En los
últimos años se ha venido construyendo un mapa geopolítico e ideológico que
hace una década, era simplemente impensable. De acuerdo con algunos sondeos, el
político con más poder en el mundo (cualquier cosa que eso signifique) ya no es
el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, sino si homólogo de Rusia,
Vladimir Putin; esto se evidenció con la crisis internacional que hace unos
meses se gestó alrededor de una inminente intervención estadounidense en Siria,
y que al parecer, fue evitada por la presión diplomática del país más grande de
la ex Unión Soviética. Solo que esta vez, no hay ninguna referencia a Marx, a
la dictadura del proletariado, ni a todos esos sueños que, tras algunas
décadas, terminaron por convertirse en una suerte de pesadilla, de la que según
algunos, despertamos a finales de los años 80. Más aún, de acuerdo con algunos
diarios internacionales, Obama dejó también de ser el principal líder de “izquierda”
a nivel mundial, y tras la muerte de Chávez –cuya gestión fue sumamente cuestionable
en muchos aspectos–, se vislumbra que el personaje más emblemático de la
izquierda es nada menos que el jesuita Jorge Bergoglio, o como
se hace llamar desde que fue elegido como obispo de Roma, Francisco.
La razón de este peculiar fenómeno
no es tan difícil de encontrar. Después de la caída del muro de Berlín y de la
desintegración de la URSS hemos comenzado a vivir en una especie de mundo
post-ideológico. Esto no significa que sea el “fin de la historia”, como dijo
Fukuyama, o que todos los conflictos sean “culturales” como Huntington
esperaría, sino que la izquierda, que ciertamente sigue existiendo, se ha
vuelto más bien cautelosa, y que el “pensamiento débil” de éste sector (por
usar el término de Vattimo, a lo mejor mal empleado) ya no lanza ninguna
crítica contundente al capitalismo, simplemente se limita a tratar de construir
una especie de capitalismo con rostro humano, algo no tan distinto al sueño
socialdemócrata de humanizar y democratizar el socialismo. Más aún, en países
como México, lo más parecido a la izquierda políticamente visible que tenemos,
se limita a soñar con restaurar los años dorados del régimen revolucionario…
Por ello, tiene sentido que la única instancia desde la cual es posible
imaginar un futuro radicalmente distinto al presente en el que vivimos, sea quizá
paradójicamente, la tradición cristiana.
En la primera de sus tesis sobre
filosofía de la historia, Walter Benjamin apunta la estrecha relación entre la
teología y el materialismo histórico, aunque desde el horizonte secular desde
el que escribió, la primera debía de permanecer oculta, pues la religión no era
bien vista en los espacios públicos, menos en la izquierda, pero esto no
significaba que desapareciera del sistema filosófico que, por cierto, ella
misma engendró. Hoy, como señala Slavoj Zizek, tenemos la situación opuesta,
decirse marxista es mal visto, cuanto más hablar de socialismo y/o comunismo,
pero la religión parece regresar paulatinamente a los espacios públicos, y es
probablemente desde donde será posible generar importantes cambios.
Pero tampoco hay que precipitarse,
pues los mayores prejuicios con respecto a la izquierda no solo vienen desde el
“gran capital”, sino de las mismas iglesias cristianas. No importa lo explícita
que sea la afinidad electiva entre el materialismo histórico y la teología de
la liberación, no hay mayor pecado para muchos sacerdotes católicos que decirse
marxistas, pues en la soberbia característica de la Santa Sede, se sigue
pregonando que no necesitamos a Marx, porque tenemos a León XIII, aunque
cualquier lectura cuidadosa de la doctrina social de la iglesia nos hará notar
que hay poco evangelio y mucho tomismo en ella, y que éste a su vez, es más
aristotélico que cristiano. Alguna vez escuché de un teólogo jesuita la
siguiente frase: “la doctrina social de la iglesia, ni es doctrina, ni es
social, ni es de la iglesia”, y aunque no concuerdo en su totalidad con ello,
me parece que vuelve evidente el hecho de que al interior del mismo catolicismo
sigue sin haber un consenso sobre cómo atender “la cuestión social”, y en mi
opinión, no tiene por qué haberlo. Ninguna iglesia ha sido nunca un cuerpo
homogéneo en el que todos sus miembros comparten las mismas creencias, pero a
ninguna le gusta admitirlo, por el contrario, cuando estas diferencias se
vuelven evidentes, suele tratarse de acontecimientos sumamente traumáticos.
En
este sentido, los grandes economistas fallan cuando tachan a Francisco de marxista,
aunque acertarían si acusaran de tal cosa a gente como Leonardo Boff o Jon Sobrino,
aunque ellos no lo admitieran. La crítica al “capitalismo salvaje” no es nueva,
está presente desde el siglo XIX, en especial con la encíclica Rerum Novarum; la DSI, expresada en
movimientos como el catolicismo social o la democracia cristiana (que no hay
que confundir) se constituyó como una “tercera vía”, alternativa tanto al
capitalismo liberal como al socialismo, pero la “liberación” de las clases
trabajadoras no estaba dentro de su agenda. La DSI era conservadora, pues
buscaba la restauración del orden social cristiano que se rompió con la
revolución francesa, pero con una ruta mucho más clara que las reacciones
viscerales de Pio IX en el Syllabus,
y no solo proponía la instauración de un régimen corporativo, totalmente
opuesto a las nociones modernas de ciudadanía, sino que además proclamaba la
existencia de una suerte de desigualdad natural y deseada por Dios, la cual no
había que combatir, como propugnaba el socialismo, sino por el contrario,
propiciar la conciliación de las clases sociales antagónicas. Aquí había un eco
evidente de la máxima aristotélica que dice algo así como: unos nacieron para
gobernar, y otros para obedecer.
En
este sentido, pienso que vale la pena, aunque suene rebuscado, pensar
históricamente. No se trata, diría O´Gorman, de pelarnos con los muertos –en
este caso, con los católicos pre-conciliares– pero si distanciarnos de ellos.
Porque el mundo al que intentaron responder es distinto del nuestro, y porque
la iglesia de entonces no es la misma iglesia que la de hoy. Para León XIII,
bastaba con que los ricos practicaran la caridad con los pobres para construir
una sociedad más justa y armónica. Hoy vemos que, aunque mantenga su distancia
del materialismo histórico, la crítica de Francisco va más allá, pues habla de
un sistema que ve al dinero y las riquezas como algo sagrado; aquí hay un eco
no solo de la DSI, sino también de pensadores como Benjamin, Marx y Engels, y
si rastreamos más en el pasado, a movimientos milenaristas, que criticaron
desde el cristianismo el orden social y económico que comenzó a construirse junto
con eso que llamamos modernidad, y que lo pensaron desde el cristianismo tal
vez no por ser la religión que posea la verdad, sino porque desde ese momento
histórico, era el único lenguaje que les permitía articular su pensamiento.
Lo
cierto es que tanto el conservadurismo como el liberalismo capitalistas parecen
tener un nuevo y a su vez viejo enemigo, que ha optado por salirse de la jaula
que la modernidad construyó para la religión. Y al mismo tiempo que intenta
sanar un cuerpo que aún parece en riesgo de implotar, este obispo de Roma ha
optado por denunciar que, como señaló en su momento el marxismo, el capitalismo
puede ser parte de la historia, pero no el horizonte ético definitivo para la
humanidad.