viernes, 27 de diciembre de 2013

Cansancio

A veces me canso de ser yo, tal vez más seguido de lo que debería. En parte porque muchos días me levanto con ganas de ser otro, y me doy cuenta de lo fácil que es seguir siendo el mismo; en parte porque ser el mismo implica que ciertas situaciones se repitan ad eternum. Hay tópicos sobre los que no hay mucho que decir, no sé ser hijo, seguramente soy un mal hermano, ni qué decir de mi papel como novio… ¿Amigo? Tal vez en eso no soy tan malo ¿Músico? Para no tener estudios sobre la materia, podría hacerlo peor. ¿Profesor? Creo que son de las pocas cosas que alguna vez llegué a hacer bien. ¿Historiador? Pues estoy en eso… ¿Creyente? No, soy demasiado incrédulo. ¿Cristiano? Probablemente nunca sea tan bueno en esto como quisiera.
                Sinceramente, me preocupa muy poco mi falta de habilidades sociales, aunque hace un par de años era algo que me atormentaba. Hoy sé que en las pocas cosas en las que soy bueno, lo soy precisamente porque en las otras soy malo y no me importa. El problema está en otro lado, en sentirme incapaz de hacer aquello que sé que vale la pena, en que a pesar de rotundo fracaso que soy en muchas cosas, sigo intentándolo e intentándolo, sabiendo que todo ese tiempo y energía podría en cosas de mayor bien que luchar por alcanzar ese ideal del yo que, vaya Dios a saber por qué, está metido en mi cabeza y mi corazón, y sé que bien podría pasar toda mi vida en esta lucha, cuando se trata de un ideal inalcanzable. Quizá este es el punto en el que puedo vivir en carne propia la verdadera castración simbólica, la imposibilidad de acceder al más preciado objeto de mi deseo, que en este caso, es mi otro yo, un yo que puede ser bueno en todas las cosas en las que el Pedro de carne y hueso siempre falla.

                Pero las renuncias siempre cuestan trabajo, y en mi caso, por lo visto son procesos que pueden durar años. Hay algunas naves que apenas estoy empezando a quemar, pero otras parece que no son fáciles de incendiar, y por más precipitado que pudiera ser, será necesario esperar a que por lo menos se sequen, o de lo contrario nunca podrán arder. En el fondo todos estos cuestionamientos tienen que ver con el hecho de que, tal vez mal citando a Pablo, la mayoría de las veces no hago el bien que quiero, y termino haciendo el mal que no quiero. Sí, no puedo acomodarme en ningún lugar, pero eso ya no lo lamento, sino que por el contrario, doy gracias por ello. Lo que me preocupa es que, aunque no estoy completamente instalado, tampoco me siento lo suficientemente libre para peregrinar como sé que podría y debería de hacerlo…

miércoles, 25 de diciembre de 2013

A propósito de la navidad, y de mis mejores deseos.

Quienes me conocen, saben que no me gusta ni la navidad ni mi cumpleaños (por ninguna razón, ambas fechas coinciden).  Ciertamente se come bien y se tiene una bonita convivencia en estos días, pero a pesar de que al menos en este momento no me considero una persona amargada, pienso que hay cosas más importantes en la vida que “disfrutarla”. Quizá el aspecto por el que prefiero tomar mi distancia de esta celebración es porque es el síntoma más evidente de la “paganización” del cristianismo, lo cual implica no solo la adopción de símbolos ajenos a la tradición judeocristiana para expresar su fe (algo con lo que no tengo ningún problema), sino de alguna manera, la domesticación de la ética de los evangelios, al punto de convertir al nazareno, el crucificado y resucitado, en un rey de este mundo, acomodado y acomodador de muchas formas de organización social que, por lo que he podido leer en los relatos evangélicos, no habrían de tener lugar en el “reino de Dios”.
            En este sentido, mi crítica va más allá del “consumismo” capitalista que suele recubrir el mensaje del nacimiento del hijo de Dios, o de Dios mismo. Por el contrario, la mayoría de los símbolos con los que solemos representar este “misterio” de la fe tienen poco que ver con el relato evangélico de Lucas, en el que una pareja de migrantes de la periferia palestina, obligados a movilizarse por disposiciones arbitrarias de un imperio mundial, contemplaron el nacimiento de su primogénito en condiciones de miseria, acompañados por un grupo de pastores. Lucas se valió de diversos recursos retóricos, míticos y literarios para mostrarnos que el “rey” de los judíos, sería un personaje opuesto a las figuras reales de su tiempo, al punto de decepcionar las expectativas del pueblo judío con respecto al “mesías”.
            Sí, el nazareno fue un rey. Un rey que se rehusó a ser proclamado como tal, que cuando entró en calidad de tal a Jerusalén, lo hizo montado en un burro, con un gesto que posiblemente haya sido más una ironía que una demostración de realesa. Un rey que fue levantado públicamente para ser asesinado como un criminal, y del que solo unos cuantos fueron testigos de su “resurrección”. Un rey que prometió que al instaurarse su reino, sus súbditos dejarían de serlo para ser considerados su “amigos”, donde los lazos comunitarios estarían dados no por las relaciones de consanguinidad familiar ni por los contratos sociales de dominación, tales como el matrimonio o la esclavitud (ambos símbolos de la dominación patriarcal), sino por el amor al prójimo y por los deseos de justicia. Un rey que no podía ser de este mundo, no solo por su “origen divino”, sino porque ningún reino (o diríamos hoy, ningún gobierno) podría funcionar sin fundarse en relaciones de desigualdad.

            En este sentido, el mayor regalo que podríamos recibir el día de hoy de parte del “niño Dios”, no es la posibilidad de que se cumplan todos nuestros deseos; si esto es lo que queremos recibir, terminaremos igual de decepcionados que quienes esperaban un mesías que acabara con la dominación romana y restaurara el imperio de David. Si queremos la satisfacción inmediata de nuestros deseos, tal vez deberíamos buscar en otras tradiciones religiosas. Por el contrario, el “Dios con nosotros” de los evangelios nos ofrece la posibilidad de transformar radicalmente nuestros deseos, y de que éstos puedan estar centrados no únicamente en nosotros sino también en los otros. Desear un mundo justo, sin hambre, sin dominación, sin que los pobres mueran de hambre, frío, enfermedades fácilmente curables, o simplemente por soledad o exclusión. Desear el bien al que esté a nuestro lado y trabajar por él, aún y cuando su miseria haya sido culpa de sus malas decisiones; desear una forma de vida en la que la comodidad para unos no signifique miseria para otros. Amar y desearle el bien a nuestra familia es algo que cualquiera puede hacer, hacer esto mismo con esas figuras anónimas, desfiguradas y excluidas de nuestro mundo y nuestra economía, muchas veces no es algo que pueda brotar espontáneamente de nuestro interior, sino que parecería tratarse de una “gracia”, algo que debemos buscar, pedir, y agradecer cuando lo recibimos. Por eso mis deseos no son que durante este año que se avecina podamos ver materializados todos nuestros deseos, porque sé que si esto llegara a ocurrir, no habría recursos materiales ni expresiones de afecto, reconocimiento y sumisión suficientes para satisfacer eso que deseamos. Por el contrario, deseo y espero que, al celebrar una tradición fundada en eso que llamamos cristianismo, comencemos, aunque sea muy en el fondo, a soñar con el futuro que el nazareno prometió; ojalá que esta navidad pudiéramos comenzar a buscar el “reino de Dios” y su justicia. Ése si sería un verdadero regalo de Dios, lo demás, es simplemente vanidad, y no necesita del nazareno ni del niño Jesús para funcionar.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Hay muertos que no deberíamos enterrar


Independientemente de la forma en la que estemos dispuestos a entender el relato de la “resurrección”, hay un aspecto que vale la pena tener en cuenta, el que los primeros “cristianos” se negaron a dar por muerto a aquel que, junto con su proyecto que llamaron “reino de Dios” –tal vez mas por la falta de otros referentes lingüísticos que por la literalidad del término “reino”–, tanto las autoridades judías como las romanas intentaron desterrar hacia el mundo de los muertos. Más aún, al poco tiempo de haber sido asesinado su líder y amigo, los discípulos se dieron cuenta de que “enterrarlo” y “darlo por muerto” no había sido el procedimiento más adecuado para lidiar con el duelo, aunque su cultura así lo establecía; tampoco lo era “mirar hacia el cielo” y simplemente contemplarlo como divinidad. Lo que tocaba era ir a anunciar ese “reino de Dios”, no como si la crucifixión no hubiera ocurrido, sino por el contrario, con mayores deseos de ver consumada esta promesa, porque solo sucediendo esto pudieron recibir “espíritu santo”, lo que los llevó a realizar “milagros” aún mayores que las de su maestro.

            Ciertamente carezco de los elementos teóricos y de los recursos literarios para llevar a cabo un análisis profundo sobre la forma en que nuestra cultura occidental se relaciona con los muertos, lo cual bien podría ser el trasfondo de disciplinas y discursos como la hagiografía y la historia, pero pienso que no es algo que debamos dar por sentado, y simplemente “enterrarlos”. Esto lo digo a propósito de la muerte de Nelson Mandela, que trazando una analogía anacrónica, sería algo así como la versión contemporánea del apóstol Juan, quien vivió por largos años, mucho después de que sus co-discípulos fueran martirizados y asesinados, y que literalmente falleció esperando ver consumada la promesa a la que entregó su vida, el “reino de Dios”. Algo similar ocurrió con Mandela, quien a diferencia de otros líderes que encabezaron importantes movimientos sociales hacia la segunda mitad del siglo XX –pienso en Gandhi, Martin Luther King o en Monseñor Romero, por mencionar algunos–, no fue asesinado y vivió hasta los 95 años. Pero al igual que Juan, tampoco pudo ver realizados sus sueños y sus deseos; ciertamente cayó el apartheid, y en Sudáfrica hay democracia, pero tanto su país como el resto del continente africano se encuentran muy lejos del futuro que tanto Mandela como muchos de los que participaron en su movimiento esperaban, especialmente en lo relativo a la justicia social.

Y este es precisamente el punto sobre el que quisiera reflexionar, no porque piense que la obra de Mandela fue una suerte de victoria pírrica o de fracaso, sino porque ante toda la parafernalia desplegada, a la que asisten numerosos jefes de estado y celebridades, no puedo evitar preguntarme ¿No estaremos enterrando, junto con el cuerpo, sus deseos? ¿No resulta más cómodo celebrar sus logros que preguntarnos qué es lo que hizo falta consumar de su proyecto y asumir esa agenda como nuestra? ¿Debemos dar por muerto a Mandela y limitarnos a recordarlo como una especie de santo secular, o toca aferrarnos como él lo hizo, a los deseos, hoy tan utópicos como siempre, de vivir en un mundo más justo?


Se cuenta que cuando Monseñor Romero recibió las primeras amenazas de muerte, llegó a decir algo así como: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño, y que cuando terminó la guerra civil, se celebró públicamente su resurrección. Pienso que la dimensión más provocadora y difícil de aceptar del relato cristiano es esa, no el creer que un muerto pueda levantarse de una tumba, sino asumir como propios y actuales los deseos de justicia de aquel cuyo cuerpo ya no está en la tumba. En sus tesis sobre filosofía de la historia, Walter Benjamin propone algo similar, cuando afirma que “la revolución” no solo busca redimir a las generaciones presentes, sino a todos los fantasmas de las revoluciones pasadas, cuyos proyectos quedaron inconclusos. Así, mientras exista la segregación racial, el fantasma de Mandela seguirá rondando por este mundo, e indudablemente muchos intentarán exorcizarlo y mandarlo al mundo de los muertos, donde en su calidad de santo, será incapaz de seguir atormentando nuestro presente democrático y post ideológico; aunque para otros, más que un fantasma, será visto como un cuerpo transfigurado, como un espíritu capaz de inspirar mayores luchas y obras, y a tratar de ver consumado lo que inició.


domingo, 8 de diciembre de 2013

Ante la falta de izquierda ¿cristianismo?


En los últimos años se ha venido construyendo un mapa geopolítico e ideológico que hace una década, era simplemente impensable. De acuerdo con algunos sondeos, el político con más poder en el mundo (cualquier cosa que eso signifique) ya no es el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, sino si homólogo de Rusia, Vladimir Putin; esto se evidenció con la crisis internacional que hace unos meses se gestó alrededor de una inminente intervención estadounidense en Siria, y que al parecer, fue evitada por la presión diplomática del país más grande de la ex Unión Soviética. Solo que esta vez, no hay ninguna referencia a Marx, a la dictadura del proletariado, ni a todos esos sueños que, tras algunas décadas, terminaron por convertirse en una suerte de pesadilla, de la que según algunos, despertamos a finales de los años 80. Más aún, de acuerdo con algunos diarios internacionales, Obama dejó también de ser el principal líder de “izquierda” a nivel mundial, y tras la muerte de Chávez –cuya gestión fue sumamente cuestionable en muchos aspectos–, se vislumbra que el personaje más emblemático de la izquierda es nada menos que el jesuita Jorge Bergoglio, o como se hace llamar desde que fue elegido como obispo de Roma, Francisco.
            La razón de este peculiar fenómeno no es tan difícil de encontrar. Después de la caída del muro de Berlín y de la desintegración de la URSS hemos comenzado a vivir en una especie de mundo post-ideológico. Esto no significa que sea el “fin de la historia”, como dijo Fukuyama, o que todos los conflictos sean “culturales” como Huntington esperaría, sino que la izquierda, que ciertamente sigue existiendo, se ha vuelto más bien cautelosa, y que el “pensamiento débil” de éste sector (por usar el término de Vattimo, a lo mejor mal empleado) ya no lanza ninguna crítica contundente al capitalismo, simplemente se limita a tratar de construir una especie de capitalismo con rostro humano, algo no tan distinto al sueño socialdemócrata de humanizar y democratizar el socialismo. Más aún, en países como México, lo más parecido a la izquierda políticamente visible que tenemos, se limita a soñar con restaurar los años dorados del régimen revolucionario… Por ello, tiene sentido que la única instancia desde la cual es posible imaginar un futuro radicalmente distinto al presente en el que vivimos, sea quizá paradójicamente, la tradición cristiana.
            En la primera de sus tesis sobre filosofía de la historia, Walter Benjamin apunta la estrecha relación entre la teología y el materialismo histórico, aunque desde el horizonte secular desde el que escribió, la primera debía de permanecer oculta, pues la religión no era bien vista en los espacios públicos, menos en la izquierda, pero esto no significaba que desapareciera del sistema filosófico que, por cierto, ella misma engendró. Hoy, como señala Slavoj Zizek, tenemos la situación opuesta, decirse marxista es mal visto, cuanto más hablar de socialismo y/o comunismo, pero la religión parece regresar paulatinamente a los espacios públicos, y es probablemente desde donde será posible generar importantes cambios.
            Pero tampoco hay que precipitarse, pues los mayores prejuicios con respecto a la izquierda no solo vienen desde el “gran capital”, sino de las mismas iglesias cristianas. No importa lo explícita que sea la afinidad electiva entre el materialismo histórico y la teología de la liberación, no hay mayor pecado para muchos sacerdotes católicos que decirse marxistas, pues en la soberbia característica de la Santa Sede, se sigue pregonando que no necesitamos a Marx, porque tenemos a León XIII, aunque cualquier lectura cuidadosa de la doctrina social de la iglesia nos hará notar que hay poco evangelio y mucho tomismo en ella, y que éste a su vez, es más aristotélico que cristiano. Alguna vez escuché de un teólogo jesuita la siguiente frase: “la doctrina social de la iglesia, ni es doctrina, ni es social, ni es de la iglesia”, y aunque no concuerdo en su totalidad con ello, me parece que vuelve evidente el hecho de que al interior del mismo catolicismo sigue sin haber un consenso sobre cómo atender “la cuestión social”, y en mi opinión, no tiene por qué haberlo. Ninguna iglesia ha sido nunca un cuerpo homogéneo en el que todos sus miembros comparten las mismas creencias, pero a ninguna le gusta admitirlo, por el contrario, cuando estas diferencias se vuelven evidentes, suele tratarse de acontecimientos sumamente traumáticos.
En este sentido, los grandes economistas fallan cuando tachan a Francisco de marxista, aunque acertarían si acusaran de tal cosa a gente como Leonardo Boff o Jon Sobrino, aunque ellos no lo admitieran. La crítica al “capitalismo salvaje” no es nueva, está presente desde el siglo XIX, en especial con la encíclica Rerum Novarum; la DSI, expresada en movimientos como el catolicismo social o la democracia cristiana (que no hay que confundir) se constituyó como una “tercera vía”, alternativa tanto al capitalismo liberal como al socialismo, pero la “liberación” de las clases trabajadoras no estaba dentro de su agenda. La DSI era conservadora, pues buscaba la restauración del orden social cristiano que se rompió con la revolución francesa, pero con una ruta mucho más clara que las reacciones viscerales de Pio IX en el Syllabus, y no solo proponía la instauración de un régimen corporativo, totalmente opuesto a las nociones modernas de ciudadanía, sino que además proclamaba la existencia de una suerte de desigualdad natural y deseada por Dios, la cual no había que combatir, como propugnaba el socialismo, sino por el contrario, propiciar la conciliación de las clases sociales antagónicas. Aquí había un eco evidente de la máxima aristotélica que dice algo así como: unos nacieron para gobernar, y otros para obedecer.
En este sentido, pienso que vale la pena, aunque suene rebuscado, pensar históricamente. No se trata, diría O´Gorman, de pelarnos con los muertos en este caso, con los católicos pre-conciliares– pero si distanciarnos de ellos. Porque el mundo al que intentaron responder es distinto del nuestro, y porque la iglesia de entonces no es la misma iglesia que la de hoy. Para León XIII, bastaba con que los ricos practicaran la caridad con los pobres para construir una sociedad más justa y armónica. Hoy vemos que, aunque mantenga su distancia del materialismo histórico, la crítica de Francisco va más allá, pues habla de un sistema que ve al dinero y las riquezas como algo sagrado; aquí hay un eco no solo de la DSI, sino también de pensadores como Benjamin, Marx y Engels, y si rastreamos más en el pasado, a movimientos milenaristas, que criticaron desde el cristianismo el orden social y económico que comenzó a construirse junto con eso que llamamos modernidad, y que lo pensaron desde el cristianismo tal vez no por ser la religión que posea la verdad, sino porque desde ese momento histórico, era el único lenguaje que les permitía articular su pensamiento.

Lo cierto es que tanto el conservadurismo como el liberalismo capitalistas parecen tener un nuevo y a su vez viejo enemigo, que ha optado por salirse de la jaula que la modernidad construyó para la religión. Y al mismo tiempo que intenta sanar un cuerpo que aún parece en riesgo de implotar, este obispo de Roma ha optado por denunciar que, como señaló en su momento el marxismo, el capitalismo puede ser parte de la historia, pero no el horizonte ético definitivo para la humanidad.