

Dolor, indignación, deseos de justicia.

Mis mejores amigos casados.

Vivir solo y sentirme más acompañado que nunca.

Reconciliarme con mi fe y con mi ateísmo, por paradójico que suene.

Re-descubriendo su amor.

No queda sino agradecer por tanto bien recibido, y por qué no, pedir perdón por lo que hice y lo que dejé de hacer.

Quiero ir a correr por el mundo, donde viviré como un niño perdido;
tengo el humor de un ánimo vagabundo tras todo mi bien haber repartido.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.

Si del mar toco la orilla, y que el amor bogar me permita en sus olas, 
en una nave sin vela ni cabilla, pese a mis enemigos iré a partes todas.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.

Feliz muerte, venturosa sepultura,  de este Amante en el Amor absorbido, 
que ya no ve ni Gracia ni Natura, solo la vorágine en que ha caído.
Todo es igual, la vida o la muerte,me basta con que a mí el Amor me quede.

Jean Joseph Surin SJ

martes, 23 de diciembre de 2014

Para mis amigos recién casados

Enamorarse es uno de los acontecimientos más traumáticos y violentos. Ocurre que cuando las cosas parecen llevar cierta calma o tranquilidad, cuando todo parece ocupar el lugar que le corresponde, un intruso externo aparece violentamente y desestabiliza nuestra vida. Un intruso que ciertamente nos parece bello(a), pero que siempre guarda un misterio indescifrable, pues aunque se entromete violentamente en nuestra vida, nunca lo podremos poseer ni conocer en su totalidad, nos parece pertecto(a) en su evidente y aterradora imperfección, nos altera.
Enamorarse es una experiencia de alteridad por excelencia, donde no nos queda sino abrirle un espacio a ese otro(a) que posiblemente ya era parte de nuestra vida, pero que en un momento comenzó a crear una grieta en el orden del mundo, invitándonos a salir de nosotros mismos, del narcisismo que solemos llamar “autoestima” o “autosuficiencia”.
Cuando nos enamoramos nos damos cuenta de que somos débiles, de que estamos incompletos y que somos imperfectos (si no lo fuéramos no necesitaríamos al otro). Tal vez por eso, fuera de la civilización cristiana y occidental, y antes del amanecer de lo que solemos llamar “modernidad”, ese momento en el que los creyentes se dieron cuenta de que si Dios existía, era el gran ausente del mundo, a nadie se le hubiera ocurrido asociar el amor con una institución tan indispensable para el sostenimiento del orden social (esclavista, feudal… nunca igualitario), es decir, con el matrimonio.
El amor es peligroso, por eso ha tenido que ser domesticado, enmarcado en los cánones de una cultura y una sociedad concretas, y dotado de una máscara romántica que oculte su terrible violencia: evidenciar que el otro es igual de importante y valioso que el yo. En una sociedad sostenida por la premisa que cada quien ocupe el lugar asignado por los dioses (o por Dios, o por la naturaleza, o por el mercado…), el amor no puede entenderse sino como la materialización del mal, algo de lo que hay que cuidarse, algo que hay que evitar.
En tiempos en los que se exalta el self-made man, o en su defecto, la mujer (o cualesquier categoría de género que busque asignarse) hecha a sí misma, enamorarse sigue siendo un pecado tan grave como lo era en la edad dorada del matrimonio (recordemos que en muchas historias románticas, el amor no era lo que unía las parejas, sino el deseo inoportuno que desafiaba el contrato social y familiar que históricamente ha sido el matrimonio). Porque si de verdad estamos enamorados, estaremos dispuestos a desafiar incluso al mandado más sutil y a su vez poderoso de nuestra era “posmoderna”: la felicidad.
Me explico. Imaginemos que acabamos de casarnos, con esta imagen idílica de una pareja de profesionistas exitosos a quienes, mientras se respeten (es decir, no se acerquen demasiado al otro, aún a su pareja), les augura una vida de felicidad y prosperidad. Y que una vez pasada la luna de miel, uno de los jóvenes esposos es diagnosticado con una enfermedad crónica que le impedirá ser económicamente productivo, o tal vez sexualmente activo –y sabemos que este escenario hipotético es perfectamente plausible–. ¿Cuál deberá de ser la respuesta de su compañero si en verdad está enamorado? Posiblemente deberá trabajar por los dos –cosa que, si el esposo sano es hombre, bien podría pisotear la autoestima de una feminista promedio–, deberían renunciar a esa parte de nuestra naturaleza humana que simplemente no nos interesa controlar (la sexualidad); posiblemente el compañero sano tendría que abandonar muchas de sus expectativas de vida, si desea que su amado(a) pueda llevar una vida digna, el tiempo que Dios, los médicos, la ciencia o el capital le permitan prolongarla. Aquí no hay felicidad, hay sacrificio; es la prueba de Job sin la garantía de que se tendrá un final feliz. Es la apuesta de Abraham, dispuesto a sacrificar lo más preciado que tiene por un deseo absurdo.
Si bien se trata de un caso ciertamente extremo, nuestras vidas comunes y aburridas no están exentas de fracasos. Desempleos, accidentes, violencia, crímenes, catástrofes naturales… Enamorarse y vivir en pareja de ninguna manera nos dejan exentos de estos peligros y de esta inseguridad, lo único que nos dan es la oportunidad de estar y sentirnos acompañados. No se trata de añorar el regreso de los viejos tiempos donde los años dorados del capitalismo permitieron que algunas familias vivieran felices hasta que llegaron las crisis, sino de pensar que, si nos tomamos en serio el acto de enamorarnos, no solo nos estamos moviendo en una dimensión estética (¡Qué bello es ese sentimiento! ¡Malditos los científicos que buscan dar una explicación biológica o cultural a esa sensación tan sublime!), sino que también estamos ante un posicionamiento ético: la posibilidad de reconocer al otro y de abrirle un lugar en nuestro mundo, no porque ese otro(a) sea perfecto(a), sino porque es igual de monstruoso que nosotros, y merece ser amado(a) por ello.
Tal vez ni Jesús ni San Pablo (mucho menos San Agustín o Lutero) pensaban el amor tal y como lo entendemos en nuestros días, desde nuestro horizonte histórico donde podemos asociarlo o disociarlo de la institución del matrimonio. Tal vez no deberíamos de pensarlo, simplemente de vivirlo… Tal vez no deberíamos de enamorarnos, y habría que contentarnos con la felicidad que la autosuficiencia y el narcisismo nos brinda. Tal vez deberíamos de seguir manteniendo esa distancia que nos aleje del otro, para ordenar nuestra vida alrededor del yo y permitir que nuestro amado(a) lo haga.
Pero si nos enamoramos, podemos experimentar una verdadera revolución. Podemos ver como nuestro mundo se derriba ante nuestros ojos y ser partícipes de la construcción de uno nuevo, donde, al haberle hecho un espacio a ese(a) otro(a), podremos al menos enjugar sus lágrimas cuando lo necesite, consolar y ser consolados por los lamentos de un mundo que no puede mantenerse en pie si no es por la sangre de los inocentes, y sobre todo, tener la esperanza de que los tiempos de desolación no tendrán la última palabra de nuestra historia.

Sin embargo, las revoluciones que intentan conservar sus pequeños logros a toda costa se convierten en verdaderas pesadillas, pues no son capaces de poner en juego la libertad ganada y se encierran en un anhelo compulsivo de felicidad y tranquilidad, que no pueden lograrse sino reprimiendo todo lo que altere el orden… La felicidad para toda la vida en una relación puede ser como el totalitarismo de Stalin, una combinación de un terror generalizado y una habilidad histriónica para siempre guardar las apariencias de que todo está bien. No, si nos enamoramos, sería bueno pensar esta metáfora más bien como una revolución permanente, que si bien no nos garantiza la felicidad, si nos obliga a estar siempre abiertos al otro y a lo nuevo, y que es capaz, de ser necesario, a renunciar a la propia satisfacción por perseguir ese irracional deseo que el otro(a) despertó en nosotros.

El verdadero giro de Francisco


Una de las herencias más jóvenes y al mismo tiempo pesadas del catolicismo de mediados del siglo XX fue su obsesión con la biopolítica, es decir, con su esfuerzo por valerse de normas eclesiásticas y civiles para controlar el uso de los creyentes y no creyentes sobre su cuerpo y sexualidad. Temas como el aborto, la homosexualidad o el papel de la mujer en la sociedad no son tabús para esta iglesia, por el contrario, son tópicos recurrentes a los que se les inviste con un carácter sacro y de “ley natural”, y banderas para la participación política más reaccionaria; pero no caigamos en trampas ideológicas, la obsesión con la pureza del cuerpo y la rectitud de la moral sexual no son una parte intrínseca del cristianismo. Tomás de Aquino decía que el alma entraba a los 3 meses al cuerpo del embrión, y durante toda la Edad Media se celebró numerosas veces el ritual llamado adelfopoiesis (o como John Boswell llama, las bodas de la semejanza). Durante el período de la Nueva España, la promiscuidad y la sexualidad activa de clérigos y laicos era algo común, pues bastaba con recurrir al sacramento de la penitencia para borrar los pecados de la carne. No es sino con la aparición de la ciencia moderna en el siglo XIX que apareció el término homosexual (en el lenguaje teológico se hablaba de sodomía y se condenaba una práctica, no se patologizaba a una persona), y no es sino hasta entrado el siglo XX que el catolicismo, aliado muchas veces con sus acérrimos enemigos que originados en la religión americana se obsesionó con estos asuntos, posiblemente porque el surgimiento de los Estados nacionales modernos, especialmente el italiano, le quitaron la posibilidad de hacer política de la manera tradicional. Así, en México, las energías de las movilizaciones católicas que comenzaron a gestarse a finales del porfiriato y que fueron capaces de alterar considerablemente el curso de la primera revolución del siglo XX terminaron canalizadas, desde los años 40, a la defensa de la moral y de las buenas costumbres.
                Pero hay cosas que están cambiando, y quizá de manera más rápida de lo que pensamos. A apenas un año de la elección del primer obispo de Roma jesuita y latinoamericano, Francisco ha demostrado que lo suyo no es la biopolítica sino la geopolítica, en el sentido más literal del término. El sínodo de la familia y esos tópicos espinosos que amenazan la unidad de la iglesia se han quedado cortos frente al que seguramente será el gran logro de Bergoglio: su mediación en la reanudación de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba.
                Hoy nos encontramos iniciando un proceso homólogo al de la Guerra Fría, aunque no estoy seguro si se trata de una continuación del mismo o de un enfrentamiento nuevo. Sin embargo, pareciera que Bergoglio mostró una habilidad aún mayor que la de su predecesor Wojtyia con respecto al segundo mundo, pues en lugar de condenar un bando y aliarse al otro, invitó a ambas partes a negociar, es decir recuperó el centro ideológico que la Doctrina Social de la Iglesia ocupó con su surgimiento a finales del siglo XIX y perdió durante el XX. Pero no seamos ingenuos, el acercamiento de Obama y Castro obedece a más que buena voluntad de ambas partes. Me atrevo a decir que Cuba es hoy para Estados Unidos lo que Crimea es para Rusia, solo que con sus respectivos matices de civilización y barbarie. Putin ocupó una región que históricamente le ha pertenecido a Rusia por medio de las armas y nadie lo detuvo, mostrándole así a la UE y a la OTAN que es el brazo armado del bloque económico y geopolítico que hoy puede disputarle la hegemonía: los BRICS. Y como buen heredero de la tradición zarista y soviética, aseguró un muro de contención entre la Madre Rusia y su enemigo occidental, un muro que después de la Segunda Guerra Mundial fue mucho más ancho, pues estuvo formado por Europa del Este, el cual cayó, entre otras cosas, con la ayuda de un papa polaco.
La relación de EU con Cuba no es muy distinta, no hay que olvidar su participación en la independencia de esta isla de España, y que tras esto se convirtió en una suerte de protectorado con un casino de la selva incluido. De hecho había poco de comunismo en Castro cuando inició la famosa revolución antiimperialista; fue la hostilidad estadounidense y la polarización de la Guerra Fría lo que le llevó a convertirse en una potencial amenaza al lado, y en 1963 estuvo al borde de desatar una tercera guerra mundial. En estos meses, la influencia de Rusia y China han comenzado a extenderse al continente americano, especialmente hacia Sudamérica… Brasil, Venezuela, Bolivia, Argentina… Estos gobiernos de izquierda se han convertido en el área de oportunidades para las grandes economías emergentes, que ansiosos por construir una alternativa al modelo neoliberal y estadounidense están comenzando a pactar con el diablo. No perdamos de vista que aunque los grupos neofascistas son el gran enemigo de Putin en Ucrania, son los aliados que está financiando para oponerse a la UE en Francia, Alemania y Hungría. En este contexto, y sumándole que el primer presidente afroamericano en Estados Unidos se encuentra en los menores niveles de aprobación pública desde hace más o menos medio siglo, habría que ubicar el acercamiento hacia Cuba.
Pese a que ante un escenario geopolítico tan complejo el papel mediador de Francisco pudiera parecer mínimo, no habría que despreciarlo tan a la ligera. Con Cuba, el Vaticano se acercó a Washington ¿Y Moscú? Durante una larga conferencia de prensa, Vladimir Putin justificó la ocupación de Crimea por ubicar en esta región los orígenes históricos y cristianos de Rusia,  y su cercanía a la iglesia ortodoxa ha sido evidente. Recordemos que así como Roma era la defensa de la cristiandad occidental durante el Medioevo y la modernidad, la Madre Rusia fue lo suyo con respecto al cristianismo oriental desde la caída de Constantinopla, y que uno de los mayores gestos de acercamiento del obispo de Roma ha sido para con los patriarcas de las iglesias orientales. Así, aunque la iglesia católica pierde cada vez más fieles y enfrenta que sus mayores amenazas de destrucción no vienen de fuera sino de sí misma, es posible que juegue un papel político más vital de lo que nos imaginamos en un mundo que no terminamos de entender.

Y para el caso mexicano, pese a que en muchos casos la estructura eclesiástica se comporta como una suerte de muerto viviente, que no sabe que está muerto pero huele a cadáver, han sido figuras públicas como Alejandro Solalinde, Raúl Vera o Fray Tomás González quienes, con toda su humanidad y defectos, y de la mano con miles de otros clérigos y laicos, han asumido la que en un mundo posmoderno pareciera ser la última de las grandes causas que podrían, al menos potencialmente, guiar un proyecto colectivo de emancipación: los derechos humanos. Tal vez el futuro del catolicismo no esté en que los creyentes amen a su iglesia y se pregunten qué pueden hacer para salvarla, sino en cómo desde ella es posible abrirle un espacio a todos esos para los que la promesa de un mundo justo e igualitario es cada vez más difícil siquiera de imaginar.

miércoles, 23 de julio de 2014

Preguntas incómodas y juicios cómodos. A propósito de Mamá Rosa.

Si bien se trata de un asunto complejo sobre el que no estoy en posición de acusar o defender, me preocupa que uno de los argumentos con los que se suele defender a “Mamá Rosa” es: "Se fijan solo en lo malo, pero no en todo lo bueno que hizo".

Si la única forma en que desde esta perspectiva debemos juzgar a una persona (pienso que más que a una persona, deberíamos de juzgar sus actos) es poniendo en una balanza sus buenas obras y sus malas acciones, entonces, significa que de tener un cúmulo de obras buenas ¿debemos dispensarle lo malo que ha hecho? ¿Obrar bien nos da crédito para hacer el mal o equivocarnos en perjuicio de otros? Lo primero que habría que objetar ante eso es que se trata de una noción religiosa (Dios pondrá en una balanza nuestras buenas y malas acciones al momento de juzgarnos), que no debería de incidir en el marco de un Estado laico que haga valer los derechos humanos de las víctimas. Hacer obras de caridad no nos hace inmunes de violentar los derechos de otros, aún y con buenas intenciones de por medio.

Pero yendo un poco más allá, como católico me preocupa que detrás de este argumento se esconde una noción en la que podemos negociar con Dios, pero no cómo lo hizo Abraham intentando evitar que Sodoma y Gomorra fueran destruidas con todo y la gente inocente que en ellas vivían, sino en un sentido perverso. Hacer buenas obras y dar caridad a los pobres serían entonces una licencia o crédito para pecar, siempre y cuando nuestras buenas acciones sobrepasen en cantidad o calidad a las malas. Esta lógica es la que podría explicar en última instancia la “caridad” practicada por las élites capitalistas, legales o ilegales, pues aquí entrarían hasta los narcotraficantes. Así, como creyente me es sería lícito dejar desempleados a numerosos trabajadores si cada diciembre dono cobijas a un albergue con mi aguinaldo, participar en juicios que envían a la calle a familias completas si entrego más del 1% que la iglesia me exige como diezmo, o hasta dedicarme al narco con todas sus implicaciones si con mis ganancias construyo un templo, una escuela y hasta un hospital; dar aspirinas con la mano izquierda mientras doy cianuro con la derecha. Y lo que más me preocupa, es que este fue exactamente el mismo argumento con el que hace algunos años, algunos intentaron defender a Marcial Maciel.


Repito, mi crítica no es hacia esta persona sino hacia la forma en la que ha sido defendida, pues a final de cuentas, el mayor culpable por omisión, el Estado, viene saliendo impune no solo del juicio legal, sino también del mediático y popular. Quizá habría que recordar la frase de Helder Cámara: “Cuando doy de comer a los pobres me llaman santo, cuando pregunto por qué son pobres me llaman comunista”, sin perder de vista que siempre habrá quien nos brinde su “caridad” para ayudar a los pobres, pero los benefactores (Estado, empresarios, narcotraficantes) probablemente habrán de molestarse si hacemos la segunda pregunta.

miércoles, 25 de junio de 2014

Escándalos y silencios.

Hace pocos días circuló una noticia escandalosa: alrededor de siete sacerdotes de la Arquidiócesis de Tijuana están siendo investigados por la Santa Sede debido a acusaciones de pederastia. Aún no queda claro el asunto, pues la investigación corre a manos de Roma y no del Ministerio Público, porque al parecer las víctimas (que para bien o para mal han sido mantenidos en el anonimato) no desean causar un mayor daño a la iglesia y sus sacerdotes. Como en otras ocasiones, las autoridades eclesiásticas han intentado no hacer leña del árbol caído hasta tener los resultados del proceso, pero una sanción de carácter meramente religioso a un delito del orden civil, en un Estado laico y una sociedad en vías de secularización, llega a parecerse más a una, diría mi mamá, “alcahuetería”, que a una forma responsable de justicia, pues sería el equivalente a una familia sobreprotectora donde, en acuerdo con el hijo más pequeño que fue agredido violentamente por su hermano mayor en la escuela, prefiere que la única sanción que éste reciba sea la de sus padres y no la de las autoridades escolares. Si esto es así, le daríamos la razón a Iván Illich cuando afirmó en los años setenta que la iglesia católica no estaba formando religiosos capaces de comportarse como adultos.

                Pero el problema más grave, en mi opinión, y que realmente espero que no se repita en estos casos, es que debajo de la “discreción” con la que la iglesia católica ha manejado muchas de estas situaciones (y aquí vale la generalización, porque estos argumentos vienen tanto de clérigos como de laicos) subyace una lógica perversa, de la cual posiblemente no somos conscientes: el mayor motivo de alarma es el escándalo que habrá de producirse entre los fieles si se enteran de estas faltas de sus sacerdotes, quienes hipotéticamente perderían la fe y abandonarían la iglesia. Es la misma lógica que se condensa en el final de la película Batman: The Dark Kinght, cuando el murciélago y el jefe de la policía acuerdan mantener en secreto los crímenes de Harvey Dent, para evitar así el escándalo entre los ciudadanos de Gótica y el fracaso del plan de seguridad, aunque por cierto, éstos habían mostrado la suficiente madurez para no matarse entre sí durante el experimento de The Joker. La mentira (aunque acostumbramos llamarle discreción) es preferible a veces a una verdad que no estemos listos para manejar.

                La dimensión perversa de esta lógica se vuelve entendible si recurrimos a la noción del Gran Otro de Jacques Lacan, esa instancia superior ante la cual guaramos las apariencias aún cuando nos encontramos solos. Pero en este caso, ese Otro ante el cual clérigos y laicos guardaríamos las apariencias obviamente no es Dios, pues la fe cristiana sostiene que éste todo lo ve y todo lo sabe. Ese otro sería una figura fantasmal, que en nuestra imaginación es representada por un creyente ideal, inocente, cuya fe habría que cuidar, y que el más mínimo motivo de escándalo que le llevaría a dejar la iglesia. El problema es que ese Otro, como tal, no existe. Ese creyente ideal no es un sujeto colectivo sino una multiplicidad de personas con diversas trayectorias de vida y de fe, que de acuerdo con diversos estudios, vienen abandonando en masa el catolicismo a pesar de los esfuerzos de la iglesia en mantener una reputación intachable. Y en última instancia, calificar al creyente promedio como inocente, ingenuo y vulnerable ¿no implica acaso presuponer que los hijos de Dios son una suerte de eternos niños, incapaces de cuidar por sí mismos de su fe? Estas figuras fantasmales han poblado la historia del cristianismo desde hace siglos, siendo el mito del buen salvaje uno de los ejemplos más evidentes, el problema es que esos Otros son los que finalmente nos autorizan a nosotros, en este caso, para callar.

                Y aquí es donde la perversidad de la lógica institucional queda en evidencia, pues para cuidar la fe de ese creyente ideal, que no conocemos (y que como tal, no existe), es necesario hacer callar a la víctima. Como han señalado Alberto Athié y Fernando M. González, termina imponiéndose la lógica del sacrificio: vale más que estas víctimas, sus historias y su voz queden en el olvido, a que de dárseles un lugar, se caiga la casa de naipes de las masas católicas, que de enterarse de las atrocidades de sus clérigos, perderían irremediablemente la fe.

                Desconozco con detalle los casos que están siendo actualmente procesados en mi diócesis natal, de manera que evitaré pronunciarme a su favor o en su contra, pues lo que para mí debería ser más importante, la voz de las víctimas y la posibilidad de que se les haga justicia (que no estoy convencido que se logre simplemente con una pena eclesiástica o civil), no la he escuchado ni leído. Este ha sido sin duda un trago amargo para muchos sacerdotes y religiosas que conozco, aprecio y sé que entregan su vida por los otros (no imaginarios, sino de carne y hueso), y no me queda más que esperar que junto con la vergüenza que el papa ha externado con respecto a estas situaciones que han ocurrido por todo el mundo, los católicos y los no católicos de Tijuana, seamos capaces de hacerle un lugar a quienes hayan sido víctimas de éstos o de otros abusos, perpetrados por quienes deberían de servirles y acompañarles. Finalmente, el llamado de Jesús era a buscar el Renio de Dios y su justicia, ojalá que de aquí en adelante, este fuera el criterio que prevaleciera al tratar estos casos, pues lo demás es vanidad y lo añaden nuestros demonios. Además, también dijo que la verdad nos hará libres.

martes, 20 de mayo de 2014

Contemplar para alcanzar el amor

Este ha sido un semestre de transición. Dejar de ser estudiante de tiempo completo para ser arrojado al mundo del que hace poco más de dos años salí huyendo. No por falta de vocación o convicción, sino porque nadar a contracorriente no es suficiente para cambiar el mundo, o porque no siempre estamos listos para llevar nuestros deseos hasta sus últimas consecuencias. Ahora estoy por imprimir mi tesis y presentar mi examen de grado. A pesar de que estudiar en esa maestría estuvo lejos de ser una decisión pensada y discernida, los frutos han sido y son buenos. Aunque el primer año fue de escepticismo, al final me di cuenta de que hay una dosis de vocación académica a la que no puedo renunciar, porque en muchos sentidos "ya no puedo ser otra cosa" que no sea ser profesor e historiador.

Pero soy menos ingenuo. Las experiencias laborales y académicas que he vivido desde que egresé de la licenciatura me han llevado a pensar que la verdadera opción no es ser un profesionista exitoso o uno mediocre, sino en la posibilidad de acumular los frutos del trabajo para mí y para unos cuantos (capital económico, social, cultural...), o compartirlo con otros, hasta el punto de no tener nada propio. Cada día reafirmo que, como decía Walter Benjamin, la historia es una catástrofe, no solo "La Historia", sino también mi historia; textos sin terminar, relaciones interrumpidas, ausencias, crisis de fe y de vocación, desolaciones, injusticias que he presenciado, de las que he sido cómplice (casi siempre por omisión), y una que otra vez, víctima. Esa sensación agria de que, no importa cuanto hagas, nunca será suficiente, pero que a su vez sintoniza los deseos con la oración del publicano y no con la del fariseo, que sintiéndose bendecido, no hace sino dar gracias a Dios por su felicidad.

Pero de entre las ruinas de esa catástrofe que es la historia se asoma la redención, una redención que solo es posible por medio del amor. Un amor que lejos de complementarnos y equilibrarnos, trastorna nuestro universo y nos mueve a tomar decisiones absurdas y a dirigirnos hacia lugares inesperados. Un amor que nos aparta de nuestro camino hacia lo sagrado y nos invita a hacernos cargo de vidas que a veces no encajan en nuestra noción de humanidad. Un amor que sabe sentirse agradecido no solo por los frutos dulces que en abundancia nos enferman, sino también por esa dosis de indignación, inconformidad que, cuando nuestras manos y pies están atados, nos lleva por lo menos a gritar a todo el que pasa que las cosas pueden, pero no deben seguir así.

Siempre es bueno tomarse un tiempo para contemplar todo lo recibido, todo aquello que a veces lenta pero otras violentamente nos ha ido transformando, esas palabras, gestos, situaciones, sabores, olores y sonidos sin los que no seríamos quienes somos, y que nos abrieron a la posibilidad de ser parte de algo distinto. Contemplar lo que fue y lo que es, lo que pudo ser y no será, pero sobre todo lo que espera por ser consumado. Recordar todo esto hace posible que, ante la imposibilidad de encontrar un lugar propio en este mundo, en lugar de lamentarnos por el paraíso que perdimos, -aún el de los tiempos pasados en los que nada nos hacía falta y a los que renunciamos por una necesidad necia de sentirnos libres-, seamos capaces se amar y de sentirnos y sabernos amados, pues desde mi limitado horizonte de comprensión, es el amor lo que ha hecho posible que el final de esta Historia-Catástrofe aún esté por escribirse.

lunes, 12 de mayo de 2014

De misas satánicas y otros demonios

En los días recientes ha circulado una noticia un tanto pintoresca sobre una de las instituciones de mayor prestigio educativo en Estados Unidos: la próxima celebración de una “misa satánica”. Este asunto ha despertado notables reacciones, sobre todo de parte de las comunidades católicas, y ha puesto de relieve toda una serie de tensiones, contradicciones, dobles discursos y demás demonios que habitan nuestro mundo “posmoderno” y “post-ideológico”.

Una de las cosas que me resultan más interesantes, es que la noticia ha comenzado a ser difundida con preocupación e indignación por muchos católicos mexicanos. Esto no es sino un síntoma de la ambigüedad con la que el catolicismo de nuestro país ha volteado a ver hacia Estados Unidos, especialmente desde los inicios del siglo XX. Y digo ambigüedad porque, cuando ocurrió el conflicto con el Estado mexicano, obispos, sacerdotes y laicos que abogaban por la modificación de unas leyes que, efectivamente eran anticlericales, pusieron a Estados Unidos como ejemplo de un país donde se gozaba de plena libertad religiosa. Ciertamente este tópico forma parte de los principios sobre los cuales se conformó el Estado norteamericano, pero no fue sino hasta este momento que los católicos estadounidenses pudieron reconocer tal cosa, pues desde la época de las 13 colonias habían sido objeto de discriminación y violencia religiosa, esto como resultado postergado de las guerras de religión y de la reforma protestante (la película Pandillas de Nueva York lo ilustra muy bien), y no fue sino hasta los años posteriores a la guerra civil que se reconoció que ser católico y ciudadano estadounidense no era una contradicción. Este contraste entre un gobierno anticatólico (como fueron calificadas las presidencias de Obregón, Calles, el maximato y el Cardenismo), afirmación que en mi opinión estamos obligados a matizar, y uno que daba plena libertad religiosa, fue utilizado inclusive por la Santa Sede en la encíclica "Acerba Animi" de 1932, donde su denuncia por la “persecución” le valió al entonces Delegado Apostólico ser expulsado de México.

Pero en los tiempos de calma el discurso se invierte. Si bien la línea del catolicismo más intransigente siempre fue “anti-yanqui”, al punto de denunciar que los arreglos de 1929 habían sido orquestados por los obispos estadounidenses y algunos mexicanos traidores que engañaron al papa, pareciera que el catolicismo no es capaz de funcionar sin un enemigo a quién culpar no solo del mal en el mundo, sino también de sus propios fracasos. Así, los años 40, época dorada del modus vivendi y de la Unidad Nacional, donde floreció la Acción Católica Mexicana y se popularizó el día de las madres (que acabamos de festejar), fue el escenario de una campaña anti protestante, donde el episcopado mexicano denunció que éstas iglesias eran una amenaza no solo para la fe católica, sino también para la unidad y la identidad nacionales. Este proceso escasamente estudiado (salvo por algunos historiadores evangélicos y no sin ciertos rasgos militantes) desembocó en algunos casos en linchamientos y quema de iglesias, siendo difícil ubicar la responsabilidad en los clérigos, que tal vez no aprendieron la lección de los años 20 (o quizá la aprendieron muy bien), en “el pueblo católico” o en las autoridades, que poco hicieron para intervenir. Así, Estados Unidos puede ser para muchos católicos mexicanos, un ejemplo a seguir o un enemigo, o las dos cosas al mismo tiempo.

Esto viene a colación por una razón muy simple, si nos tomamos en serio la libertad de cultos y de conciencia o la laicidad del Estado, y salvo que en estas misas se sacrificaran personas, o se violentaran los derechos humanos (y no los derechos naturales de la Santa Madre Iglesia), no hay ninguna razón para prohibir o denunciar los llamados “cultos satánicos”. Y si en dado caso, como muchos creyentes vienen reclamando, en México no vivimos una plena “libertad religiosa”, es necesario contemplar que, de llegar a existir, incluiría la libertad para que este tipo de cultos se celebre, y en consonancia con las demandas en el campo educativo, para que los padres de familia instruyan a sus hijos en la adoración a Satanás (Belzebú, Lucifer, o como se le quiera llamar), e inclusive para que, si los padres no están en la posibilidad de dar esta educación en casa, ésta les sea brindada en las escuelas. Sí, éstos son los problemas de la laicidad.

Por otro lado, la existencia de cultos satánicos y la posibilidad de una misa negra en Harvard es un buen pretexto para reflexionar sobre dos cosas más: los orígenes del satanismo y la paganización del cristianismo contemporáneos. Con respecto al primero de ellos, vale la pena recuperar lo dicho por Carlo Ginzburg en uno de mis libros favoritos, "Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre". Y en lo relativo a lo segundo, retomo algunas reflexiones de Slavoj Zizek en uno de sus más recientes libros, "El dolor de Dios. Inversiones del apocalipsis", en coautoría con el teólogo croata Boris Gunjevic.

El aquelarre, después llamada misa negra, apareció en el imaginario cristiano hacia finales de la Edad Media, y las imágenes de mujeres danzando alrededor de una cabra antropomorfa, sacrificando niños, de brujas volando en escobas, cometiendo incestos, profanando hostias, etc., provienen ciertamente de testimonios de los propios participantes, pero obtenidos por medio de un proceso judicial, específicamente de la Santa Inquisición (en otras palabras, extraídos por medio de la tortura). Si nos movemos en un plano específicamente de lo imaginario y lo simbólico, dejando de lado los hechos reales (que para muchos historiadores, serían inaccesibles), nos encontramos con que en estos relatos, hoy en día incrustados en nuestra imaginación junto con Halloween y otras prácticas con el mismo origen, nos topamos con el problema del otro.

Lo que sabemos sobre los cultos satánicos, más que ser producto de los enemigos de la cristiandad, es consecuencia de la forma en la que éste ha visto a los que no han aceptado su fe, como seres malvados y adoradores del demonio. La satanización del otro, que también estuvo presente también en la conquista de América, tuvo como resultado un proceso por el cual los sujetos perseguidos y castigados terminaron asumiendo como verdaderas las categorías imputadas por la iglesia y por los inquisidores, aunque en un principio lo negaron; "Il benandanti" de Ginzburg explica como los primeros sujetos en ser procesados por brujería en el norte de Italia no se asumían como adoradores del diablo, sino como protectores de la fertilidad de los campos, que recurrían a ciertos hechizos para enfrentarse cada año, durante doce días (que por cierto coincidían con el tiempo entre la Navidad y la Epifanía, es decir, el día de Reyes), a los verdaderos enemigos. No fue sino con el paso del tiempo que quienes eran procesados por brujería, terminaron asumiendo que efectivamente adoraban al demonio.

Pero la satanización del otro no se originó con estos casos. Por citar un ejemplo, en el siglo XII circuló en Europa un rumor de que los leprosos y judíos se encontraban conspirando para envenenar los pozos de agua, matar al papa y destruir a la Iglesia. El resultado fue el asesinato de miles de judíos y enfermos de lepra, así como el surgimiento de “hospitales” donde se les habría de recluir a estos últimos (cualquier parecido con las actuales teorías de la conspiración NO es mera coincidencia).

Intentando rescatar la proposición del prójimo, en este caso, de los católicos estadounidenses, cabría añadir que como dice un refrán mexicano “la mula no era arisca, la hicieron los palos”. Como mencioné anteriormente, la historia del catolicismo en el vecino país es posiblemente no menos violenta que lo dicho sobre los brujos durante la Alta Edad Media. Si bien Estados Unidos nació sin una religión de Estado, la mayor parte de los protestantes de este país compartían su anti-catolicismo; anécdotas como la del Batallón de San Patricio en la guerra con México son síntomas de que los inmigrantes de religión católica, sobre todo irlandeses, pero también italianos, polacos y españoles, la pasaban realmente mal. Cabe también señalar que uno de los principales blancos del Ku Klux Klan en los estados del sur, además de los afroamericanos, eran los católicos. Esto ciertamente no justifica la intolerancia, pero nos deja ver que, tanto el surgimiento del satanismo como la paranoia del catolicismo en Estados Unidos son producto de la violencia casi omnipresente en la historia de las religiones, un fantasma del que sabrá Dios si algún día nos habremos de librar.

Pero el hecho de que todas las religiones y creencias deban de ser tratadas con respeto en el marco de un Estado laico, no anula las diferencias entre ellas, y el marco de tolerancia mínima para evitar que volvamos a quemar brujas, judíos, católicos o herejes, no tiene por qué eliminar del espacio público la crítica hacia las religiones y sus creencias, aunque para muchos, es más fácil invocar el “respeto” cuando no se sabe que responder ante un señalamiento de carácter ético, estético o teológico. En este sentido, me interesa recuperar una noción de Zizek con respecto a la paganización del cristianismo, aunque considero importante diferenciarla de la inculturación.

Con éste último término –que no estoy seguro si tiene un origen teológico o antropológico– me refiero  a la posibilidad de expresar el Evangelio (que significa Buena Noticia) por medio de un lenguaje y de símbolos no occidentales. Este principio es el eje rector de la teología india (con una trayectoria hasta cierto punto paralela de la teología de la liberación), y aunque sigue siendo controversial, no me parece que deba de ser tan problemático, al menos para el catolicismo. Y cuando hablo de paganización del cristianismo no me refiero tampoco a su sincretismo con las religiones nórdicas, amerindias o afroamericanas que denunciaron las iglesias evangélicas a principios del siglo XX, sino al hecho de que muchas veces, el cristianismo contemporáneo, –sea católico o evangélico– se encuentra regido por principios éticos más cercanos a los paganismos politeístas que sus propios relatos fundacionales, que solemos llamar evangelios.

Si hubiera que pensar en la ética de estas tradiciones religiosas, hay que mencionar varios aspectos. Uno de ellos es la escasa importancia a la “vida después de la muerte”, pues aunque existen numerosos relatos heroicos de hombres que se ganaron su lugar entre los dioses, la forma en la que éstos premiaban a los humanos era brindándoles una vida feliz y plena en la tierra. Además, el orden social era siempre un reflejo del orden divino que regía el cosmos, de modo que la única manera de ser premiado por los dioses era aceptando el lugar que éstos nos asignaron, siendo la transgresión al orden la mayor de las faltas (véase el destino de Prometeo o de Sísifo); por último, hay que tener en cuenta que el “modo de producción esclavista” (por utilizar un termino marxista) era visto no sólo como algo natural, sino como la única forma pensable de organización social, y que el término de “humano” en Roma o de “ciudadano” originado en Grecia, incluía solo a los varones adultos pertenecientes a las clases cercanas a la cúspide de la pirámide social.

Si ante una descripción como ésta, que quizá peca por simplificar demasiado, nos parece que estamos a hablando del cristianismo en cualquiera de sus variantes, entonces la paganización es evidente. ¿Por qué? Porque, aunque no todos los teólogos estarán de acuerdo, en el relato cristiano, Dios no es el garante del orden, sino su mayor transgresor (de ahí el destino de Jesucristo); ciertamente, la idea de una vida después de la muerte como premio o castigo es más platónica que judía, pero no deja de ser una extensión de la ética pagana del hedonismo. El llamado de Jesús en los evangelios no es a disfrutar de la vida, ni a poner la felicidad eterna como el último fin de la existencia, sino a buscar la justicia y el “reino de Dios”, un reino que poco se parecería al orden social vigente, pues habrían de anularse todas las relaciones de dominación (incluido el matrimonio)… Lo demás se dará por añadidura. Tampoco es un llamado a aceptar ciegamente el papel que nos fue asignado, (pues nadie es digno de ser su seguidor si primero no desprecia a sus padres), ni a respetar las tradiciones (hay que dejar que los muertos entierren a sus muertos), posiblemente ni siquiera pone la unidad del pueblo como prioridad (cuando los romanos vengan a destruir el lugar sagrado, el templo, es mejor huir, y esto sería hasta motivo de alegría). Si lo ponemos en perspectiva y tomamos la invitación de Kierkegaard de hacernos contemporáneos del nazareno, en el mundo antiguo, ser cristiano bien podría implicar ser algo así como ser la encarnación del mal, y una lectura sobria del cuento "El gran inquisidor" de Fiodor Dostovievsky bien podría hacernos pensar que en nuestros días, tal vez las cosas no son tan diferentes.

La cruz, símbolo por excelencia del cristianismo, no nos remite a un triunfo universal, sino a un fracaso que solo unos cuantos, gracias a la fe y al Espíritu Santo (que solo puede experimentarse en comunidad), fueron capaces de interpretar como la presencia de Dios en la historia. Walter Benjamin decía que la historia es una gran catástrofe, pero que entre sus escombros podía asomarse la redención, y creo que esta imagen ilustra la imaginación histórica del cristianismo más radical. Incluso la resurrección no nos narra un acto de triunfo definitivo, pues el crucificado regresa para bendecir a sus seguidores, para comer con ellos y para encomendarles la que durante su vida fue su tarea: anunciar el reino de Dios.

En este sentido, la paganización del cristianismo no es tener imágenes de la virgen de Guadalupe antes Tonantzin, sino vivir rezando a Dios para que cumpla nuestros caprichos y que castigue a nuestros enemigos, pues la mayoría de las veces, son las cosas que nos hacen felices. Y tal vez no es necesario recodar como en la guerra cristera los católicos tomaban las armas porque “nunca había sido más fácil ganarse el cielo” (recordando los tiempos de las cruzadas), basta con escuchar los sermones, las prédicas y los cantos de muchas iglesias para notar que el católico que sufre con la esperanza de ganarse el cielo o el evangélico que reza para tener una vida próspera, son muy parecidos al hedonista o el asceta de la antigüedad, pero también al estudiante promedio que elige su carrera esperando tener un buen sueldo al terminarla o al joven que sufre con una dieta rigurosa y rutinas extenuantes en el gimnasio, para después disfrutar de un cuerpo escultural, y por lo tanto de su vida. Tal vez, más parecidos de lo que muchos estaríamos dispuestos a aceptar. Para bien o para mal, quizá muchos creyentes tampoco somos tan diferentes de estos tan temidos “satanistas”, para muestra, citemos textualmente la declaración de principios de la “Iglesia de Satán”:

La Iglesia de Satán aborrece toda forma de hipocresía y conformismo. Consideramos que la felicidad real puede ser conseguida no a partir de la abstinencia y la culpa, sino a partir del desarrollo personal, el egoísmo y la satisfacción de nuestros impulsos. Rechazamos la aceptación de la costumbre, la tradición o la fuerza de una autoridad como criterios de verdad.
Los satanistas somos ateos. Concebimos la vida en el aquí y ahora. No reverenciamos a ninguna divinidad, ni creemos en la existencia de seres o hechos sobrenaturales, pero respetamos otras creencias. Los satanistas no evangelizamos ni pretendemos a convencer a otros de nuestro parecer. La Iglesia de Satán no predica ni instruye; su objetivo es el de ser un espacio de encuentro y referencia para quienes comparten los valores satánicos.
Los satanistas nos formamos para ser líderes; somos individuos ambiciosos, amos del mundo y de sí mismos. Nuestro movimiento incorpora a los que actúan como depredadores en busca de recompensas materiales y victorias para satisfacer sus necesidades. Asimismo, relega a los no-pensadores pasivos para ser esclavizados por un cada vez más demandante mundo.
No somos partidarios de seguir dogmas, tendencias o fanatismos, ya que podemos observar cómo los que participan en este tipo de comportamientos caen en la mediocridad de siempre necesitar información sobre cómo deben comportarse y cómo pensar. Nosotros estamos por encima de eso. Nosotros representamos a una minoría de librepensadores e innovadores.

jueves, 1 de mayo de 2014

A propósito de la 72.

Anoche, mientras muchos de nosotros bromeábamos con respecto al día del niño, leíamos tranquilamente sobre algún tema de nuestro interés, o veíamos la televisión, un grupo de alrededor de 300 (por alguna razón es un número recurrente en diversos acontecimientos históricos) migrantes centroamericanos fueron detenidos en un operativo del Instituto Nacional de Migración. Ellos formaban parte del “viarucis migrante” que desde hace varios años organiza un franciscano llamado Tomás González, responsable del albergue conocido como “La 72” en Tenosique, Tabasco, y que esta vez fue capaz de reunir un contingente de más de mil personas, que el día de hoy se encuentran en Saltillo, en una manifestación en la que participa el obispo Raúl Vera; ellos eran un segundo grupo, que ante la negativa para permitirles subirse a los ferrocarriles (cosa que había pasado con el primer grupo) decidieron iniciar esta marcha. Dentro del operativo fueron golpeados tres activistas, el abogado Rubén Figueroa, Fray Tomás OFM y Fray Aurelio OFM.
De acuerdo con una de los las pocas notas de periódicos “convencionales” que han abordado el asunto, los detenidos son 263, y el operativo se debió presuntamente a que éstos infringieron la Ley de Población. Al parecer, lo que sigue en el procedimiento es su deportación, vía Tapachula, hacia sus países de origen. Si bien la nota periodística a la que hago referencia cita textualmente las declaraciones de Rubén, no hay ninguna mención sobre la violencia con la que procedió el INM. Esto lo sabemos porque varios de los activistas involucrados en el tema de la migración, o inclusive quienes seguimos estos temas no tan de cerca, nos valimos de Facebook y Twitter para difundir, casi en tiempo real, lo que estaba ocurriendo. Y fue posiblemente la noticia de que Fray Tomás había sido golpeado, lo que causó una mayor indignación.
Pero no nos “vayamos con la fina”, este no es un franciscano convencional. Antropólogo y “chilango”, "alburero" y “pisteador”, acostumbra a meterse en problemas, ha organizado varias marchas y hasta huelgas de hambre, ha sido amenazado en varias ocasiones, y seguramente ésta no es la primera vez que lo golpean, pues mantener un albergue libre de maras o enganchadores es una tarea ciertamente arriesgada. Pero al parecer ésta sí es la primera vez que es agredido directamente por las autoridades, y contar la historia de un franciscano golpeado por los representantes del Estado, inevitablemente nos lleva a muchos a enmarcar estos acontecimientos dentro de una narrativa hagiográfica, donde hay lugar para el pueblo de Dios sufriente, para el tirano que le oprime y para quienes, emulando al nazareno, ofrecen su vida por los oprimidos.
Las cosas bien pueden ser más un poco complejas, pues aunque el “buen” religioso (hay que tener en mente que hoy en día, ser un fraile no lo convierte automáticamente en un ejemplo a seguir, sino todo lo contrario) agredido es una de las muchas gotas que están derramando el vaso en cierta opinión pública, las preocupaciones de quienes vivieron tal vez son otras. Más que su propia integridad, los mensajes que circulan en las redes desde anoche demuestran que su preocupación está puesta en esos 300 migrantes, muchos de ellos separados de sus hijos, que durante los próximos días serán deportados, y cuyos nombres y rostros ni siquiera conocemos, pero que indudablemente la pasaron y la pasarán todavía peor que éstos tres activistas. Y esto es solamente el comienzo visible de algo que inició con el regreso del PRI a los Pinos, la criminalización descarada de la migración centroamericana en México.
No hay razón para que Estados Unidos no pueda pasar una reforma migratoria si existe una política de cooperación que delegue el trabajo sucio de la “Migra” al instituto nacional de migración en nuestro país, y así, las violaciones a los DDHH necesarias para mantener la paz y la tranquilidad en el primer mundo se llevan a cabo miles de kilómetros hacia el sur. Tampoco es coincidencia que en estos días se esté discutiendo en México la reforma a las leyes de telecomunicaciones y la posible suspensión de derechos y garantías cuando la seguridad pública esté en riesgo, ni que esto haya ocurrido un día antes de las manifestaciones por el día del trabajo más vigiladas que ha habido en muchos años. Mientras el Estado se reconoce fallido en estados como Michoacán y Tamaulipas, en el sureste se vale de su escaso margen de acción para hacer cumplir la ley contra los extranjeros de ciertos países que consideramos “más jodidos” que el nuestro.
¿Qué responder ante ésta situación? Las posibilidades son varias, pero no infinitas, y van más allá de estar a favor o en contra de la migración, de las reformas y de todas estas quimeras de la opinión pública contemporánea, de ser de derecha o de izquierda. Las redes sociales conectadas por medio de internet han comenzado a diluir las barreras entre ser espectador y partícipe, así como las facilidades para apoyar directa o indirectamente este tipo de causas por medio de firmas, campañas de cooperación, etc. Difundir notas de medios independientes con contenidos que son suprimidos en la TV o en los periódicos puede hacer una considerable diferencia en la opinión pública, así como comunicarlos de manera oral a personas que por alguna razón, permanecen fuera de éstas redes. Tan es así que nuestros representantes están replanteándose varios contenidos de la ley telecom, cosa que seguramente no hubiera sucedido sin las presiones de la red. Sin embargo, el riesgo consiste en convertir estos acontecimientos en un simple espectáculo, pues el carácter virtual del internet puede, sin muchas dificultades, desterrar lo real contenido en estas historias, violencia, sufrimiento, desigualdad.
Posiblemente, Dostoyevski tenía razón en su cuento titulado “El Gran Inquisidor”, donde se atreve a enunciar explícitamente algo que a la mayoría de quienes nos decimos o nos hemos asumido como cristianos nos da miedo reconocer: el Dios cristiano no es la fuente del orden, sino una especie de acosador que suele perturbarnos en nuestra felicidad, articulada alrededor de las tres tentaciones que se le presentaron a Jesús en el desierto: el pan, la confianza en la autoridad y el misterio. Así, la tentación de los creyentes ante estas situaciones son muy parecidas, pues nuestra consciencia puede tranquilizarse fácilmente por medio del altruismo, limitándonos a llevarles un poco de pan a quienes no tienen trabajo, sometiéndonos a los poderes establecidos, y reconociendo si no que el Estado tiene la razón, si que no podemos hacer nada ante semejante monstruo, o más aún, interpretando el carácter misterioso de la violencia y la injusticia como designios inescrutables de Dios en la historia (por algo pasan las cosas, no hay mal que por bien no venga, Dios actúa de maneras misteriosas…). Así, podemos enterarnos de cualesquier catástrofe humanitaria sin que nuestra consciencia y nuestra felicidad se perturbe.
La respuesta de los activistas agredidos, que me permito citar textualmente, nos permite comprender que, quizá despojada de un carácter mágico e incluso religioso, desterrada de los símbolos que articulan nuestra forma de comprender el mundo, ciertos elementos de la fe cristiana hacen posible, no solo la lucha por los derechos humanos de quienes han sido desterrados por el “menos peor” de los sistemas económicos posibles, sino que la indignación y el coraje no se limiten a alimentar el rencor y la violencia y los deseos de una justicia nietzscheana (es decir, como una forma de venganza instituida) que, por sí misma no cambia nada. La respuesta no está en el yo indignado y herido, sino en el otro, en esa enigmática figura que con un rostro desfigurado y que para muchos de nosotros raya en lo monstruoso, amenaza todos los días con perturbar nuestra calma, ya sea viajando por los trenes o transhumando entre albergues y penitenciarías, pidiéndonos algo de comer u ofreciéndonos su trabajo.

¿Cómo se contiene la rabia cuando esta sale por todos los poros?
¿Cómo hacerle para que el corazón no se invada de odio?
¿Cómo contener el llanto que produce la impotencia?
Golpeado, golpeados el Tío y Ruben, amenazados, burlados...
Y sin embargo es lo que menos importa, a ellas, ellos (más de 300) se los llevaron, nuevamente de la misma manera, detenidos, criminalizados, separados los hijos de sus mamás (¡qué espantoso día del niño!). También llorando de rabia y de frustración pues ellos no "lograron" lo que aquellos más de mil han logrado en esa digna caravana que ya recorrió el país de sur a norte.
Gracias a todas a todos por sus mensajes, por su solidaridad; nosotros no volveremos atrás ni para tomar aire, seguiremos.

Si al enterarnos de lo sucedido en Tabasco, o al entrar en contacto con éstas personas (aunque a veces pareciera que no son tales) nuestra consciencia se ha estremecido y ha comenzado a cuestionarse qué hemos hecho al respecto o qué hemos dejado de hacer, bien podemos decir que hemos vivido una auténtica experiencia espiritual cristiana, y que literalmente hemos sido tocados por Dios, todo lo demás podemos encontrarlo en cualquier parte, pues como le dijo una vez el reverendo Alegría a Ned Flanders: todas las religiones son más o menos lo iguales. Personalmente, debo decir que mi seguimiento a todo esto se debió a que dos amigos y exalumnos fueron voluntarios en la 72, y mi primera reacción fue: si esto hubiera ocurrido en otro momento, ellos seguramente también habrían sido agredidos. Al mismo tiempo me di cuenta de que mi preocupación estaba puesta únicamente en quienes tienen casa, nacionalidad, nombre y rostro, y no en quienes más sufrieron. Al final, no puedo sino cuestionarme mi trabajo como profesor y como historiador, no porque éste sea malo o innecesario, sino porque como todo, sé que nunca es suficiente, hace falta más. En este preciso momento solo puedo compartir algunas reflexiones, pero éstas pueden ser el inicio de algo más, y me doy cuenta de que lejos de desaparecer, el religioso se convierte, como diría Michel de Certeau, en una figura cada vez más enigmática, posiblemente porque sus deseos siempre están organizados desde una lógica que a veces nos resulta incomprensible.




jueves, 24 de abril de 2014

La operación hagiográfica. A propósito de las próximas canonizaciones.


La noticia de la próxima canonización de dos obispos de Roma del siglo XX ha resultado en varios sentidos controversial. Las razones son varias, en especial con respecto al polaco Karol Wojtyla, pues el vituperio de los tradicionalistas hacia Angelo Giuseppe Roncalli parece que se ha ido junto con el espíritu de renovación conciliar. Los cuestionamientos más ruidosos, que vienen desde los mismos creyentes católicos, tienen que ver con la protección y encubrimiento que brindó a las situaciones de abuso con respecto a la pederastia clerical, especialmente al caso de Marcial Maciel, fundador de los legionarios de Cristo en nuestro país.
                A esto podríamos sumarle su tradicionalismo, su hostilidad hacia la teología de la liberación, y una larga lista de situaciones que hacen que para muchos católicos, su vida no sea un ejemplo digno de imitarse, sino todo lo contrario. Sobre éste asunto tengo poco que decir, ya que aunque la teología sigue siendo como la historia, citando a Luis González y González, una disciplina sobre la que puede opinar cualquier “hijo de vecino”, no me interesa hablar a favor o en contra de la santidad del polaco. Lo que en este caso me resulta sumamente interesante es la operación simbólica e institucional implicada en su canonización, que nos dice mucho (y probablemente más) del catolicismo contemporáneo, así como del pontificado del nuevo o próximo santo, a quien ya en vida se le llegó a venerar como tal en nuestro país.
                Los procesos por los cuales la iglesia católica, como religión y como institución, declaran santo a un personaje son complejos, y es en ellos donde podemos ubicar uno de los antecedentes inmediatos de la historiografía moderna. Las hagiografías, es decir las narraciones sobre la vida y obras de los santos fueron uno de los primeros discursos occidentales que intentaron investigar en el pasado y no se limitaron a guardar la memoria de los hechos (como en el caso de los historiadores griegos y romanos), sino que necesitaron de indagar en la vida de los muertos, para hablar en su nombre y a título de “lo que realmente pasó”. La historia de la formación del campo religioso en occidente, que de acuerdo con Bourdieu implica la apropiación de los bienes simbólicos y de la posibilidad de producirlos por parte de un cuerpo de especialistas, es decir el clero, es también la historia de los procesos de beatificación, pues en la primera Edad Media bastaba la veneración popular para que un personaje fuera considerado tanto, dándose un largo proceso de jerarquización y burocratización, en el que la responsabilidad de declarar un santo recayó en los obispos y en el papa, pero su punto culminante ocurrió con el advenimiento de la modernidad.
                El espíritu de la contra-reforma católica convirtió los procesos de canonización en verdaderos juicios. Las comisiones encargadas de las causas de beatificación y canonización funcionaban como tribunales (seguramente hubo una notable influencia de los procedimientos inquisitoriales), cuya finalidad era arrancar la verdad de la vida los muertos, para tener así la certeza de que “de verdad” esa persona había sido un santo. Los juicios contaban incluso con un personaje que llegó a ser apodado “el abogado del diablo”, cuyo papel era el de investigar, indagar y mostrar todos los aspectos negativos del personaje que pudieran cuestionar su santidad. Esta forma de producir la verdad continuaba formando parte de un universo simbólico encantado, donde la verificación de los milagros jugaba un papel crucial, y revisar los criterios que operaron en distintas épocas para elegir a los venerables y discernir entre quien debía subir o no a los altares, es un interesante ejercicio que nos permite historiar las transformaciones del catolicismo, a partir de quienes proponía la jerarquía como ejemplos a seguir, y de cómo los laicos de diversos orígenes étnicos, de distinto género y de diferentes clases sociales se apropiaron de ello. Este es un recuento en el que no me detendré (para el caso mexicano, recomiendo el libro "La santidad controvertida" de Antonio Rubial).
                Curiosamente, los cambios más recientes en los procesos de canonización no ocurrieron en el siglo XIX, el de la abierta confrontación y condena  a la modernidad, ni durante el Concilio Vaticano II, aunque sabemos que al poco tiempo de éste hubo una “purga” del santoral católico, pues era imposible demostrar la historicidad de muchos de sus pertenecientes, lo que nos habla de que ésta iglesia parecía tomarse en serio su diálogo con la modernidad. Pero hacia la década de 1980 las cosas cambiaron un poco. Los procesos se acortaron, los requisitos en cuanto al número de milagros se redujeron, y el número de santos canonizados desde entonces ha aumentado notablemente, siendo esto parte de una política de Estado (porque finalmente, el Vaticano sigue siendo un Estado) precisamente de Juan Pablo II, que al parecer se mantiene; y es precisamente ésta política la que hizo posible que se le canonizara a muy pocos años de su muerte.
                Aún no me queda claro el por qué ni el para qué de esto, pero de lo que estoy seguro es que estamos ante una auténtica mutación en el orden del discurso católico para producir la “verdad hagiográfica”, lo que implica una transformación reciente en la manera en la que esta institución concibe y busca representar el pasado y la verdad sobre éste, y sus implicaciones y consecuencias son difíciles de predecir. Algunos otros ejemplos recientes nos pueden iluminar un poco sobre la complejidad de la cuestión, específicamente sobre el caso mexicano, que es del que conozco relativamente bien.
                Esta nueva operación hagiográfica no tuvo problemas en canonizar, durante el siglo XXI, a un personaje del que no se tienen pruebas de su existencia, y que aunque se habla de su vida como un indígena devoto, es retratado con rasgos españoles. La canonización de Juan Diego resultó incómoda no solo para cierta izquierda católica que calificó el acto como una suerte de populismo que rayaba en la “papolatría”, sino para el mismo abad de la Basílica, que no tuvo empacho en decir que se canonizaba un símbolo y no a una persona, cuando el proceso al que él mismo se opuso era irreversible (compárese esto con la purga del santoral). Pero existen dos procesos, también implicados en nuestro país, que no han pasado de la “beatificación”. Miguel Agustín Pro SJ es uno de ellos,  que aunque ha sido promovido desde hace décadas por la compañía de Jesús, ha tenido serios problemas para funcionar, debido a las posibles implicaciones del jesuita con organizaciones contrarrevolucionarias, secretas y tiranicidas, teniendo que, parafraseando a Fernando M. González, quitársele la pólvora y resaltarle la sangre; sin embargo, el primer santo popular y la primera causa de canonización de la cristiada ha sido rebasada por procesos colectivos más recientes que remiten a los mismos años ¿Por qué? Recomiendo los trabajos del autor mencionado, así como la tesis de Marisol López Menéndez sobre el asunto. Uno más es de Fray Junípero Serra, el franciscano español que trajo el sistema misional a la Alta California (aunque vivo en Tijuana, geográficamente estoy más cerca de la misión de San Diego de Alcalá que de la de San Miguel Arcángel), y que aunque ya fue beatificado, el proceso fue detenido en parte por la oposición de las comunidades indígenas de Estados Unidos, alegando algo que todo lector serio de la historia regional sabe: que las misiones operaban con una lógica y una práctica no muy distinta a la de campos de concentración.
                Esto nos muestra que los recientes procesos de canonización son complejos, y que la opinión pública los afecta y al mismo tiempo es afectada por ellos, y lo que ocurre con Juan Pablo II no es ajeno a ello. ¿Por qué entonces se ha aprobado la canonización de alguien que, en última instancia, podríamos imputarle la voluntad de no saber? (Con esto me refiero a que la explicación más coherente que he escuchado sobre su permisividad con respecto a Maciel no radicó en su mala voluntad, sino en que tras haber escuchado numerosas calumnias en contra de sacerdotes, las acusaciones sobre él le parecieron inverosímiles). La respuesta me parece que ya la dio Roberto Blancarte: es una decisión política para apostar por la unidad antes que la confrontación. Muchos de los gestos, palabras e iniciativas de reforma de Francisco, por no decir las pedradas para los malos sacerdotes, vienen incomodando a ciertos sectores conservadores del catolicismo, al punto de que el año pasado sonaron rumores (vaya uno a saber qué tan infundados) de posible cisma. No creo que el proceso de canonización haya sido imparable para Francisco, pero de hacerlo, (tal vez no definitivamente, pero si dando más tiempo para analizar las pruebas sobre ciertos aspectos controversiales) habría pasado a la historia como un papa que para reformar la iglesia optó por un camino de confrontación y no uno de unidad.

Así, Francisco, el papa venido del fin del mundo se unirá a la fiesta del domingo, compartiendo con muchos católicos un gesto homólogo al de Lisa Simpson, cuando aunque descubre que Jeremías Springfield, fundador del pueblo, no solo no fue un personaje imperfecto, sino que era poco digno de admiración debido a varios actos que cometió, optó por olvidarse de la verdad para así no privar a su pueblo de un símbolo, un símbolo que le permitía mantenerse unido e imitar toda una serie de valores, ciertamente positivos. Al final, no tiene relevancia lo que Jeremías Springfield hubiera sido en vida, él había sido “grande” y eso es lo que importa. Nos encontramos con que la operación hagiográfica, en tanto régimen de verdad, es hoy más eficaz que hace 50 años, consagrándose así como una re-presentación pos-moderna del pasado por excelencia, donde hay lugar para las relaciones de poder diacrónicas y sincrónicas, para la política, la poética y la estética, para los sentimientos del pueblo católico y su unidad, pero no para lo “real” ni para la “verdad”, aquello que si no me equivoco, el fundador del cristianismo dijo que nos haría libres.

http://www.lossimpsonsonline.com.ar/capitulos-online/espanol-latino/temporada-7/capitulo-16

lunes, 7 de abril de 2014

La verdad nos hará libres, pero, ¿quién dijo que queríamos serlo?

“A lo que ustedes aspiran como revolucionarios, es a un amo. Lo tendrán...” Jacques Lacan

En los días pasados circularon un par de notas falsas del diario satírico “El Deforma” que, si bien parecieran burlarse de ciertas nociones del género, me parece que encierran las profundas contradicciones en las nuestra militancia de izquierda suele incurrir. Y tal vez no se trata de una simple incongruencia personal, sino que en el fondo, dándole la razón a algunos psicoanalistas, pero también a Ignacio de Loyola, no sabemos lo que en realidad deseamos.
            La primera de estas notas hacía referencia a una ruptura amorosa, donde el varón, tomando la iniciativa, habría roto los convencionalismos de caballerosidad, responsabilizándola del fracaso de la relación, e inclusive mencionándole que estaba interesado en otra mujer, que básicamente “se le hacía más buena”. La condena a este acto, en la nota ficticia, era fundamentalmente porque este hombre había hablado con la verdad, pues  "A una verdadera dama siempre se le debe cortar con mentiras piadosas...". Este diálogo, quizás falso e inventado, encierra una profunda verdad que regula nuestras relaciones interpersonales: no siempre es prudente hablar con la verdad, por el contrario, para funcionar como miembros de una sociedad, estamos obligados a mentir en nuestra vida diaria. Una de las cosas que me parecen más fascinantes de esto es que la noción de “mentira piadosa” nos remite a un antecedente religioso para ello, siendo éste término la justificación ante un pecado; al mandamiento “no mentirás” no es necesario suprimirlo, pues al menos en idioma castellano basta con agregar una coma cuando nuestro impulso de hablar siempre con la verdad nos puede meter en situaciones incómodas para transformar el mandato divino en la voz de nuestro super-ego: “No, mentirás”. Pero la verdad contenida en una nota “de mentiras” no se queda ahí, pues la norma que define cuando mentir y cuando decir la verdad, en este caso, es una distinción de género: Entre hombres podemos hablarnos con la verdad, pero frente a las mujeres, vale más mentir sobre algunos temas.
            La segunda noticia hacía referencia a la situación ideal de todo anti-feminista reaccionario. Una mujer “feminista” habría “renunciado a sus ideales” tras verse obligada a compartir con su pareja la cuenta de un restaurante. El texto, que en mi opinión abusa de un estereotipo que no puedo negar en su totalidad –la mujer que no busca derechos sino privilegios– pone de relieve una situación paradójica que seguramente muchas mujeres deben enfrentar desde su subjetividad: la emancipación implica renunciar a todo trato especial. Sin embargo, este no es un asunto exclusivo de las mujeres, ni siquiera de las feministas.
            En el relato bíblico del éxodo, los israelitas, el pueblo al que el Dios bíblico liberó de la esclavitud en Egipto, no tardaron en rebelarse contra su líder, Moisés, por una razón muy sencilla: “Estábamos mejor en Egipto”. Los esclavos liberados llegaron a indignarse ante la realidad que como hombres libres debían hacer frente, pues antes de llegar a la “tierra prometida” debían de atravesar un inmenso desierto, en el que vagaron por “40 años”. Este relato apunta una realidad sumamente cruda que probablemente no estamos dispuestos a aceptar: ser libres no necesariamente nos hará vivir más felices. ¿Cuántos de nosotros no hemos anhelado regresar a nuestros años de infancia? Entonces no teníamos responsabilidades y los adultos nos cuidaban, seguramente nuestra vida era más feliz. Pero seamos sinceros, la infancia nos remite a una persona que es contada en los censos, pero que carece de los derechos de un ciudadano, además, hay personas que pueden decidir su vida, y no son capaces de tomar decisión alguna sin el consentimiento de éstas figuras de autoridad; esta es la etapa de nuestra vida en la que posiblemente, hemos tenido menos libertad.
            La paradoja de Bauman no puede ser más clara: la seguridad es inversamente proporcional a la libertad. Y en este punto, estamos condenados a tener que decidir: ¿Queremos estar seguros o queremos ser libres? No dudo que para muchas mujeres, como se narra en esta nota falsa, la tradición patriarcal ofrezca en mayor o menor medida la seguridad que una sociedad de iguales nunca podrá brindar, pero quedarnos ahí implicaría ver la paja en el ojo ajeno y no la vida en el propio. ¿Cuántos de nosotros hemos renunciado a estudiar la carrera que realmente nos gustaría ejercer por dedicarnos a algo que nos daría seguridad económica? ¿Cuántas veces nos hemos quedado callados ante situaciones abiertamente injustas, por no perder nuestro trabajo, por no escandalizar a nuestros hermanos creyentes, o por no hacer sentir mal alguien?
            En la primera de las alucinaciones que le llevaron a acercarse al psicoanálisis, Gregorio Lemercier, abad del monasterio benedictino de Cuernavaca en los años 60 y 70, relata haber tenido una auténtica experiencia mística, que lo llevó a decir: “Dios, pídeme lo que quieras”, pero según escribió, no tardó en recapacitar, temiendo que el Señor le tomara la palabra. En distintas dimensiones, esta situación nos interpela a menudo. Decimos que deseamos muchas cosas, porque en el fondo sabemos que no habrán de ocurrir: Una sociedad de hombres y mujeres iguales, sin racismo, sin discriminación, hasta sin capitalismo… El problema es que cuando estos deseos amenazan con materializarse, nuestra reacción es de miedo, y se vuelve evidente el hecho de que no estamos dispuestos a llevar estos deseos hasta sus últimas consecuencias.


            Es muy fácil decir que deseamos la caída del patriarcado, pero en el caso de las mujeres ¿están dispuestas a renunciar a las comodidades que implican que los caballeros les abran las puertas, les cedan el paso, paguen sus cuentas, y que sean ellos quienes tomen siempre la iniciativa a la hora de una relación? Y en el caso de los hombres ¿estamos listos para compartir nuestras vidas con mujeres que no se arreglen para verse bonitas, que en ocasiones tengan mejores empleos que nosotros, que expresen su sexualidad con la misma libertad que nosotros lo hacemos, y que tomen la iniciativa para iniciar, consumar o terminar una relación? No hay nada de malo en que esto nos asuste, pero si decidimos tomar la píldora roja –como en la memorable escena de The Matrix–, más vale que estemos dispuestos a asumir las consecuencias de nuestros deseos. Personalmente, pienso que el patriarcado también nos oprime a los hombres (ya escribí antes sobre esto), y desde mi propia experiencia, sé que otro mundo es posible. De lo contrario, la profecía lanzada por Lacan a los estudiantes de 1968 se cumplirá, y nuestra perspectiva de género quedará limitada a un patriarcado con rostro humano, donde el amo (el caballero) sea bueno con su posesión (la dama), sin perder de vista que, como dijo Pierre Borudieu en "La dominación masculina", los dominadores se encuentran dominados por su propia dominación.