miércoles, 19 de junio de 2013

No existes

Cuando me presentaron contigo me hablaron maravillas sobre ti, y cuando empecé, según yo, a conocerte, no tardé en enamorarme. Aunque la palabra amor ya no me gusta, porque puede significar todo y nada a la vez, y porque es tan ambigua como tú. Hace algunos años estaba seguro de conocerte, pero hoy ya no sé quién eres. Ya no sé si eres una utopía inalcanzable que debo seguir hasta la muerte, o una quimera que simplemente se metió en mis entrañas para atormentarme, para exigirme una entrega a la que simplemente no puedo corresponder. Ya no sé si eres real, o si solo eres producto de mi imaginación, o la encarnación de un símbolo que representa mis deseos más profundos. Ya no sé, y quizá en el fondo no quiero saber, porque si descubro que no eres ninguna de esas cosas, mi mundo completo habría de venirse abajo.
Me dijeron que a tu lado encontraría la felicidad, que no me faltaría nada, pues nunca te dejas ganar en generosidad. Me prometieron que a tu lado sería capaz de conquistar el mundo, de llegar a la cima, de meter el mar en un agujero hecho en la arena de la playa, de vivir para siempre… Unos me decían que no tenía que hacer nada para obtener todo eso, pues tu bondad y tu belleza eran tan grandes que solo bastaba dejarme querer y creer que me amabas. Otros me dijeron que, por el contrario, tenía que esforzarme, pues es lo mínimo que podía hacer para corresponder en todo lo que tú hacías a diario por mí. Todos coincidieron en que habías tenido que sufrir mucho por mí, y que por lo tanto, no corresponder a tanto amor y sacrificio era un acto de maldad imperdonable, que me haría merecedor de la peor de las muertes, y de un castigo que nunca terminaría.
Pero tú no decías nada, o al menos nada que yo pudiera escuchar. Tu silencio me resultó incomprensible por años, hasta que me di cuenta de que esa persona a quien creía conocer y amar no era sino un muñeco de ventrílocuo, que cualquiera podía hacerla decir lo que quisiera. Entonces resultó que no eras tú quien me hablaba, sino los otros. Amante y ser amado, juez, víctima y verdugo, cualquiera que fuera tu voz, no venía de ti, aún y cuando tus labios se movían y tu tono parecía inconfundible. Todas las cartas que me enviaste, resultó que tampoco las escribiste tú, es más, ni siquiera sé quien lo hizo ¿acaso las cosas que dijiste simplemente se pronunciaron a sí mismas? Como un espejo puesto frente a otro, así de vacías se volvieron tus palabras.
Entonces te quise destruir, y repetí como mantra día y noche que no existías. Lo hice con la misma devoción que había aprendido a repetir tus palabras y a hablar contigo todas las noches. Pero ¿Cómo podía destruirte si no eras real? ¿Cómo se puede matar a un fantasma? Ese “no existes” no expresaba solo la desesperación de sentir que el mundo entero me había engañado, sino que también te reclamaba porque no habías cumplido la más grande de tus promesas, que siempre estarías conmigo, hasta el fin del mundo. Sí, te reclamaba por algo que sabía que nunca prometiste, por palabras que otros habían puesto en tu boca. Y entonces me volví contra el mundo que me había enseñado a amarte y a dejarme amar por ti, pues también me habían dicho que si bebía del agua que tú me darías nunca más tendría sed, pero resultó ser al revés, una vez que bebí de esa copa, que hoy sé que tu nunca llenaste, se despertó en mi una sed insaciable, que me hacía volver a tu lado una y otra vez, pues el mundo me aterraba.

sábado, 15 de junio de 2013

El trono y el altar ¿Otra vez?


El domingo pasado, mientras  hacía mis lecturas diarias para mí tesis uno de mis buenos amigos protestantes me envió el link de un video donde la alcaldesa de su antigua ciudad de residencia, Monterrey, le entregaba simbólicamente las llaves de la ciudad a “nuestro señor Jesucristo”. Debido a los temas que investigo, la vieja idea de que los historiadores buscan en el pasado las respuestas de sus interrogantes presentes  se volvió obvia, al menos para mi caso. Al día siguiente, cuando la noticia circulaba por diversos medios, mi hermano me hizo llegar un segundo video, este grabado el año pasado en la ciudad de Ensenada (por cierto, la segunda matria de mi amigo, de esas “coincidencias” desagradables), donde el presidente municipal llevaba a cabo un acto simbólico muy parecido, aunque éste con un poco más de teatralidad.

            El tema no solo me resulta interesante, sino también preocupante, pues de entrada, como señaló Roberto Blancarte (a quien por cierto pude escuchar en el último encuentro de la RIFREM), no son las iglesias las que están maquinando formas de infiltrarse en el poder político, sino que son nuestros políticos los que están acudiendo a los símbolos religiosos. La mayoría de los defensores del Estado laico han rasgado sus vestiduras, denunciando que estos actos además de una intransigencia, son una suerte de transgresión a la constitución y a los principios liberales de nuestra nación, por lo que entregarle las llaves de una ciudad a Jesús, o consagrar un estado al Sagrado Corazón, es algo así como bailar sobre la tumba de Juárez y profanarla. La preocupación de muchos de mis colegas es que dos de los actores protagónicos de la historia de México, cuyo divorcio fue prolongado, doloroso pero necesario, ahora parecen encontrarse en vías de reconciliación, por lo que estaríamos ante un gravísimo retroceso histórico.

            Si bien soy una suerte de historiador católico de izquierda, y comparto la preocupación por el riesgo que la “nuestra laicidad pública” (utilizando el término de Emile Poulat) corre ante semejantes aberraciones, quiero proponer una lectura un tanto distinta de estos acontecimientos: En el fondo no estamos ante algo tan nuevo, pues el acto de sacralizar el poder político no es ninguna regresión histórica, sino una práctica consustancial al Estado mexicano moderno desde su formación en el siglo XIX. Lo novedoso radica en que, al emerger la idea de que nuestro país es una nación multicultural, lo cual por cierto se dio de manera paralela al desarrollo del actual concepto de laicidad, al Estado ya no le basta sacralizarse por medio de esa religión civil que alguna vez se pensó, aglutinaría a todos los mexicanos, sino que ahora debe hacerlo por medio de credos particulares, que le darían legitimidad ante sectores específicos de la población. De ahí la novedad de que el PRI, el PAN e incluso el PRD, que por mucho tiempo fueron actores antagónicos en cuanto a su propuesta de una política religiosa, recurran no solo al catolicismo, sino también a las confesiones evangélicas. Nos encontraríamos entonces frente a un asunto más complejo de lo que pensamos, donde tal vez valga la pena plantearnos nuevas preguntas, dirigidas no desde la teleología nacionalista que el PRI nos inculcó durante nuestra educación primaria, sino desde las nociones contemporáneas de ciudadanía, espacio público y democracia.


            En el fondo, lo que más me preocupa no es que “los mochos” hayan llegado al poder, sino que las respuestas que muchos de los sectores “progresistas” han y hemos dados es la de los apóstoles de la nación que sienten que su “sagrada” constitución ha sido “profanada” por los enemigos de la libertad. Quizá el mayor enemigo de un Estado laico no es uno confesional, sino uno que necesita adherirse a la dicotomía de lo sagrado y lo profano para legitimarse, y en ese sentido, se me ocurre que deberíamos repensar nuestro ideal de laicidad, no como un logro histórico en peligro de disolverse, sino como un ideal por construir, pues no debemos olvidarnos que quienes le atribuyeron a Juárez esa hazaña fueron quienes inventaron al México moderno, que por medio de prácticas antidemocráticas y de un régimen autoritario de mantuvieron en el poder ininterrumpidamente por siete décadas, y que hace mas o menos un año regresaron para quedarse. Supongo que durante mis “vacaciones” seguiré escribiendo sobre el asunto.