lunes, 12 de agosto de 2013

Pemex, la iglesia y los muertos que hablan

En La escritura de la historia, el jesuita francés Michel de Certeau mencionó, con una frase que mezcla lo irónico y lo místico, que la razón fundamental de ser de los historiadores en las sociedades modernas es hacer hablar a los otros, a los que ya no están, a los muertos, y con ello, exorcizar la angustia que su ausencia nos causa. En el caso de nuestro país, el PRI ha sido quizá el ventrílocuo por excelencia de los héroes nacionales, construyendo una buena cantidad de narrativas patrióticas y nacionalistas que durante una gran parte del siglo XX sirvieron para legitimar su régimen, pues, si bien se dice que en la modernidad la legitimidad del Estado radica en la soberanía popular, las hazañas de un pueblo heroico siempre serían un vehículo inofensivo de esta voluntad comparada con otras prácticas de legitimación, como las elecciones libres, por ejemplo.
                Dentro de ese anecdotario nacionalista, más parecido quizá a las vidas de los santos que a la historiografía moderna, hay dos grandes hazañas que le fueron de gran utilidad a este régimen para legitimarse. Una de ellas es la separación entre la iglesia y el Estado; pero como la ruptura definitiva fue a su vez causa y consecuencia de una guerra fratricida, resultaba más conveniente atribuirle el logro del Estado laico al pastorcito de Oaxaca. Lo interesante es que esto divorcio no significó que el trono (o la presidencia) y el altar dejaran de negociar, sino que cual pareja de divorciados co-dependientes, nos trajeran un prolongado modus vivendi de relaciones nicodémicas, donde la iglesia católica continuó ejerciendo una notable influencia en la vida pública aún a pesar de su inexistencia jurídica. Finalmente, para los obispos resultaba más fácil negociar con los gobernantes por recursos públicos, o por la censura de alguna película o libro si no se tenía que rendir cuentas a la opinión pública. Pero eso no importaba, lo importante era que gracias a los liberales y a la revolución, se había sacado a México del oscurantismo, y por lo tanto, había que preservar ese logro, y evitar que el clero volviera a “hacer política”. El peligro del voto católico de oposición fue la razón por la que Calles se negó a legislar sobre el sufragio femenino, y por lo que se persiguió encarnizadamente a grupos como la Unión Nacional Sinarquista o el Partido Acción Nacional, grupos con los que aclaro, no simpatizo.
                Ciertamente el Estado Laico es una necesidad fundamental para la convivencia en una sociedad plural como la mexicana, o como cualquier otra en el mundo. El problema es que a veces pareciera que las problemáticas presentes y los imperativos éticos que deberíamos discutir de manera más urgente pasan a un segundo plano, de modo que, cuando se plantearon las reformas constitucionales más recientes en materia religiosa, tuvo más peso el “retroceso histórico”, o la “reacción” de la “derecha” que, infiltrada en un partido de centro-izquierda-nacionalista, había profanado la tumba de Juárez, por caricaturizar dos lugares comunes de muchos colegas, que canalizaron su indignación en la pregunta ¿Qué diría Juárez de estas reformas?
                Otro tanto sucede con el petróleo y la reforma energética. Ciertamente no es un asunto menor, pues se trata una de las principales fuentes de recursos públicos, al tiempo es un material combustible altamente contaminante y no renovable, que si bien algún día habrá de terminarse, se ha vuelto cada día más rentable. El asunto es que las discusiones no giran en torno ni a cuestiones científicas o tecnológicas, y probablemente tampoco en términos económicos. Lo que nuestros políticos discuten ante la opinión pública no es si cual es la mejor forma de aprovechar estos recursos, si la reforma planteada por el presidente es la mejor manera de volver eficiente la administración de Pemex, sobre si se crearán agujeros fiscales con la participación de iniciativa privada, y de ser así como serán subsanados. Lo que cierta “izquierda reaccionaria” - retomando el calificativo de Roger Bartra en una entrevista reciente, y asumiendo la posibilidad de ganarme descalificaciones con este comentario- se pregunta es ¿Qué diría Lázaro Cárdenas al respecto? Lo más interesante de todo es que nuestro presidente, como buen priista, decidió legitimar su reforma respondiendo a esta respuesta: Lázaro Cárdenas no se opondría a esta reforma, sino que la apoyaría. En pocas palabras, si en un momento los intereses presentes no concuerdan con el pasado que el mismo PRI inventó, solo hay que cambiar ese pasado por uno que encaje con las nuevas prioridades.

                ¿Qué tan “modernizadora” es una reforma que necesita especular sobre la opinión de los muertos para legitimarse? Habrá que ver quienes tienen mejores ventrílocuos para hacer hablar al “Tata” Cárdenas sobre el asunto, y convencer a la opinión pública de que la reforma energética es, o una medida que beneficiará al país, en consonancia con nuestros héroes patrios, o una profanación de sus logros históricos. Permitiéndome preparar un brebaje teórico, si por un lado recuperamos las tesis de historiadores como Michael Burleigh y de sociólogos como Robert Bellah, que afirman que el nacionalismo funciona de manera muy similar a los sistemas de pensamiento religioso, y citamos la célebre frase marxista de la religión como el opio de los pueblos, quizá nos demos una idea de los términos y parámetros en los que se toman este tipo de decisiones.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Homo sacer. Algunas reflexiones...

De acuerdo con el filósofo italiano Giorgio Agamben, en el derecho romano existía un concepto oscuro que se utilizaba para designar a la vida desnuda, es decir, a la vida de seres que aunque eran humanos, no se les consideraba tales, y por lo tanto, se encontraban en la posibilidad de ser asesinados sin que el verdugo respondiera ante la justicia por ello. Esta noción de una vida impersonal, de vidas de sujetos sin nombre, los cuales brindan la posibilidad de operar sobre ellos como si fueran cosas o animales, y sin remordimiento ético alguno, ha estado presente desde los orígenes de la civilización occidental, que desde la antigua Grecia, cuna de la democracia, ha encontrado la manera de separar y clasificar de manera jerárquica a las personas de las no personas.
                Seguramente muchos de nosotros pensamos en los horrores del Holocausto como la referencia más contemporánea a este tipo de acciones, pero muy probablemente estén más cerca de lo que podríamos imaginarnos. En un episodio de los Simpson, en el que Homero se convierte accidentalmente en la Muerte (la casa del terror 14, para ser exactos), es invitado por Lisa a la escuela, a una clase en la que debía presentar ante sus compañeros la profesión de su papá; la maestra pregunta a los niños ¿alguien quiere ver al señor Simpson cosechando un alma? Y todos responden entusiasmados que sí. Entonces la profesora hace pasar al aula a un vagabundo, y cambiando de escena, se escucha cómo la parca hace su trabajo, ante el aplauso de los alumnos. Las referencias en esta serie animada al nulo valor que en la sociedad estadounidense tiene la vida de los vagabundos son numerosas, no obstante, existen otros ejemplos con los que quizá podemos sentirnos más identificados.
                Pienso que es esta idea la que ha vuelto tan exitosas las películas, series y videojuegos de zombies. Finalmente son seres vivos, en tanto que están animados y pueden ser asesinados, pero al mismo tiempo no son personas, sino seres que para la sociedad ya están muertos, de manera que es posible, necesario, y según las tramas de este tipo de cine, imperativo, que se ejerza sobre ellos la más despiadada violencia, sin riesgo de que el héroe sienta simpatía alguna por ellos. ¿Hay algo más divertido que la obscena posibilidad de matar sin remordimiento alguno?
                Pero el homo sacer no puede ser desligado de las políticas que buscan salvaguardar la integridad y seguridad de las personas que sí son personas. El exterminio de los pueblos nativos de América del Norte podría ser uno de los primeros ejemplos de una política binacional compartida por México y Estados Unidos para poner solución al problema de los apaches y otros molestos intrusos que amenazaban con irrumpir el orden civilizatorio que avanzaba, en el caso estadounidense hacia el oeste, y en el mexicano, hacia el norte. Quizá el género western no sea tan claro con ello como las anécdotas decimonónicas del estado de Chihuahua, donde el gobierno pagaba en efectivo por cada cabellera de apache que se les llevara, o las mismas guerras por el río Yaqui, de las que habría de surgir una generación de militares porfiristas que años más tarde gobernarían el país, y le darían forma al México moderno.
                Tal vez los ejemplos como recientes los bombardeos realizados por drones en medio oriente, el debate posterior al 9-11 sobre la legalización de la tortura, o el surgimiento de un arte marcial en Israel con el que el ciudadano promedio pueda lesionar a un potencial agresor palestino sean pertinentes, aunque tienen el riesgo de señalar la paja en el ojo ajeno, aún en el del imperio, y no ver la viga que atraviesa el nuestro.
¿Qué hay de la guerra contra el narco en nuestro país? Tanto el gobierno como muchos ciudadanos han repetido hasta el cansancio, y tranquilizado sus conciencias, que los miles de muertos durante el sexenio pasado y lo que va del actual han sido principalmente de narcos, sicarios, mangueras, policías corruptos y/o gente que andaba en “malos pasos”… Esta era y sigue siendo la respuesta automática para no abrir investigaciones, o para justificar las múltiples violaciones de los DDHH que se han cometido. No importa que haya muertes, secuestros o torturas, siempre y cuando sean los malos… Algo similar, aunque tal vez no tan cínico ocurre con los migrantes centroamericanos, y de una manera mucho más descarada con las prostitutas. En los días recientes se llevó a cabo un desalojo masivo del canal del río Tijuana, en el que viven muchas de estas personas que son tratadas como los deshechos de la modernidad, citando a un colega. Hace años pude conocer a una mujer a quien admiro bastante que se ha dedicado a retratarlos, no como cosas, sino como personas, y ha logrado, por medio de la fotografía, ponerle rostro y nombre a estos portadores de la vida desnuda. Yo a ellos no los conozco, pero sí he podido convivir, gracias a los miembros de una iglesia metodista, con algunos que viven en el canal del río Alamar, cerca de la central camionera, y puedo decir que hablar y compartir el pan con ellos no es muy diferente que hacerlo con mis compañeros de clase, de trabajo, alumnos, o familiares. De igual manera, algunos excompañeros de la primera y secundaria forman parte de esos homo sacer que, o están en la cárcel, o un día pueden sumarse a las estadísticas de los costos humanos de nuestra exitosa política de seguridad.
Quizá en el fondo lo que hay que pensar no es cómo mantener a raya a estos intrusos en el orden civilizatorio que nos asustan y nos repugnan, ni verlos como unas cuantas excepciones de la regla, que por falta de esfuerzo o de valores familiares han terminado con vidas así. Probablemente ellos son parte inherente de nuestra civilización, de un orden autoritario, obsceno e inhumano, que necesita de una figura como el homo sacer para afirmarse a sí mismo, y para descargar sobre alguien toda la violencia que ante las personas que si son personas tiene prohibido hacerlo. Vale la pena recuperar una de las reflexiones más agudas de Agamben ¿Y si todos fuéramos Homo sacer? ¿Y si todas nuestras vidas pudieran ser tratadas de manera impersonal por las biopolíticas de los Estados modernos? Y extrapolándolo a nuestra realidad más inmediata ¿Qué sucede cuando el asesinato o secuestro de algún familiar nuestro queda impune con la excusa de que estaba vinculado al crimen organizado? ¿Eso hace más ligera la pena? ¿Qué sucede si nuestra novia o hermana es violada y asesinada, y las autoridades encargadas del caso dicen que ella se lo buscó por traer una minifalda o andar sola a altas horas de la noche?

Como académico se que cometo un crimen imperdonable al citar un texto del que no recuerdo ni el autor ni la fuente, pero cuanto cursaba la materia de historia del arte en la licenciatura, recuerdo haber leído un fragmento de un filósofo griego que, tras un incendio que había consumido varias vidas humanas, miraba fijamente los restos quemados de varios cadáveres; alguien se acercó y le preguntó en qué pensaba, y este respondió algo así como: intento encontrar la diferencia entre los restos de un hombre libre y los de un esclavo, y no logro ver ninguna.