El
13 de marzo me encontraba en la biblioteca de la universidad, tomando una clase de
historiografía de la frontera norte de México con una profesora y un compañero
de la maestría. No recuerdo exactamente de qué hablábamos, cuando el
bibliotecario nos dio una noticia que sonaba a broma: En el Vaticano acababa de
salir el humo blanco, y habían nombrado como nuevo papa a un jesuita argentino... y se rumoraba (no recuerdo si eso lo dijo al mismo tiempo o cuando íbamos de
salida) que tomaría el nombre de Francisco. No tardé en preparar un brebaje
teórico -que igual y no era muy bueno- para explicar el significado de que un “vicario
de Cristo” hubiera asumido ese nombre… En esos días estaba leyendo El mundo como representación de Roger
Chartier y La Fábula Mística (un
texto con el que tengo una cita pendiente) de Michel de Certeau, así que la
mayor parte de mi reflexión giró en torno al asunto de las representaciones: a
la ausencia que la silla de Pedro busca suplir simbólicamente, y a la presencia
que el nuevo obispo de Roma intentaba re-presentar con ese nombre: la de San
Francisco de Asís, que de acuerdo con algunos relatos, fue la primera inspiración
de Ignacio de Loyola, el fundador de la compañía de Jesús. Si a esto le
añadimos que entonces preparaba un ensayo para la mencionada materia, sobre la ambigüedad
de las obras del historiador jesuita José Bravo Ugarte, cuyos trabajos se
movieron entre la historiografía moderna y la hagiografía, puedo decir que la
manera en que recibí la noticia fue primero como historiador, y luego como “creyente”
(cualesquier cosa que esto pueda significar hoy en día).
Y es precisamente esa distancia la
que he intentado conservar durante estos meses, además de que mi postura
ideológica como católico puede ser todo menos neutral, pues no tengo problema
en adherirme a algunas de esas corrientes derivadas de eso que solía llamarse “teología
de la liberación”. Y digo solía, porque ya son varias décadas las que nos
separan de su surgimiento, y tengo mis dudas de que esta palabra siga
significando lo mismo. Pero mantener distancia es difícil, sobre todo cuando
desde la máxima autoridad de la iglesia católica se empiezan a fomentar
algunos elementos y nociones teológicas, que hace un año uno no podía mencionar
en ciertos círculos sin ser mal visto por respaldar una posición ideológica, izquierdista,
marxista, anarquista, comunista, feminista… Pues se nos ha enseñado que los cristianos no debemos
tener ideología, pues nuestro pensamiento se limita al seguimiento a Jesucristo.
Pero ahora las cosas están cambiando,
y no por eso quiero decir que Jorge Bergoglio sea un progresista (además, como
decía Ivan Illich, siguiendo a la escuela de Frankfurt, deberíamos ser especialmente desconfiados de las nociones de
progreso y desarrollo), pero sí que ha puesto sobre la mesa una serie de
cuestiones, modos y formas, que los católicos que crecieron con un Karol Wojtyla
como único referente papal, estaban acostumbradas a ver como “inmutables”. Quizá
lo más sorprendente es la habilidad retórica del otrora provincial de la SJ en la
Argentina y Arzobispo del mismo país, pues cual teólogo acusado de disidente
ante la congregación para la doctrina de la fe, ha evitado cuestionar los
fundamentos doctrinales de muchos temas espinosos, con lo que nos viene a
demostrar que, utilizando términos bourdieuanos, aún dentro del campo
religioso, los dominadores se encuentran dominados por su propia dominación.
Ante una tradición misógina, que
tengo mis dudas que sea milenaria, el nuevo papa argumenta que resulta
necesario replantear el papel de las mujeres, pero en ningún momento propone algo como:
vamos a legislar que las mujeres puedan ser ordenadas como sacerdotes. Esto evita evidenciar la misoginia de sus predecesores, pero al mismo
tiempo, señala explícitamente que debemos evitar caer en un “machismo con faldas” (para una
muestra de lo que esto puede significar, recuérdese la campaña de Josefina Vázquez
Mota). Y es que tal vez, como una vez dijo un querido amigo sacerdote, lo que
en el fondo hay que repensar no es si se necesita ser varón para ser
presbítero, sino si se necesita ser presbítero para consagrar legítimamente el
pan y el vino… Si el presente papa apostara, aunque fuera por discutir con este
punto, nos encontraríamos con un cambio aun más profundo, pues no se limitaría
a “empoderar” a las mujeres, sino que apuntaría hacia más bien a “desempoderar”
a la casta sacerdotal.
Ante una tradición homofóbica, que dudo
que sea anterior al siglo XIX (pues antes ni siquiera existía el concepto “homosexual”),
Bergoglio ha respondido simplemente apelando al catecismo. Ciertamente durante
las últimas décadas han corrido ríos de tinta sobre el tema. Así como en los orígenes
de la ciencia moderna y capitalista se tendió a patologizar, no solo las
relaciones homoeróticas, sino todos aquellos comportamientos que nos desviaban
de nuestra misión en la vida (la de ser un ciudadano productivo), actualmente, el
consenso tanto en las ciencias biológicas, como en las sociales y en la
reflexión humanística, apunta señala que, estas formas de ser y estar en el mundo,
que podríamos calificar como "homosexuales", no transgreden otra cosa que normas
sociales y morales, históricamente construidas (ahora, si estas normas están o
no inspiradas en una voluntad divina, y si los responsables últimos de la
biopolítica cristiana son los clérigos, los teólogos, o Dios, es un asunto
distinto). Pero lo importante es que ahora no hay justificación para ser católico
y homofóbico, y se ha lanzado una apuesta por la inclusión; es realmente grato
saber que muchos y muchas miembros de esta iglesia tendríamos que, si quisiéramos
ser congruentes, tragarnos nuestras palabras de desprecio y realizar un acto de
contricción. Ciertamente hay mucho que debe discutirse sobre lo contenido en
este catecismo, tanto a la luz del evangelio como de las ciencias sociales contemporáneas;
tal vez en unos años nos toque ver algo de esto, pero de momento, él que el
papa le pida a la iglesia tomarse en serio su propia doctrina nos habla de
cambios, que van a desembocar quién sabe en qué dirección.
Pero probablemente lo más
interesante son las prioridades hacia donde Jorge Bergoglio intenta dirigir a la iglesia. Desde el inicio de su pontificado aparecieron
elementos que parecen provenir de su contexto latinoamericano. La opción
preferencial por los pobres, la apuesta por la justicia social, un llamado a
dirigirse a las periferias, a resucitar el espíritu de misión, y a trabajar por
y con los menos favorecidos, ya no son cosa de padecitos locos y hippietecas de
las comunidades eclesiales de base, son el centro de los discursos del papa. Indudablemente
hay algo más que una lectura desnuda y desinteresada de los evangelios, las
palabras del papa se encuentran ancladas en una tradición a la que suele llamársele
“espiritualidad ignaciana”, que durante el siglo XX formó a varias generaciones
de pensadores hispanoamericanos sumamente críticos ante el capitalismo. Y ésta
es precisamente la tangente por la que el papa se ha salido con respecto a los
temas más espinosos (y no necesariamente en el mal sentido de la palabra): la
iglesia no debe de obsesionarse con los temas relacionados con la moral sexual,
sino que es tiempo de preocuparse por amar al prójimo, especialmente al más
necesitado, y buscar la manera de curar sus heridas.
Pareciera que estamos en un momento
coyuntural de las relaciones entre la iglesia católica y la sociedad occidental,
y aquí me sale nuevamente lo historiador. A finales del siglo XIX, el papa León
XIII realizó una apuesta similar, donde llamaba a todos los católicos, pero especialmente
a los laicos, a trabajar conjuntamente con la restauración de un orden social
cristiano, el cual se venía desmoronando por los embates de la modernidad, de
la secularización y del capitalismo liberal. Sin embargo, el ascenso de los
estados modernos que concentraban cada vez más el ejercicio del poder, tanto hacia
la derecha como hacia la izquierda, le hizo ver a esta iglesia que pelear en el
campo político era una batalla perdida, y tras la amarga experiencia
de persecución que vivió en diversos contextos, decidió replegarse y buscar
otras estrategias de incidir en el cuerpo social. Es en este momento, hacia la segunda
o tercera década del siglo XX, cuando se impone la máxima de que los católicos
debían estar “fuera y por encima de toda política”, aunque la aspiración de “restaurar
todo en Cristo” se mantuvo. Y pareciera que el espacio privilegiado sobre el
cual era posible lograrlo era en el campo de la biopolítica; aunque el Concilio
Vaticano II abrió la puerta a muchas transformaciones (no estoy seguro si hubo
realmente un diálogo con la modernidad), la iglesia que le disputa a los Estados y a las propias conciencias la capacidad de decidir sobre los cuerpos
es en gran medida producto de estos cambios.
Y es que el catolicismo realmente se
ha obsesionado con la sexualidad. En alguna ocasión comentaba con un amigo
jesuita que si uno de ellos rompía su voto de castidad, se trataba de un
escándalo mayor y era un motivo para que abandonara la compañía, pero si
faltaba al voto de pobreza, no causaba gran impacto; él me
respondió que era una crítica válida, y que demostraba cómo se habían acomodado
a las estructuras capitalistas, especialmente en países como Estados Unidos,
donde poco o nada se hablaba de la opción preferencial por los pobres. Y esta
forma de ser y hacer iglesia es compartida por clérigos y laicos, y está
impregnada tanto en las grandes estructuras eclesiásticas que forman
sacerdotes, como en la vida parroquial más sencilla. La postura papal parece
clara: es más importante preocuparnos por el sufrimiento que genera la injusticia, que por lo que la gente hace en su intimidad con sus cuerpos. Pareciera que las
estructuras cambiantes de la economía y de la política le permiten nuevamente esta iglesia, incidir en el cuerpo social, por lo que es probable
que se en los próximos años se haga más socio-política que bio-política, aunque
muchos sabemos que no es posible desconectar ambos campos en su totalidad. Ya algunos
cambios comienzan a notarse. Desde hace años dejé de asistir a la misa
dominical como parte de mi rutina, aunque reconozco que las últimas veces que
fui en “mi parroquia” puede notar que en las homilías comenzaba a hablarse
menos de sexo y más de justicia social; en parte puede deberse al perfil del
párroco, pero con una iglesia tan romanizada, la influencia es evidente.
Pero como mencioné, nada de esto implica que la iglesia esté, para bien o para mal, girando hacia la
izquierda, y con esto quiero decir, poniendo la emancipación por encima de la
tradición. La ruptura que la teología de la liberación implicó con respecto de
la doctrina social de la iglesia no se debió a la opción preferencial por los
pobres, ni en la crítica a las estructuras sociales y económicas del
capitalismo liberal, sino en apostar por un futuro radicalmente nuevo, no se buscaba
restaurar un orden social cristiano interrumpido por la modernidad secularista,
sino que situaba al reino de Dios en un plano similar la utopía de una sociedad sin clases
sociales y sin Estado. Ciertamente este horizonte empata con
la imaginación histórica de tradiciones hoy casi descontinuadas, como el
comunismo o el anarquismo, y su cercanía con movimientos que veían la violencia
como un medio para alcanzar dicha utopía es cuestionable, en mi
opinión, tanto como ver el uso de la fuerza pública como un medio legítimo para
mantener el orden. No obstante, queda claro que este tipo de utopías,
entendiéndolas no como algo irrealizable, sino como la posibilidad de pensar un
futuro radicalmente distinto al presente y al pasado, no solamente están fuera
de las coordenadas desde las que concebimos el cristianismo, sino de la forma
en que hemos sido educados para comprender el mundo.
Cuando el papa llama a los católicos a
hacer política para estar del lado de los gobernantes y ayudarles a hacer su
trabajo, nos queda claro que, al menos en el discurso, parte de una concepción
positiva del orden social vidente y del papel del Estado. Ciertamente el CVII
le permitió al catolicismo reconciliarse con la idea moderna de la democracia, (aún y cuando desde el siglo XIX se habían formado los partidos demócrata-cristianos), pero llamar a la unidad alrededor de quienes ostentan el poder, aún
en aras del “bien común” (este concepto es el núcleo de la doctrina
social de la iglesia, tomado de la filosofía clásica, por cierto), puede ser tan peligroso como lo fue, durante los años treinta, la
cercanía que el catolicismo tuvo con el régimen franquista en España. Y para
muestra basta con ver el caso mexicano, donde nuestra democracia trajo de
regreso a un régimen sumamente autoritario. En este sentido, el papa se mantiene
fiel a la Doctrina Social de la Iglesia, cuyo horizonte de expectativas difícilmente
va a ir más allá de la búsqueda por humanizar el régimen vigente, en este caso,
el capitalismo, pues aunque esta doctrina tiene todas las características de
una ideología, para “la iglesia” no lo es, es simplemente la expresión social
del seguimiento al evangelio.
Para mucha gente de derecha, poner la justicia
social al mismo nivel de importancia que la salvación de las almas, o que la
moral sexual, es un asunto transgresor, pues no va de acuerdo con el
catolicismo que aprendieron de sus abuelitos. Para algunas personas de
izquierda, el posicionamiento social de la DSI nos va a resultar insuficiente debido
a la radicalidad a la que creemos que los mismos evangelios que nos llaman (y con radicalidad
no me refiero al uso de la violencia). Y así como el hecho de que Ratzinger se
reconciliara con la fraternidad Pío X no significó que la iglesia se volviera a
tomar en serio los ritos preconciliares, que Bergoglio rehabilite a la teología
de la liberación no implica, como ya lo mencionamos, que la iglesia gire hacia
la izquierda.
A poco más de medio año de haberse elegido a un
papa ignaciano y sudamericano, algunas aguas se comienzan a mover. Pero lo
más conveniente para muchas iglesias locales y nacionales, en especial las que mejor
se han acomodado al régimen político y económico actual, va
a ser transfigurar los mensajes papales, y convertir un llamado a buscar la
justicia social en una simple exhortación a ser buenos católicos, como siempre
lo hemos sido. Basta haber sido investido con una autoridad eclesiástica para
convertir las rupturas en continuidades, y lo histórico y arbitrario en algo eterno
e inmutable; por ello, es probable que en muchos de los sermones, cápsulas televisivas y notas dominicales, seguiremos escuchando a los sacerdotes hablar de sexo, del infierno, del diablo, y de esas cosas... Pero ante un mundo secularizado, donde pareciera que lo único que
aspira a ser visto como una religión compartida por los miembros de distintas
culturas y tradiciones es el capitalismo, pues a pesar de las diferencias, la
mayoría de nosotros vemos al dinero como algo sagrado, y vivimos ante la
providencia del mercado, que no puede ser cuestionada ni siquiera por el
Estado, al nuevo obispo de Roma le ha dado por recordarnos que en la religión
de nuestros abuelos, el amor al prójimo es tan importante como la salvación de
las almas. Será cuestión de tiempo el ver si las tan esperadas “reformas”
le permiten a esta iglesia, cuando menos, comenzar a predicar con un ejemplo
medianamente coherente.