miércoles, 6 de noviembre de 2013

Sobre el 5 de noviembre y algunos de sus demonios.


En 2006, la película V for Vendetta introdujo a nuestro imaginario la representación de un personaje que se ha convertido en el ícono de algunos movimientos anarquistas contemporáneos: Guy Fawkes. La película es de los pocos relatos de héroes de la ciencia ficción, junto con Matrix, donde los protagonistas no son unos guardianes reaccionarios del capitalismo, de la “libertad” y demás ídolos del mundo occidental post-ideológico, donde posiblemente el Batman de Nolan lleva la delantera, con un mensaje que bien podría formar parte del discurso de algunas dictaduras de ultra-derecha del siglo XX: 1) con tal de mantener el orden y el respeto a las autoridades, es preferible mentirle a la ciudadanía sobre las acciones de sus gobernantes, y 2) nada bueno puede provenir de los movimientos populares, salvo la destrucción de todo lo existente. Pero el protagonista de V for Vendetta tuvo que ser transfigurado para resultar atractivo en una época post-secular, convirtiendo en un anarquista (el único personaje con este perfil que logro identificar en el universo de la ciencia ficción es por cierto Bane) a quien en el siglo XVII fue un tanto distinto: Un católico tiranicida.
            La reforma protestante llevaba pocos años de haberse dado, y si bien el campo religioso parecía diversificarse, la lógica siguió siendo por muchos años la de las religiones de Estado, de modo que así como se persiguió a los protestantes en los países católicos, ocurrió también con los católicos en países protestantes; este fue el caso de Inglaterra. Miembro de una minoría perseguida en este reino, y al mismo tiempo perteneciente a una iglesia que se negaba a perder su hegemonía política y religiosa en el mundo occidental, Guy Fawkes formó parte de una conspiración que tenía por objetivo atestar un golpe mortal a la monarquía británica, haciendo estallar la cámara de lores. Sin embargo, el conspirador fue descubierto, y tras ser torturado y obligado a confesar, fue muerto en la hoguera. El 5 de noviembre, fecha ciertamente cercana a la celebración de los muertos y de todos los santos, día en que la conspiración fue descubierta, se convirtió en una celebración nacional para el reino, hasta la fecha, anglicano.
            Tal vez me equivoco, pero hay una razón fundamental por la que la figura de este católico ha sido recuperada tanto por el comic y la película citados, como por el movimiento anarquista Anonymus. Más que un terrorismo reaccionario, el atentado fallido de Fawkes pone de manifiesto que aún al interior de los gobiernos “representativos” existe una contradicción inherente, la exclusión del “otro”, en este caso, de quien no comparte la religión del Estado. Las guerras de religión que se extendieron en Europa por casi un siglo desgarran el velo hagiográfico con el que solemos cubrir a las iglesias cristianas, y nos recuerda que tuvo que transcurrir más de un siglo para que en Inglaterra la violencia de Estado por motivos religiosos diera paso a la tolerancia de cultos. Fawkes ha dejado de ser el chivo expiatorio de una nación para convertirse en el símbolo de aquellos que reclaman el autoritarismo de los regímenes que se autodenominan democráticos.
            Este tipo de personajes no es ajeno a la historia de nuestro país; puedo citar por lo menos tres ejemplos. Cuando España fue tomada por Francia a principios del siglo XIX, en el continente americano se dieron numerosos levantamientos, que no necesariamente buscaban la “independencia” en sus inicios, sino que reclamaban ser tomados en cuenta en calidad de reinos pertenecientes al imperio español y no de colonias. Pero esto no es todo, en el orbe católico existía el temor de que el imperio napoleónico destruyera la cristiandad, llevando a todos sus confines los principios de la revolución francesa. En el caso mexicano, el temor de ser gobernados por los “revolucionados” fue una de las principales razones que llevaron a un grupo de conspiradores a buscar separase de España mientras ésta no fuera gobernada por el legítimo rey, siendo el “Grito de Dolores” del padre Miguel Hidalgo, el acontecimiento más representativo de éste movimiento. Sin embargo, la toma de Guanajuato y el asalto a la Alhóndiga de Granaditas fue uno de los actos más sangrientos realizados por una turba formada principalmente por indígenas, que tal vez sabía poco de la situación política del imperio, pero guardaba un profundo descontento hacia las clases que les explotaban. Muchas de las simpatías que el movimiento de Hidalgo había atraído le dieron la espalda por la crueldad de este acontecimiento, y menos de un año después de haber iniciado el movimiento fue tomado prisionero, excomulgado, fusilado, decapitado y exhibido junto con los líderes militares del movimiento en el lugar donde habían cometido el más terrible de sus actos. Décadas más tarde, la historia de este sacerdote fue transfigurada al punto de convertirlo en el iniciador de la independencia y en el padre de la patria.
            Pero los católicos tiranicidas más radicales de nuestro país vivieron y actuaron en las primeras décadas del siglo XX. El 13 de noviembre de 1927, mientras el general Álvaro Obregón viajaba en su automóvil, otro vehículo se le cerró y le arrojaron dos cargas de dinamita. El general, ex presidente de México y al mismo tiempo futuro candidato al mismo puesto sobrevivió con daños mínimos, y en un acto de “hombría”, se arregló para asistir horas después a una corrida de toros. Para entonces habían sido detenidos algunos de los autores intelectuales del atentado, así como un sacerdote jesuita que era hermano de uno de ellos (y que según sus biógrafos no tenía vela en el entierro). Al enterarse de las detenciones, el autor material, Luis Segura Vilchis, se presentó ante Obregón para entregarse, y pedirle que dejaran libres a los detenidos. Este joven católico fue tomado preso, y diez días después fue pasado por las armas junto con los otros tres detenidos, dándole a la iglesia católica mexicana uno de sus más recodados “mártires” de “La Cristiada”, el padre Pro.
            Más o menos un año después, otro joven católico, también militante de organizaciones de acción pública como la ACJM, pero también de grupos secretos como la “U” emprendió una misión similar. Inspirado en el libro vetotestamentario de Judith, se propuso terminar con la “persecución religiosa” emprendida por el gobierno posrevolucionario. José de León Toral planeó su acto meticulosamente junto con “La Madre Conchita”, y tras hacerse pasar por un caricaturista del restaurante “La Bombilla”, ubicado a las afueras de la ciudad de México, descargó todos los tiros de una pistola sobre el candidato electo para gobernar nuevamente a México. El tiranicida fue detenido, torturado y pasado por las armas; había cumplido con su objetivo inmediato, pero lejos de poner fin a la guerra, la persecución se recrudeció. El poder metaconstitucional que comenzó a ser ejercido por el entonces presidente, Plutarco Elías Calles, se hizo sentir en el aparato estatal por los siguientes ocho años, y sería precisamente la crisis política que ocurrió tras la muerte de Obregón lo que propiciaría el surgimiento del partido que, aunque cambió de nombre en dos ocasiones, gobernó de manera sumamente autoritaria a México por todo el resto del siglo XX.

            Algunos hagiógrafos católicos intentaron difundir la vida y obras de León Toral en calidad de santo, pero la política pragmática asumida por el episcopado mexicano en los años posteriores al final de la guerra cristera censuró dichas obras. Inclusive he escuchado de personas que han tenido en sus manos las “reliquias” de este personaje. Al igual que Fawkes, intentó derribar el “nuevo régimen” de su país, no porque anhelaran la desaparición del Estado, sino para restaurar el orden católico que se venía desmoronando. Ambos fracasaron, pues lejos de atestar un golpe mortal al régimen, lo fortalecieron. No estoy seguro de que sus acciones violentas deban ser tomadas como un ejemplo literal en nuestros días, pero lo cierto es que fueron la muestra de que “el pueblo”, esa instancia mística a la que los regímenes modernos han venido apelando para legitimarse, nunca ha tenido una voz unísona, y que los Estados no son precisamente instituciones incluyentes. Al mismo tiempo, a quienes nos decimos católicos nos recuerdan un elemento traumático en la historia de nuestra iglesia que pienso que nunca debemos olvidar, la historia de esta institución y de sus creyentes no es solo una historia de mártires dispuestos a morir por Cristo, sino también por sujetos dispuestos a matar en su nombre. Quizá éste fue el camino de los Macabeos, de Judith o del rey David, y ciertamente de muchos santos de la Edad Media, pero nunca el del nazareno y de sus primeros seguidores.