miércoles, 2 de octubre de 2013

Que no se salgan de sus tumbas

El 2 de octubre no se olvida, pero se transfigura. No somos un país sin memoria, al contrario, hay acontecimientos que conmemoramos de manera casi compulsiva, aunque terminemos atribuyéndole significados completamente ajenos a los que tuvieron para quienes los vivieron. Así convertimos a la revuelta de un cura criollo del Bajío en el inicio de la independencia de un país que entonces no existía, la toma de un colegio militar en un acto de heroísmo y de abnegación por “la patria”, y los escritos de un descendiente de la realeza mexica hispanizado han servido para fijar la fecha de una aparición milagrosa de la cual las autoridades eclesiásticas contemporáneas nunca dieron testimonio (pero si se mostraron hostiles ante los primeros cultos “guadalupanos”), y para canonizar a un supuesto indio, retratado con aspecto español y del que ni siquiera disponemos de información histórica precisa sobre su existencia. Porque como ocurre con la memoria individual, los recuerdos son imprecisos, cargados de emociones, en ocasiones traumáticos, y casi siempre nos hablan más del momento en el que recordamos que de los acontecimientos que nuestra memoria trae al presente.
A veces una distancia enorme nos separa de los acontecimientos recordados, y entonces hay que inventar continuidades entre ese pasado y nuestro presente, como en los casos que acabo de mencionar. Pero otras veces son situaciones tan próximas que es indispensable trazar una separación entre ellos y nosotros, como cuando un familiar acaba de fallecer, y aunque lo extrañamos, su posible retorno como un fantasma nos aterroriza aún más que su ausencia. El 2 de octubre es más o menos así; aunque “se dice” que recordar es vivir, la mayoría recordamos esta fecha, pero nadie quisiera volver a vivirla. La muerte, la violencia y la represión, indudablemente han quedado inscritos en la memoria y los cuerpos de una generación de mexicanos, que se ha encargado de que esto no se olvide; el trauma no debe ser reprimido, sino que debe sanar, y solo sanará cuando los daños sean reparados.
                Pero la necesidad de imponer distancia entre ese pasado y nuestro presente responde a todo, menos a la objetividad propia del historiador. Las formas en las que éste acontecimiento traumático es recordado se encuentra también lleno de olvidos, y aclaro, no es mi intención llegar al lugar común de que la “falta de memoria” es la causa de que el PRI haya regresado. Uno de los principales olvidos es que se trató de un movimiento social que no fue engendrado por “el pueblo”, el máximo héroe de la historia patria y nacionalista. No, es muy probable que estos jóvenes universitarios, aún y cuando se movilizaron en masa, no representaban los intereses de las mayorías, tal vez ni siquiera de las clases medias urbanas. No fueron héroes, sino revoltosos, y más aún, eran “marxistas”. Esto le dio al Estado la coartada perfecta para operar de la manera en la que lo hizo, con la tesis de que quienes los estaban agitando eran agentes de propaganda soviéticos, que buscaban por medio de una conspiración, hacer una revolución en México y destruir el orden vigente. He conocido a varios priistas, y uno que otro panista reaccionario que sostienen esta idea, que coloca a la represión como el menor de los males.
                La prensa y los medios de comunicación jugaron un papel fundamental legitimando la violencia de Estado, en especial por el riesgo que existía de que las olimpiadas fueran saboteadas. El estudiante rojillo, formado por el mismo régimen que decía fundarse en la revolución y en la justicia social, se convirtió en el intruso que rompía con el orden, y había que sacrificarle. Las iglesias, en su mayoría guardaron silencio, pues los comunistas buscaban destruir al cristianismo. Los estudiantes en muchos sentidos se quedaron solos… Pero ahora que están muertos, hay que recordarlos, pero así, como muertos, como hombres y mujeres pertenecientes a otra época, a otro contexto; los héroes funcionan bien en el discurso, pero en el presente son lastres. Por eso muchos recuerdan con heroísmo a los manifestantes del pasado, pero se quejan de los del tiempo presente, porque los muertos, si están muertos, sabemos que no pueden regresar, y eso nos tranquiliza, pero los vivos, esos sí pueden poner nuestro mundo de cabeza.
                Hoy tenemos movilizaciones en muchas partes, y espero equivocarme, pero veo difícil que este día termine en saldo blanco. Los tiempos han cambiado, sí, pero hay prácticas como la represión, o creencias como pensar que el gobierno manda y el “pueblo” obedece, y que para que esto suceda, es legítimo utilizar la violencia, se mantienen arraigadas. “Recuérdenlos todo lo que quieran, pero no se les ocurra imitarlos” es un mensaje que coexiste con “recordémoslos luchando”… Con el regreso del PRI parece que se abrieron varias tumbas, y espíritus que creíamos muertos andan deambulando por las calles, por las aulas, e incluso por lugares antes inexistentes, como las redes sociales, y el fantasma que grita por justicia, y que desnuda la forma obscena en que nuestro país es gobernado, acompaña a muchos de los nuevos disidentes.
                Más allá de este día y de lo que pueda suceder, seguiremos trayendo el 2 de octubre a la memoria. Algunos lo harán para reclamarle al gobierno por su tibieza a la hora de usar la fuerza pública contra los manifestantes, otros para tener un ejemplo a seguir, y otros más para llenar algunos minutos en el noticiero, o para platicar cuando visiten la plaza de Tlatelolco. Para muchos de nosotros, se trata de un trauma profundo, de un acontecimiento que rompió las coordenadas simbólicas desde las que muchos mexicanos pensaban su realidad, y que exhibió la crudeza de un régimen en el que el orden y el respeto a la autoridad han sido más importantes que la justicia o la vida humana, y ante el que solo la indiferencia nos permite seguir con nuestras vidas, y hacer “como si no hubiera pasado”.

martes, 1 de octubre de 2013

A propósito de Francisco

El 13 de marzo  me encontraba en la biblioteca de la universidad, tomando una clase de historiografía de la frontera norte de México con una profesora y un compañero de la maestría. No recuerdo exactamente de qué hablábamos, cuando el bibliotecario nos dio una noticia que sonaba a broma: En el Vaticano acababa de salir el humo blanco, y habían nombrado como nuevo papa a un jesuita argentino... y se rumoraba (no recuerdo si eso lo dijo al mismo tiempo o cuando íbamos de salida) que tomaría el nombre de Francisco. No tardé en preparar un brebaje teórico -que igual y no era muy bueno- para explicar el significado de que un “vicario de Cristo” hubiera asumido ese nombre… En esos días estaba leyendo El mundo como representación de Roger Chartier y La Fábula Mística (un texto con el que tengo una cita pendiente) de Michel de Certeau, así que la mayor parte de mi reflexión giró en torno al asunto de las representaciones: a la ausencia que la silla de Pedro busca suplir simbólicamente, y a la presencia que el nuevo obispo de Roma intentaba re-presentar con ese nombre: la de San Francisco de Asís, que de acuerdo con algunos relatos, fue la primera inspiración de Ignacio de Loyola, el fundador de la compañía de Jesús. Si a esto le añadimos que entonces preparaba un ensayo para la mencionada materia, sobre la ambigüedad de las obras del historiador jesuita José Bravo Ugarte, cuyos trabajos se movieron entre la historiografía moderna y la hagiografía, puedo decir que la manera en que recibí la noticia fue primero como historiador, y luego como “creyente” (cualesquier cosa que esto pueda significar hoy en día).
            Y es precisamente esa distancia la que he intentado conservar durante estos meses, además de que mi postura ideológica como católico puede ser todo menos neutral, pues no tengo problema en adherirme a algunas de esas corrientes derivadas de eso que solía llamarse “teología de la liberación”. Y digo solía, porque ya son varias décadas las que nos separan de su surgimiento, y tengo mis dudas de que esta palabra siga significando lo mismo. Pero mantener distancia es difícil, sobre todo cuando desde la máxima autoridad  de la iglesia católica se empiezan a fomentar algunos elementos y nociones teológicas, que hace un año uno no podía mencionar en ciertos círculos sin ser mal visto por respaldar una posición ideológica, izquierdista, marxista, anarquista, comunista, feminista… Pues se nos ha enseñado que los cristianos no debemos tener ideología, pues nuestro pensamiento se limita al seguimiento a Jesucristo.
            Pero ahora las cosas están cambiando, y no por eso quiero decir que Jorge Bergoglio sea un progresista (además, como decía Ivan Illich, siguiendo a la escuela de Frankfurt, deberíamos ser especialmente desconfiados de las nociones de progreso y desarrollo), pero sí que ha puesto sobre la mesa una serie de cuestiones, modos y formas, que los católicos que crecieron con un Karol Wojtyla como único referente papal, estaban acostumbradas a ver como “inmutables”. Quizá lo más sorprendente es la habilidad retórica del otrora provincial de la SJ en la Argentina y Arzobispo del mismo país, pues cual teólogo acusado de disidente ante la congregación para la doctrina de la fe, ha evitado cuestionar los fundamentos doctrinales de muchos temas espinosos, con lo que nos viene a demostrar que, utilizando términos bourdieuanos, aún dentro del campo religioso, los dominadores se encuentran dominados por su propia dominación.
            Ante una tradición misógina, que tengo mis dudas que sea milenaria, el nuevo papa argumenta que resulta necesario replantear el papel de las mujeres, pero en ningún momento propone algo como: vamos a legislar que las mujeres puedan ser ordenadas como sacerdotes. Esto evita evidenciar la misoginia de sus predecesores, pero al mismo tiempo, señala explícitamente que debemos evitar caer en un “machismo con faldas” (para una muestra de lo que esto puede significar, recuérdese la campaña de Josefina Vázquez Mota). Y es que tal vez, como una vez dijo un querido amigo sacerdote, lo que en el fondo hay que repensar no es si se necesita ser varón para ser presbítero, sino si se necesita ser presbítero para consagrar legítimamente el pan y el vino… Si el presente papa apostara, aunque fuera por discutir con este punto, nos encontraríamos con un cambio aun más profundo, pues no se limitaría a “empoderar” a las mujeres, sino que apuntaría hacia más bien a “desempoderar” a la casta sacerdotal.
            Ante una tradición homofóbica, que dudo que sea anterior al siglo XIX (pues antes ni siquiera existía el concepto “homosexual”), Bergoglio ha respondido simplemente apelando al catecismo. Ciertamente durante las últimas décadas han corrido ríos de tinta sobre el tema. Así como en los orígenes de la ciencia moderna y capitalista se tendió a patologizar, no solo las relaciones homoeróticas, sino todos aquellos comportamientos que nos desviaban de nuestra misión en la vida (la de ser un ciudadano productivo), actualmente, el consenso tanto en las ciencias biológicas, como en las sociales y en la reflexión humanística, apunta señala que, estas formas de ser y estar en el mundo, que podríamos calificar como "homosexuales", no transgreden otra cosa que normas sociales y morales, históricamente construidas (ahora, si estas normas están o no inspiradas en una voluntad divina, y si los responsables últimos de la biopolítica cristiana son los clérigos, los teólogos, o Dios, es un asunto distinto). Pero lo importante es que ahora no hay justificación para ser católico y homofóbico, y se ha lanzado una apuesta por la inclusión; es realmente grato saber que muchos y muchas miembros de esta iglesia tendríamos que, si quisiéramos ser congruentes, tragarnos nuestras palabras de desprecio y realizar un acto de contricción. Ciertamente hay mucho que debe discutirse sobre lo contenido en este catecismo, tanto a la luz del evangelio como de las ciencias sociales contemporáneas; tal vez en unos años nos toque ver algo de esto, pero de momento, él que el papa le pida a la iglesia tomarse en serio su propia doctrina nos habla de cambios, que van a desembocar quién sabe en qué dirección.
            Pero probablemente lo más interesante son las prioridades hacia donde Jorge Bergoglio intenta dirigir a la iglesia. Desde el inicio de su pontificado aparecieron elementos que parecen provenir de su contexto latinoamericano. La opción preferencial por los pobres, la apuesta por la justicia social, un llamado a dirigirse a las periferias, a resucitar el espíritu de misión, y a trabajar por y con los menos favorecidos, ya no son cosa de padecitos locos y hippietecas de las comunidades eclesiales de base, son el centro de los discursos del papa. Indudablemente hay algo más que una lectura desnuda y desinteresada de los evangelios, las palabras del papa se encuentran ancladas en una tradición a la que suele llamársele “espiritualidad ignaciana”, que durante el siglo XX formó a varias generaciones de pensadores hispanoamericanos sumamente críticos ante el capitalismo. Y ésta es precisamente la tangente por la que el papa se ha salido con respecto a los temas más espinosos (y no necesariamente en el mal sentido de la palabra): la iglesia no debe de obsesionarse con los temas relacionados con la moral sexual, sino que es tiempo de preocuparse por amar al prójimo, especialmente al más necesitado, y buscar la manera de curar sus heridas.
            Pareciera que estamos en un momento coyuntural de las relaciones entre la iglesia católica y la sociedad occidental, y aquí me sale nuevamente lo historiador. A finales del siglo XIX, el papa León XIII realizó una apuesta similar, donde llamaba a todos los católicos, pero especialmente a los laicos, a trabajar conjuntamente con la restauración de un orden social cristiano, el cual se venía desmoronando por los embates de la modernidad, de la secularización y del capitalismo liberal. Sin embargo, el ascenso de los estados modernos que concentraban cada vez más el ejercicio del poder, tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, le hizo ver a esta iglesia que pelear en el campo político era una batalla perdida, y tras la amarga experiencia de persecución que vivió en diversos contextos, decidió replegarse y buscar otras estrategias de incidir en el cuerpo social. Es en este momento, hacia la segunda o tercera década del siglo XX, cuando se impone la máxima de que los católicos debían estar “fuera y por encima de toda política”, aunque la aspiración de “restaurar todo en Cristo” se mantuvo. Y pareciera que el espacio privilegiado sobre el cual era posible lograrlo era en el campo de la biopolítica; aunque el Concilio Vaticano II abrió la puerta a muchas transformaciones (no estoy seguro si hubo realmente un diálogo con la modernidad), la iglesia que le disputa a los Estados y a las propias conciencias la capacidad de decidir sobre los cuerpos es en gran medida producto de estos cambios.
            Y es que el catolicismo realmente se ha obsesionado con la sexualidad. En alguna ocasión comentaba con un amigo jesuita que si uno de ellos rompía su voto de castidad, se trataba de un escándalo mayor y era un motivo para que abandonara la compañía, pero si faltaba al voto de pobreza, no causaba gran impacto; él me respondió que era una crítica válida, y que demostraba cómo se habían acomodado a las estructuras capitalistas, especialmente en países como Estados Unidos, donde poco o nada se hablaba de la opción preferencial por los pobres. Y esta forma de ser y hacer iglesia es compartida por clérigos y laicos, y está impregnada tanto en las grandes estructuras eclesiásticas que forman sacerdotes, como en la vida parroquial más sencilla. La postura papal parece clara: es más importante preocuparnos por el sufrimiento que genera la injusticia, que por lo que la gente hace en su intimidad con sus cuerpos. Pareciera que las estructuras cambiantes de la economía y de la política le permiten nuevamente esta iglesia, incidir en el cuerpo social, por lo que es probable que se en los próximos años se haga más socio-política que bio-política, aunque muchos sabemos que no es posible desconectar ambos campos en su totalidad. Ya algunos cambios comienzan a notarse. Desde hace años dejé de asistir a la misa dominical como parte de mi rutina, aunque reconozco que las últimas veces que fui en “mi parroquia” puede notar que en las homilías comenzaba a hablarse menos de sexo y más de justicia social; en parte puede deberse al perfil del párroco, pero con una iglesia tan romanizada, la influencia es evidente.
Pero como mencioné, nada de esto implica que la iglesia esté, para bien o para mal, girando hacia la izquierda, y con esto quiero decir, poniendo la emancipación por encima de la tradición. La ruptura que la teología de la liberación implicó con respecto de la doctrina social de la iglesia no se debió a la opción preferencial por los pobres, ni en la crítica a las estructuras sociales y económicas del capitalismo liberal, sino en apostar por un futuro radicalmente nuevo, no se buscaba restaurar un orden social cristiano interrumpido por la modernidad secularista, sino que situaba al reino de Dios en un plano similar la utopía de una sociedad sin clases sociales y sin Estado. Ciertamente este horizonte empata con la imaginación histórica de tradiciones hoy casi descontinuadas, como el comunismo o el anarquismo, y su cercanía con movimientos que veían la violencia como un medio  para alcanzar dicha utopía es cuestionable, en mi opinión, tanto como ver el uso de la fuerza pública como un medio legítimo para mantener el orden. No obstante, queda claro que este tipo de utopías, entendiéndolas no como algo irrealizable, sino como la posibilidad de pensar un futuro radicalmente distinto al presente y al pasado, no solamente están fuera de las coordenadas desde las que concebimos el cristianismo, sino de la forma en que hemos sido educados para comprender el mundo.
Cuando el papa llama a los católicos a hacer política para estar del lado de los gobernantes y ayudarles a hacer su trabajo, nos queda claro que, al menos en el discurso, parte de una concepción positiva del orden social vidente y del papel del Estado. Ciertamente el CVII le permitió al catolicismo reconciliarse con la idea moderna de la democracia, (aún y cuando desde el siglo XIX se habían formado los partidos demócrata-cristianos), pero llamar a la unidad alrededor de quienes ostentan el poder, aún en aras del “bien común” (este concepto es el núcleo de la doctrina social de la iglesia, tomado de la filosofía clásica, por cierto), puede ser tan peligroso como lo fue, durante los años treinta, la cercanía que el catolicismo tuvo con el régimen franquista en España. Y para muestra basta con ver el caso mexicano, donde nuestra democracia trajo de regreso a un régimen sumamente autoritario. En este sentido, el papa se mantiene fiel a la Doctrina Social de la Iglesia, cuyo horizonte de expectativas difícilmente va a ir más allá de la búsqueda por humanizar el régimen vigente, en este caso, el capitalismo, pues aunque esta doctrina tiene todas las características de una ideología, para “la iglesia” no lo es, es simplemente la expresión social del seguimiento al evangelio. 
Para mucha gente de derecha, poner la justicia social al mismo nivel de importancia que la salvación de las almas, o que la moral sexual, es un asunto transgresor, pues no va de acuerdo con el catolicismo que aprendieron de sus abuelitos. Para algunas personas de izquierda, el posicionamiento social de la DSI nos va a resultar insuficiente debido a la radicalidad a la que creemos que los mismos evangelios que nos llaman (y con radicalidad no me refiero al uso de la violencia). Y así como el hecho de que Ratzinger se reconciliara con la fraternidad Pío X no significó que la iglesia se volviera a tomar en serio los ritos preconciliares, que Bergoglio rehabilite a la teología de la liberación no implica, como ya lo mencionamos, que la iglesia gire hacia la izquierda.
A poco más de medio año de haberse elegido a un papa ignaciano y sudamericano, algunas aguas se comienzan a mover. Pero lo más conveniente para muchas iglesias locales y nacionales, en especial las que mejor se han acomodado al régimen político y económico actual, va a ser transfigurar los mensajes papales, y convertir un llamado a buscar la justicia social en una simple exhortación a ser buenos católicos, como siempre lo hemos sido. Basta haber sido investido con una autoridad eclesiástica para convertir las rupturas en continuidades, y lo histórico y arbitrario en algo eterno e inmutable; por ello, es probable que en muchos de los sermones, cápsulas televisivas y notas dominicales, seguiremos escuchando a los sacerdotes hablar de sexo, del infierno, del diablo, y de esas cosas...  Pero ante un mundo secularizado, donde pareciera que lo único que aspira a ser visto como una religión compartida por los miembros de distintas culturas y tradiciones es el capitalismo, pues a pesar de las diferencias, la mayoría de nosotros vemos al dinero como algo sagrado, y vivimos ante la providencia del mercado, que no puede ser cuestionada ni siquiera por el Estado, al nuevo obispo de Roma le ha dado por recordarnos que en la religión de nuestros abuelos, el amor al prójimo es tan importante como la salvación de las almas. Será cuestión de tiempo el ver si las tan esperadas “reformas” le permiten a esta iglesia, cuando menos, comenzar a predicar con un ejemplo medianamente coherente.