viernes, 27 de diciembre de 2013

Cansancio

A veces me canso de ser yo, tal vez más seguido de lo que debería. En parte porque muchos días me levanto con ganas de ser otro, y me doy cuenta de lo fácil que es seguir siendo el mismo; en parte porque ser el mismo implica que ciertas situaciones se repitan ad eternum. Hay tópicos sobre los que no hay mucho que decir, no sé ser hijo, seguramente soy un mal hermano, ni qué decir de mi papel como novio… ¿Amigo? Tal vez en eso no soy tan malo ¿Músico? Para no tener estudios sobre la materia, podría hacerlo peor. ¿Profesor? Creo que son de las pocas cosas que alguna vez llegué a hacer bien. ¿Historiador? Pues estoy en eso… ¿Creyente? No, soy demasiado incrédulo. ¿Cristiano? Probablemente nunca sea tan bueno en esto como quisiera.
                Sinceramente, me preocupa muy poco mi falta de habilidades sociales, aunque hace un par de años era algo que me atormentaba. Hoy sé que en las pocas cosas en las que soy bueno, lo soy precisamente porque en las otras soy malo y no me importa. El problema está en otro lado, en sentirme incapaz de hacer aquello que sé que vale la pena, en que a pesar de rotundo fracaso que soy en muchas cosas, sigo intentándolo e intentándolo, sabiendo que todo ese tiempo y energía podría en cosas de mayor bien que luchar por alcanzar ese ideal del yo que, vaya Dios a saber por qué, está metido en mi cabeza y mi corazón, y sé que bien podría pasar toda mi vida en esta lucha, cuando se trata de un ideal inalcanzable. Quizá este es el punto en el que puedo vivir en carne propia la verdadera castración simbólica, la imposibilidad de acceder al más preciado objeto de mi deseo, que en este caso, es mi otro yo, un yo que puede ser bueno en todas las cosas en las que el Pedro de carne y hueso siempre falla.

                Pero las renuncias siempre cuestan trabajo, y en mi caso, por lo visto son procesos que pueden durar años. Hay algunas naves que apenas estoy empezando a quemar, pero otras parece que no son fáciles de incendiar, y por más precipitado que pudiera ser, será necesario esperar a que por lo menos se sequen, o de lo contrario nunca podrán arder. En el fondo todos estos cuestionamientos tienen que ver con el hecho de que, tal vez mal citando a Pablo, la mayoría de las veces no hago el bien que quiero, y termino haciendo el mal que no quiero. Sí, no puedo acomodarme en ningún lugar, pero eso ya no lo lamento, sino que por el contrario, doy gracias por ello. Lo que me preocupa es que, aunque no estoy completamente instalado, tampoco me siento lo suficientemente libre para peregrinar como sé que podría y debería de hacerlo…

miércoles, 25 de diciembre de 2013

A propósito de la navidad, y de mis mejores deseos.

Quienes me conocen, saben que no me gusta ni la navidad ni mi cumpleaños (por ninguna razón, ambas fechas coinciden).  Ciertamente se come bien y se tiene una bonita convivencia en estos días, pero a pesar de que al menos en este momento no me considero una persona amargada, pienso que hay cosas más importantes en la vida que “disfrutarla”. Quizá el aspecto por el que prefiero tomar mi distancia de esta celebración es porque es el síntoma más evidente de la “paganización” del cristianismo, lo cual implica no solo la adopción de símbolos ajenos a la tradición judeocristiana para expresar su fe (algo con lo que no tengo ningún problema), sino de alguna manera, la domesticación de la ética de los evangelios, al punto de convertir al nazareno, el crucificado y resucitado, en un rey de este mundo, acomodado y acomodador de muchas formas de organización social que, por lo que he podido leer en los relatos evangélicos, no habrían de tener lugar en el “reino de Dios”.
            En este sentido, mi crítica va más allá del “consumismo” capitalista que suele recubrir el mensaje del nacimiento del hijo de Dios, o de Dios mismo. Por el contrario, la mayoría de los símbolos con los que solemos representar este “misterio” de la fe tienen poco que ver con el relato evangélico de Lucas, en el que una pareja de migrantes de la periferia palestina, obligados a movilizarse por disposiciones arbitrarias de un imperio mundial, contemplaron el nacimiento de su primogénito en condiciones de miseria, acompañados por un grupo de pastores. Lucas se valió de diversos recursos retóricos, míticos y literarios para mostrarnos que el “rey” de los judíos, sería un personaje opuesto a las figuras reales de su tiempo, al punto de decepcionar las expectativas del pueblo judío con respecto al “mesías”.
            Sí, el nazareno fue un rey. Un rey que se rehusó a ser proclamado como tal, que cuando entró en calidad de tal a Jerusalén, lo hizo montado en un burro, con un gesto que posiblemente haya sido más una ironía que una demostración de realesa. Un rey que fue levantado públicamente para ser asesinado como un criminal, y del que solo unos cuantos fueron testigos de su “resurrección”. Un rey que prometió que al instaurarse su reino, sus súbditos dejarían de serlo para ser considerados su “amigos”, donde los lazos comunitarios estarían dados no por las relaciones de consanguinidad familiar ni por los contratos sociales de dominación, tales como el matrimonio o la esclavitud (ambos símbolos de la dominación patriarcal), sino por el amor al prójimo y por los deseos de justicia. Un rey que no podía ser de este mundo, no solo por su “origen divino”, sino porque ningún reino (o diríamos hoy, ningún gobierno) podría funcionar sin fundarse en relaciones de desigualdad.

            En este sentido, el mayor regalo que podríamos recibir el día de hoy de parte del “niño Dios”, no es la posibilidad de que se cumplan todos nuestros deseos; si esto es lo que queremos recibir, terminaremos igual de decepcionados que quienes esperaban un mesías que acabara con la dominación romana y restaurara el imperio de David. Si queremos la satisfacción inmediata de nuestros deseos, tal vez deberíamos buscar en otras tradiciones religiosas. Por el contrario, el “Dios con nosotros” de los evangelios nos ofrece la posibilidad de transformar radicalmente nuestros deseos, y de que éstos puedan estar centrados no únicamente en nosotros sino también en los otros. Desear un mundo justo, sin hambre, sin dominación, sin que los pobres mueran de hambre, frío, enfermedades fácilmente curables, o simplemente por soledad o exclusión. Desear el bien al que esté a nuestro lado y trabajar por él, aún y cuando su miseria haya sido culpa de sus malas decisiones; desear una forma de vida en la que la comodidad para unos no signifique miseria para otros. Amar y desearle el bien a nuestra familia es algo que cualquiera puede hacer, hacer esto mismo con esas figuras anónimas, desfiguradas y excluidas de nuestro mundo y nuestra economía, muchas veces no es algo que pueda brotar espontáneamente de nuestro interior, sino que parecería tratarse de una “gracia”, algo que debemos buscar, pedir, y agradecer cuando lo recibimos. Por eso mis deseos no son que durante este año que se avecina podamos ver materializados todos nuestros deseos, porque sé que si esto llegara a ocurrir, no habría recursos materiales ni expresiones de afecto, reconocimiento y sumisión suficientes para satisfacer eso que deseamos. Por el contrario, deseo y espero que, al celebrar una tradición fundada en eso que llamamos cristianismo, comencemos, aunque sea muy en el fondo, a soñar con el futuro que el nazareno prometió; ojalá que esta navidad pudiéramos comenzar a buscar el “reino de Dios” y su justicia. Ése si sería un verdadero regalo de Dios, lo demás, es simplemente vanidad, y no necesita del nazareno ni del niño Jesús para funcionar.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Hay muertos que no deberíamos enterrar


Independientemente de la forma en la que estemos dispuestos a entender el relato de la “resurrección”, hay un aspecto que vale la pena tener en cuenta, el que los primeros “cristianos” se negaron a dar por muerto a aquel que, junto con su proyecto que llamaron “reino de Dios” –tal vez mas por la falta de otros referentes lingüísticos que por la literalidad del término “reino”–, tanto las autoridades judías como las romanas intentaron desterrar hacia el mundo de los muertos. Más aún, al poco tiempo de haber sido asesinado su líder y amigo, los discípulos se dieron cuenta de que “enterrarlo” y “darlo por muerto” no había sido el procedimiento más adecuado para lidiar con el duelo, aunque su cultura así lo establecía; tampoco lo era “mirar hacia el cielo” y simplemente contemplarlo como divinidad. Lo que tocaba era ir a anunciar ese “reino de Dios”, no como si la crucifixión no hubiera ocurrido, sino por el contrario, con mayores deseos de ver consumada esta promesa, porque solo sucediendo esto pudieron recibir “espíritu santo”, lo que los llevó a realizar “milagros” aún mayores que las de su maestro.

            Ciertamente carezco de los elementos teóricos y de los recursos literarios para llevar a cabo un análisis profundo sobre la forma en que nuestra cultura occidental se relaciona con los muertos, lo cual bien podría ser el trasfondo de disciplinas y discursos como la hagiografía y la historia, pero pienso que no es algo que debamos dar por sentado, y simplemente “enterrarlos”. Esto lo digo a propósito de la muerte de Nelson Mandela, que trazando una analogía anacrónica, sería algo así como la versión contemporánea del apóstol Juan, quien vivió por largos años, mucho después de que sus co-discípulos fueran martirizados y asesinados, y que literalmente falleció esperando ver consumada la promesa a la que entregó su vida, el “reino de Dios”. Algo similar ocurrió con Mandela, quien a diferencia de otros líderes que encabezaron importantes movimientos sociales hacia la segunda mitad del siglo XX –pienso en Gandhi, Martin Luther King o en Monseñor Romero, por mencionar algunos–, no fue asesinado y vivió hasta los 95 años. Pero al igual que Juan, tampoco pudo ver realizados sus sueños y sus deseos; ciertamente cayó el apartheid, y en Sudáfrica hay democracia, pero tanto su país como el resto del continente africano se encuentran muy lejos del futuro que tanto Mandela como muchos de los que participaron en su movimiento esperaban, especialmente en lo relativo a la justicia social.

Y este es precisamente el punto sobre el que quisiera reflexionar, no porque piense que la obra de Mandela fue una suerte de victoria pírrica o de fracaso, sino porque ante toda la parafernalia desplegada, a la que asisten numerosos jefes de estado y celebridades, no puedo evitar preguntarme ¿No estaremos enterrando, junto con el cuerpo, sus deseos? ¿No resulta más cómodo celebrar sus logros que preguntarnos qué es lo que hizo falta consumar de su proyecto y asumir esa agenda como nuestra? ¿Debemos dar por muerto a Mandela y limitarnos a recordarlo como una especie de santo secular, o toca aferrarnos como él lo hizo, a los deseos, hoy tan utópicos como siempre, de vivir en un mundo más justo?


Se cuenta que cuando Monseñor Romero recibió las primeras amenazas de muerte, llegó a decir algo así como: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño, y que cuando terminó la guerra civil, se celebró públicamente su resurrección. Pienso que la dimensión más provocadora y difícil de aceptar del relato cristiano es esa, no el creer que un muerto pueda levantarse de una tumba, sino asumir como propios y actuales los deseos de justicia de aquel cuyo cuerpo ya no está en la tumba. En sus tesis sobre filosofía de la historia, Walter Benjamin propone algo similar, cuando afirma que “la revolución” no solo busca redimir a las generaciones presentes, sino a todos los fantasmas de las revoluciones pasadas, cuyos proyectos quedaron inconclusos. Así, mientras exista la segregación racial, el fantasma de Mandela seguirá rondando por este mundo, e indudablemente muchos intentarán exorcizarlo y mandarlo al mundo de los muertos, donde en su calidad de santo, será incapaz de seguir atormentando nuestro presente democrático y post ideológico; aunque para otros, más que un fantasma, será visto como un cuerpo transfigurado, como un espíritu capaz de inspirar mayores luchas y obras, y a tratar de ver consumado lo que inició.


domingo, 8 de diciembre de 2013

Ante la falta de izquierda ¿cristianismo?


En los últimos años se ha venido construyendo un mapa geopolítico e ideológico que hace una década, era simplemente impensable. De acuerdo con algunos sondeos, el político con más poder en el mundo (cualquier cosa que eso signifique) ya no es el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, sino si homólogo de Rusia, Vladimir Putin; esto se evidenció con la crisis internacional que hace unos meses se gestó alrededor de una inminente intervención estadounidense en Siria, y que al parecer, fue evitada por la presión diplomática del país más grande de la ex Unión Soviética. Solo que esta vez, no hay ninguna referencia a Marx, a la dictadura del proletariado, ni a todos esos sueños que, tras algunas décadas, terminaron por convertirse en una suerte de pesadilla, de la que según algunos, despertamos a finales de los años 80. Más aún, de acuerdo con algunos diarios internacionales, Obama dejó también de ser el principal líder de “izquierda” a nivel mundial, y tras la muerte de Chávez –cuya gestión fue sumamente cuestionable en muchos aspectos–, se vislumbra que el personaje más emblemático de la izquierda es nada menos que el jesuita Jorge Bergoglio, o como se hace llamar desde que fue elegido como obispo de Roma, Francisco.
            La razón de este peculiar fenómeno no es tan difícil de encontrar. Después de la caída del muro de Berlín y de la desintegración de la URSS hemos comenzado a vivir en una especie de mundo post-ideológico. Esto no significa que sea el “fin de la historia”, como dijo Fukuyama, o que todos los conflictos sean “culturales” como Huntington esperaría, sino que la izquierda, que ciertamente sigue existiendo, se ha vuelto más bien cautelosa, y que el “pensamiento débil” de éste sector (por usar el término de Vattimo, a lo mejor mal empleado) ya no lanza ninguna crítica contundente al capitalismo, simplemente se limita a tratar de construir una especie de capitalismo con rostro humano, algo no tan distinto al sueño socialdemócrata de humanizar y democratizar el socialismo. Más aún, en países como México, lo más parecido a la izquierda políticamente visible que tenemos, se limita a soñar con restaurar los años dorados del régimen revolucionario… Por ello, tiene sentido que la única instancia desde la cual es posible imaginar un futuro radicalmente distinto al presente en el que vivimos, sea quizá paradójicamente, la tradición cristiana.
            En la primera de sus tesis sobre filosofía de la historia, Walter Benjamin apunta la estrecha relación entre la teología y el materialismo histórico, aunque desde el horizonte secular desde el que escribió, la primera debía de permanecer oculta, pues la religión no era bien vista en los espacios públicos, menos en la izquierda, pero esto no significaba que desapareciera del sistema filosófico que, por cierto, ella misma engendró. Hoy, como señala Slavoj Zizek, tenemos la situación opuesta, decirse marxista es mal visto, cuanto más hablar de socialismo y/o comunismo, pero la religión parece regresar paulatinamente a los espacios públicos, y es probablemente desde donde será posible generar importantes cambios.
            Pero tampoco hay que precipitarse, pues los mayores prejuicios con respecto a la izquierda no solo vienen desde el “gran capital”, sino de las mismas iglesias cristianas. No importa lo explícita que sea la afinidad electiva entre el materialismo histórico y la teología de la liberación, no hay mayor pecado para muchos sacerdotes católicos que decirse marxistas, pues en la soberbia característica de la Santa Sede, se sigue pregonando que no necesitamos a Marx, porque tenemos a León XIII, aunque cualquier lectura cuidadosa de la doctrina social de la iglesia nos hará notar que hay poco evangelio y mucho tomismo en ella, y que éste a su vez, es más aristotélico que cristiano. Alguna vez escuché de un teólogo jesuita la siguiente frase: “la doctrina social de la iglesia, ni es doctrina, ni es social, ni es de la iglesia”, y aunque no concuerdo en su totalidad con ello, me parece que vuelve evidente el hecho de que al interior del mismo catolicismo sigue sin haber un consenso sobre cómo atender “la cuestión social”, y en mi opinión, no tiene por qué haberlo. Ninguna iglesia ha sido nunca un cuerpo homogéneo en el que todos sus miembros comparten las mismas creencias, pero a ninguna le gusta admitirlo, por el contrario, cuando estas diferencias se vuelven evidentes, suele tratarse de acontecimientos sumamente traumáticos.
En este sentido, los grandes economistas fallan cuando tachan a Francisco de marxista, aunque acertarían si acusaran de tal cosa a gente como Leonardo Boff o Jon Sobrino, aunque ellos no lo admitieran. La crítica al “capitalismo salvaje” no es nueva, está presente desde el siglo XIX, en especial con la encíclica Rerum Novarum; la DSI, expresada en movimientos como el catolicismo social o la democracia cristiana (que no hay que confundir) se constituyó como una “tercera vía”, alternativa tanto al capitalismo liberal como al socialismo, pero la “liberación” de las clases trabajadoras no estaba dentro de su agenda. La DSI era conservadora, pues buscaba la restauración del orden social cristiano que se rompió con la revolución francesa, pero con una ruta mucho más clara que las reacciones viscerales de Pio IX en el Syllabus, y no solo proponía la instauración de un régimen corporativo, totalmente opuesto a las nociones modernas de ciudadanía, sino que además proclamaba la existencia de una suerte de desigualdad natural y deseada por Dios, la cual no había que combatir, como propugnaba el socialismo, sino por el contrario, propiciar la conciliación de las clases sociales antagónicas. Aquí había un eco evidente de la máxima aristotélica que dice algo así como: unos nacieron para gobernar, y otros para obedecer.
En este sentido, pienso que vale la pena, aunque suene rebuscado, pensar históricamente. No se trata, diría O´Gorman, de pelarnos con los muertos en este caso, con los católicos pre-conciliares– pero si distanciarnos de ellos. Porque el mundo al que intentaron responder es distinto del nuestro, y porque la iglesia de entonces no es la misma iglesia que la de hoy. Para León XIII, bastaba con que los ricos practicaran la caridad con los pobres para construir una sociedad más justa y armónica. Hoy vemos que, aunque mantenga su distancia del materialismo histórico, la crítica de Francisco va más allá, pues habla de un sistema que ve al dinero y las riquezas como algo sagrado; aquí hay un eco no solo de la DSI, sino también de pensadores como Benjamin, Marx y Engels, y si rastreamos más en el pasado, a movimientos milenaristas, que criticaron desde el cristianismo el orden social y económico que comenzó a construirse junto con eso que llamamos modernidad, y que lo pensaron desde el cristianismo tal vez no por ser la religión que posea la verdad, sino porque desde ese momento histórico, era el único lenguaje que les permitía articular su pensamiento.

Lo cierto es que tanto el conservadurismo como el liberalismo capitalistas parecen tener un nuevo y a su vez viejo enemigo, que ha optado por salirse de la jaula que la modernidad construyó para la religión. Y al mismo tiempo que intenta sanar un cuerpo que aún parece en riesgo de implotar, este obispo de Roma ha optado por denunciar que, como señaló en su momento el marxismo, el capitalismo puede ser parte de la historia, pero no el horizonte ético definitivo para la humanidad.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Sobre el 5 de noviembre y algunos de sus demonios.


En 2006, la película V for Vendetta introdujo a nuestro imaginario la representación de un personaje que se ha convertido en el ícono de algunos movimientos anarquistas contemporáneos: Guy Fawkes. La película es de los pocos relatos de héroes de la ciencia ficción, junto con Matrix, donde los protagonistas no son unos guardianes reaccionarios del capitalismo, de la “libertad” y demás ídolos del mundo occidental post-ideológico, donde posiblemente el Batman de Nolan lleva la delantera, con un mensaje que bien podría formar parte del discurso de algunas dictaduras de ultra-derecha del siglo XX: 1) con tal de mantener el orden y el respeto a las autoridades, es preferible mentirle a la ciudadanía sobre las acciones de sus gobernantes, y 2) nada bueno puede provenir de los movimientos populares, salvo la destrucción de todo lo existente. Pero el protagonista de V for Vendetta tuvo que ser transfigurado para resultar atractivo en una época post-secular, convirtiendo en un anarquista (el único personaje con este perfil que logro identificar en el universo de la ciencia ficción es por cierto Bane) a quien en el siglo XVII fue un tanto distinto: Un católico tiranicida.
            La reforma protestante llevaba pocos años de haberse dado, y si bien el campo religioso parecía diversificarse, la lógica siguió siendo por muchos años la de las religiones de Estado, de modo que así como se persiguió a los protestantes en los países católicos, ocurrió también con los católicos en países protestantes; este fue el caso de Inglaterra. Miembro de una minoría perseguida en este reino, y al mismo tiempo perteneciente a una iglesia que se negaba a perder su hegemonía política y religiosa en el mundo occidental, Guy Fawkes formó parte de una conspiración que tenía por objetivo atestar un golpe mortal a la monarquía británica, haciendo estallar la cámara de lores. Sin embargo, el conspirador fue descubierto, y tras ser torturado y obligado a confesar, fue muerto en la hoguera. El 5 de noviembre, fecha ciertamente cercana a la celebración de los muertos y de todos los santos, día en que la conspiración fue descubierta, se convirtió en una celebración nacional para el reino, hasta la fecha, anglicano.
            Tal vez me equivoco, pero hay una razón fundamental por la que la figura de este católico ha sido recuperada tanto por el comic y la película citados, como por el movimiento anarquista Anonymus. Más que un terrorismo reaccionario, el atentado fallido de Fawkes pone de manifiesto que aún al interior de los gobiernos “representativos” existe una contradicción inherente, la exclusión del “otro”, en este caso, de quien no comparte la religión del Estado. Las guerras de religión que se extendieron en Europa por casi un siglo desgarran el velo hagiográfico con el que solemos cubrir a las iglesias cristianas, y nos recuerda que tuvo que transcurrir más de un siglo para que en Inglaterra la violencia de Estado por motivos religiosos diera paso a la tolerancia de cultos. Fawkes ha dejado de ser el chivo expiatorio de una nación para convertirse en el símbolo de aquellos que reclaman el autoritarismo de los regímenes que se autodenominan democráticos.
            Este tipo de personajes no es ajeno a la historia de nuestro país; puedo citar por lo menos tres ejemplos. Cuando España fue tomada por Francia a principios del siglo XIX, en el continente americano se dieron numerosos levantamientos, que no necesariamente buscaban la “independencia” en sus inicios, sino que reclamaban ser tomados en cuenta en calidad de reinos pertenecientes al imperio español y no de colonias. Pero esto no es todo, en el orbe católico existía el temor de que el imperio napoleónico destruyera la cristiandad, llevando a todos sus confines los principios de la revolución francesa. En el caso mexicano, el temor de ser gobernados por los “revolucionados” fue una de las principales razones que llevaron a un grupo de conspiradores a buscar separase de España mientras ésta no fuera gobernada por el legítimo rey, siendo el “Grito de Dolores” del padre Miguel Hidalgo, el acontecimiento más representativo de éste movimiento. Sin embargo, la toma de Guanajuato y el asalto a la Alhóndiga de Granaditas fue uno de los actos más sangrientos realizados por una turba formada principalmente por indígenas, que tal vez sabía poco de la situación política del imperio, pero guardaba un profundo descontento hacia las clases que les explotaban. Muchas de las simpatías que el movimiento de Hidalgo había atraído le dieron la espalda por la crueldad de este acontecimiento, y menos de un año después de haber iniciado el movimiento fue tomado prisionero, excomulgado, fusilado, decapitado y exhibido junto con los líderes militares del movimiento en el lugar donde habían cometido el más terrible de sus actos. Décadas más tarde, la historia de este sacerdote fue transfigurada al punto de convertirlo en el iniciador de la independencia y en el padre de la patria.
            Pero los católicos tiranicidas más radicales de nuestro país vivieron y actuaron en las primeras décadas del siglo XX. El 13 de noviembre de 1927, mientras el general Álvaro Obregón viajaba en su automóvil, otro vehículo se le cerró y le arrojaron dos cargas de dinamita. El general, ex presidente de México y al mismo tiempo futuro candidato al mismo puesto sobrevivió con daños mínimos, y en un acto de “hombría”, se arregló para asistir horas después a una corrida de toros. Para entonces habían sido detenidos algunos de los autores intelectuales del atentado, así como un sacerdote jesuita que era hermano de uno de ellos (y que según sus biógrafos no tenía vela en el entierro). Al enterarse de las detenciones, el autor material, Luis Segura Vilchis, se presentó ante Obregón para entregarse, y pedirle que dejaran libres a los detenidos. Este joven católico fue tomado preso, y diez días después fue pasado por las armas junto con los otros tres detenidos, dándole a la iglesia católica mexicana uno de sus más recodados “mártires” de “La Cristiada”, el padre Pro.
            Más o menos un año después, otro joven católico, también militante de organizaciones de acción pública como la ACJM, pero también de grupos secretos como la “U” emprendió una misión similar. Inspirado en el libro vetotestamentario de Judith, se propuso terminar con la “persecución religiosa” emprendida por el gobierno posrevolucionario. José de León Toral planeó su acto meticulosamente junto con “La Madre Conchita”, y tras hacerse pasar por un caricaturista del restaurante “La Bombilla”, ubicado a las afueras de la ciudad de México, descargó todos los tiros de una pistola sobre el candidato electo para gobernar nuevamente a México. El tiranicida fue detenido, torturado y pasado por las armas; había cumplido con su objetivo inmediato, pero lejos de poner fin a la guerra, la persecución se recrudeció. El poder metaconstitucional que comenzó a ser ejercido por el entonces presidente, Plutarco Elías Calles, se hizo sentir en el aparato estatal por los siguientes ocho años, y sería precisamente la crisis política que ocurrió tras la muerte de Obregón lo que propiciaría el surgimiento del partido que, aunque cambió de nombre en dos ocasiones, gobernó de manera sumamente autoritaria a México por todo el resto del siglo XX.

            Algunos hagiógrafos católicos intentaron difundir la vida y obras de León Toral en calidad de santo, pero la política pragmática asumida por el episcopado mexicano en los años posteriores al final de la guerra cristera censuró dichas obras. Inclusive he escuchado de personas que han tenido en sus manos las “reliquias” de este personaje. Al igual que Fawkes, intentó derribar el “nuevo régimen” de su país, no porque anhelaran la desaparición del Estado, sino para restaurar el orden católico que se venía desmoronando. Ambos fracasaron, pues lejos de atestar un golpe mortal al régimen, lo fortalecieron. No estoy seguro de que sus acciones violentas deban ser tomadas como un ejemplo literal en nuestros días, pero lo cierto es que fueron la muestra de que “el pueblo”, esa instancia mística a la que los regímenes modernos han venido apelando para legitimarse, nunca ha tenido una voz unísona, y que los Estados no son precisamente instituciones incluyentes. Al mismo tiempo, a quienes nos decimos católicos nos recuerdan un elemento traumático en la historia de nuestra iglesia que pienso que nunca debemos olvidar, la historia de esta institución y de sus creyentes no es solo una historia de mártires dispuestos a morir por Cristo, sino también por sujetos dispuestos a matar en su nombre. Quizá éste fue el camino de los Macabeos, de Judith o del rey David, y ciertamente de muchos santos de la Edad Media, pero nunca el del nazareno y de sus primeros seguidores.


miércoles, 2 de octubre de 2013

Que no se salgan de sus tumbas

El 2 de octubre no se olvida, pero se transfigura. No somos un país sin memoria, al contrario, hay acontecimientos que conmemoramos de manera casi compulsiva, aunque terminemos atribuyéndole significados completamente ajenos a los que tuvieron para quienes los vivieron. Así convertimos a la revuelta de un cura criollo del Bajío en el inicio de la independencia de un país que entonces no existía, la toma de un colegio militar en un acto de heroísmo y de abnegación por “la patria”, y los escritos de un descendiente de la realeza mexica hispanizado han servido para fijar la fecha de una aparición milagrosa de la cual las autoridades eclesiásticas contemporáneas nunca dieron testimonio (pero si se mostraron hostiles ante los primeros cultos “guadalupanos”), y para canonizar a un supuesto indio, retratado con aspecto español y del que ni siquiera disponemos de información histórica precisa sobre su existencia. Porque como ocurre con la memoria individual, los recuerdos son imprecisos, cargados de emociones, en ocasiones traumáticos, y casi siempre nos hablan más del momento en el que recordamos que de los acontecimientos que nuestra memoria trae al presente.
A veces una distancia enorme nos separa de los acontecimientos recordados, y entonces hay que inventar continuidades entre ese pasado y nuestro presente, como en los casos que acabo de mencionar. Pero otras veces son situaciones tan próximas que es indispensable trazar una separación entre ellos y nosotros, como cuando un familiar acaba de fallecer, y aunque lo extrañamos, su posible retorno como un fantasma nos aterroriza aún más que su ausencia. El 2 de octubre es más o menos así; aunque “se dice” que recordar es vivir, la mayoría recordamos esta fecha, pero nadie quisiera volver a vivirla. La muerte, la violencia y la represión, indudablemente han quedado inscritos en la memoria y los cuerpos de una generación de mexicanos, que se ha encargado de que esto no se olvide; el trauma no debe ser reprimido, sino que debe sanar, y solo sanará cuando los daños sean reparados.
                Pero la necesidad de imponer distancia entre ese pasado y nuestro presente responde a todo, menos a la objetividad propia del historiador. Las formas en las que éste acontecimiento traumático es recordado se encuentra también lleno de olvidos, y aclaro, no es mi intención llegar al lugar común de que la “falta de memoria” es la causa de que el PRI haya regresado. Uno de los principales olvidos es que se trató de un movimiento social que no fue engendrado por “el pueblo”, el máximo héroe de la historia patria y nacionalista. No, es muy probable que estos jóvenes universitarios, aún y cuando se movilizaron en masa, no representaban los intereses de las mayorías, tal vez ni siquiera de las clases medias urbanas. No fueron héroes, sino revoltosos, y más aún, eran “marxistas”. Esto le dio al Estado la coartada perfecta para operar de la manera en la que lo hizo, con la tesis de que quienes los estaban agitando eran agentes de propaganda soviéticos, que buscaban por medio de una conspiración, hacer una revolución en México y destruir el orden vigente. He conocido a varios priistas, y uno que otro panista reaccionario que sostienen esta idea, que coloca a la represión como el menor de los males.
                La prensa y los medios de comunicación jugaron un papel fundamental legitimando la violencia de Estado, en especial por el riesgo que existía de que las olimpiadas fueran saboteadas. El estudiante rojillo, formado por el mismo régimen que decía fundarse en la revolución y en la justicia social, se convirtió en el intruso que rompía con el orden, y había que sacrificarle. Las iglesias, en su mayoría guardaron silencio, pues los comunistas buscaban destruir al cristianismo. Los estudiantes en muchos sentidos se quedaron solos… Pero ahora que están muertos, hay que recordarlos, pero así, como muertos, como hombres y mujeres pertenecientes a otra época, a otro contexto; los héroes funcionan bien en el discurso, pero en el presente son lastres. Por eso muchos recuerdan con heroísmo a los manifestantes del pasado, pero se quejan de los del tiempo presente, porque los muertos, si están muertos, sabemos que no pueden regresar, y eso nos tranquiliza, pero los vivos, esos sí pueden poner nuestro mundo de cabeza.
                Hoy tenemos movilizaciones en muchas partes, y espero equivocarme, pero veo difícil que este día termine en saldo blanco. Los tiempos han cambiado, sí, pero hay prácticas como la represión, o creencias como pensar que el gobierno manda y el “pueblo” obedece, y que para que esto suceda, es legítimo utilizar la violencia, se mantienen arraigadas. “Recuérdenlos todo lo que quieran, pero no se les ocurra imitarlos” es un mensaje que coexiste con “recordémoslos luchando”… Con el regreso del PRI parece que se abrieron varias tumbas, y espíritus que creíamos muertos andan deambulando por las calles, por las aulas, e incluso por lugares antes inexistentes, como las redes sociales, y el fantasma que grita por justicia, y que desnuda la forma obscena en que nuestro país es gobernado, acompaña a muchos de los nuevos disidentes.
                Más allá de este día y de lo que pueda suceder, seguiremos trayendo el 2 de octubre a la memoria. Algunos lo harán para reclamarle al gobierno por su tibieza a la hora de usar la fuerza pública contra los manifestantes, otros para tener un ejemplo a seguir, y otros más para llenar algunos minutos en el noticiero, o para platicar cuando visiten la plaza de Tlatelolco. Para muchos de nosotros, se trata de un trauma profundo, de un acontecimiento que rompió las coordenadas simbólicas desde las que muchos mexicanos pensaban su realidad, y que exhibió la crudeza de un régimen en el que el orden y el respeto a la autoridad han sido más importantes que la justicia o la vida humana, y ante el que solo la indiferencia nos permite seguir con nuestras vidas, y hacer “como si no hubiera pasado”.

martes, 1 de octubre de 2013

A propósito de Francisco

El 13 de marzo  me encontraba en la biblioteca de la universidad, tomando una clase de historiografía de la frontera norte de México con una profesora y un compañero de la maestría. No recuerdo exactamente de qué hablábamos, cuando el bibliotecario nos dio una noticia que sonaba a broma: En el Vaticano acababa de salir el humo blanco, y habían nombrado como nuevo papa a un jesuita argentino... y se rumoraba (no recuerdo si eso lo dijo al mismo tiempo o cuando íbamos de salida) que tomaría el nombre de Francisco. No tardé en preparar un brebaje teórico -que igual y no era muy bueno- para explicar el significado de que un “vicario de Cristo” hubiera asumido ese nombre… En esos días estaba leyendo El mundo como representación de Roger Chartier y La Fábula Mística (un texto con el que tengo una cita pendiente) de Michel de Certeau, así que la mayor parte de mi reflexión giró en torno al asunto de las representaciones: a la ausencia que la silla de Pedro busca suplir simbólicamente, y a la presencia que el nuevo obispo de Roma intentaba re-presentar con ese nombre: la de San Francisco de Asís, que de acuerdo con algunos relatos, fue la primera inspiración de Ignacio de Loyola, el fundador de la compañía de Jesús. Si a esto le añadimos que entonces preparaba un ensayo para la mencionada materia, sobre la ambigüedad de las obras del historiador jesuita José Bravo Ugarte, cuyos trabajos se movieron entre la historiografía moderna y la hagiografía, puedo decir que la manera en que recibí la noticia fue primero como historiador, y luego como “creyente” (cualesquier cosa que esto pueda significar hoy en día).
            Y es precisamente esa distancia la que he intentado conservar durante estos meses, además de que mi postura ideológica como católico puede ser todo menos neutral, pues no tengo problema en adherirme a algunas de esas corrientes derivadas de eso que solía llamarse “teología de la liberación”. Y digo solía, porque ya son varias décadas las que nos separan de su surgimiento, y tengo mis dudas de que esta palabra siga significando lo mismo. Pero mantener distancia es difícil, sobre todo cuando desde la máxima autoridad  de la iglesia católica se empiezan a fomentar algunos elementos y nociones teológicas, que hace un año uno no podía mencionar en ciertos círculos sin ser mal visto por respaldar una posición ideológica, izquierdista, marxista, anarquista, comunista, feminista… Pues se nos ha enseñado que los cristianos no debemos tener ideología, pues nuestro pensamiento se limita al seguimiento a Jesucristo.
            Pero ahora las cosas están cambiando, y no por eso quiero decir que Jorge Bergoglio sea un progresista (además, como decía Ivan Illich, siguiendo a la escuela de Frankfurt, deberíamos ser especialmente desconfiados de las nociones de progreso y desarrollo), pero sí que ha puesto sobre la mesa una serie de cuestiones, modos y formas, que los católicos que crecieron con un Karol Wojtyla como único referente papal, estaban acostumbradas a ver como “inmutables”. Quizá lo más sorprendente es la habilidad retórica del otrora provincial de la SJ en la Argentina y Arzobispo del mismo país, pues cual teólogo acusado de disidente ante la congregación para la doctrina de la fe, ha evitado cuestionar los fundamentos doctrinales de muchos temas espinosos, con lo que nos viene a demostrar que, utilizando términos bourdieuanos, aún dentro del campo religioso, los dominadores se encuentran dominados por su propia dominación.
            Ante una tradición misógina, que tengo mis dudas que sea milenaria, el nuevo papa argumenta que resulta necesario replantear el papel de las mujeres, pero en ningún momento propone algo como: vamos a legislar que las mujeres puedan ser ordenadas como sacerdotes. Esto evita evidenciar la misoginia de sus predecesores, pero al mismo tiempo, señala explícitamente que debemos evitar caer en un “machismo con faldas” (para una muestra de lo que esto puede significar, recuérdese la campaña de Josefina Vázquez Mota). Y es que tal vez, como una vez dijo un querido amigo sacerdote, lo que en el fondo hay que repensar no es si se necesita ser varón para ser presbítero, sino si se necesita ser presbítero para consagrar legítimamente el pan y el vino… Si el presente papa apostara, aunque fuera por discutir con este punto, nos encontraríamos con un cambio aun más profundo, pues no se limitaría a “empoderar” a las mujeres, sino que apuntaría hacia más bien a “desempoderar” a la casta sacerdotal.
            Ante una tradición homofóbica, que dudo que sea anterior al siglo XIX (pues antes ni siquiera existía el concepto “homosexual”), Bergoglio ha respondido simplemente apelando al catecismo. Ciertamente durante las últimas décadas han corrido ríos de tinta sobre el tema. Así como en los orígenes de la ciencia moderna y capitalista se tendió a patologizar, no solo las relaciones homoeróticas, sino todos aquellos comportamientos que nos desviaban de nuestra misión en la vida (la de ser un ciudadano productivo), actualmente, el consenso tanto en las ciencias biológicas, como en las sociales y en la reflexión humanística, apunta señala que, estas formas de ser y estar en el mundo, que podríamos calificar como "homosexuales", no transgreden otra cosa que normas sociales y morales, históricamente construidas (ahora, si estas normas están o no inspiradas en una voluntad divina, y si los responsables últimos de la biopolítica cristiana son los clérigos, los teólogos, o Dios, es un asunto distinto). Pero lo importante es que ahora no hay justificación para ser católico y homofóbico, y se ha lanzado una apuesta por la inclusión; es realmente grato saber que muchos y muchas miembros de esta iglesia tendríamos que, si quisiéramos ser congruentes, tragarnos nuestras palabras de desprecio y realizar un acto de contricción. Ciertamente hay mucho que debe discutirse sobre lo contenido en este catecismo, tanto a la luz del evangelio como de las ciencias sociales contemporáneas; tal vez en unos años nos toque ver algo de esto, pero de momento, él que el papa le pida a la iglesia tomarse en serio su propia doctrina nos habla de cambios, que van a desembocar quién sabe en qué dirección.
            Pero probablemente lo más interesante son las prioridades hacia donde Jorge Bergoglio intenta dirigir a la iglesia. Desde el inicio de su pontificado aparecieron elementos que parecen provenir de su contexto latinoamericano. La opción preferencial por los pobres, la apuesta por la justicia social, un llamado a dirigirse a las periferias, a resucitar el espíritu de misión, y a trabajar por y con los menos favorecidos, ya no son cosa de padecitos locos y hippietecas de las comunidades eclesiales de base, son el centro de los discursos del papa. Indudablemente hay algo más que una lectura desnuda y desinteresada de los evangelios, las palabras del papa se encuentran ancladas en una tradición a la que suele llamársele “espiritualidad ignaciana”, que durante el siglo XX formó a varias generaciones de pensadores hispanoamericanos sumamente críticos ante el capitalismo. Y ésta es precisamente la tangente por la que el papa se ha salido con respecto a los temas más espinosos (y no necesariamente en el mal sentido de la palabra): la iglesia no debe de obsesionarse con los temas relacionados con la moral sexual, sino que es tiempo de preocuparse por amar al prójimo, especialmente al más necesitado, y buscar la manera de curar sus heridas.
            Pareciera que estamos en un momento coyuntural de las relaciones entre la iglesia católica y la sociedad occidental, y aquí me sale nuevamente lo historiador. A finales del siglo XIX, el papa León XIII realizó una apuesta similar, donde llamaba a todos los católicos, pero especialmente a los laicos, a trabajar conjuntamente con la restauración de un orden social cristiano, el cual se venía desmoronando por los embates de la modernidad, de la secularización y del capitalismo liberal. Sin embargo, el ascenso de los estados modernos que concentraban cada vez más el ejercicio del poder, tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, le hizo ver a esta iglesia que pelear en el campo político era una batalla perdida, y tras la amarga experiencia de persecución que vivió en diversos contextos, decidió replegarse y buscar otras estrategias de incidir en el cuerpo social. Es en este momento, hacia la segunda o tercera década del siglo XX, cuando se impone la máxima de que los católicos debían estar “fuera y por encima de toda política”, aunque la aspiración de “restaurar todo en Cristo” se mantuvo. Y pareciera que el espacio privilegiado sobre el cual era posible lograrlo era en el campo de la biopolítica; aunque el Concilio Vaticano II abrió la puerta a muchas transformaciones (no estoy seguro si hubo realmente un diálogo con la modernidad), la iglesia que le disputa a los Estados y a las propias conciencias la capacidad de decidir sobre los cuerpos es en gran medida producto de estos cambios.
            Y es que el catolicismo realmente se ha obsesionado con la sexualidad. En alguna ocasión comentaba con un amigo jesuita que si uno de ellos rompía su voto de castidad, se trataba de un escándalo mayor y era un motivo para que abandonara la compañía, pero si faltaba al voto de pobreza, no causaba gran impacto; él me respondió que era una crítica válida, y que demostraba cómo se habían acomodado a las estructuras capitalistas, especialmente en países como Estados Unidos, donde poco o nada se hablaba de la opción preferencial por los pobres. Y esta forma de ser y hacer iglesia es compartida por clérigos y laicos, y está impregnada tanto en las grandes estructuras eclesiásticas que forman sacerdotes, como en la vida parroquial más sencilla. La postura papal parece clara: es más importante preocuparnos por el sufrimiento que genera la injusticia, que por lo que la gente hace en su intimidad con sus cuerpos. Pareciera que las estructuras cambiantes de la economía y de la política le permiten nuevamente esta iglesia, incidir en el cuerpo social, por lo que es probable que se en los próximos años se haga más socio-política que bio-política, aunque muchos sabemos que no es posible desconectar ambos campos en su totalidad. Ya algunos cambios comienzan a notarse. Desde hace años dejé de asistir a la misa dominical como parte de mi rutina, aunque reconozco que las últimas veces que fui en “mi parroquia” puede notar que en las homilías comenzaba a hablarse menos de sexo y más de justicia social; en parte puede deberse al perfil del párroco, pero con una iglesia tan romanizada, la influencia es evidente.
Pero como mencioné, nada de esto implica que la iglesia esté, para bien o para mal, girando hacia la izquierda, y con esto quiero decir, poniendo la emancipación por encima de la tradición. La ruptura que la teología de la liberación implicó con respecto de la doctrina social de la iglesia no se debió a la opción preferencial por los pobres, ni en la crítica a las estructuras sociales y económicas del capitalismo liberal, sino en apostar por un futuro radicalmente nuevo, no se buscaba restaurar un orden social cristiano interrumpido por la modernidad secularista, sino que situaba al reino de Dios en un plano similar la utopía de una sociedad sin clases sociales y sin Estado. Ciertamente este horizonte empata con la imaginación histórica de tradiciones hoy casi descontinuadas, como el comunismo o el anarquismo, y su cercanía con movimientos que veían la violencia como un medio  para alcanzar dicha utopía es cuestionable, en mi opinión, tanto como ver el uso de la fuerza pública como un medio legítimo para mantener el orden. No obstante, queda claro que este tipo de utopías, entendiéndolas no como algo irrealizable, sino como la posibilidad de pensar un futuro radicalmente distinto al presente y al pasado, no solamente están fuera de las coordenadas desde las que concebimos el cristianismo, sino de la forma en que hemos sido educados para comprender el mundo.
Cuando el papa llama a los católicos a hacer política para estar del lado de los gobernantes y ayudarles a hacer su trabajo, nos queda claro que, al menos en el discurso, parte de una concepción positiva del orden social vidente y del papel del Estado. Ciertamente el CVII le permitió al catolicismo reconciliarse con la idea moderna de la democracia, (aún y cuando desde el siglo XIX se habían formado los partidos demócrata-cristianos), pero llamar a la unidad alrededor de quienes ostentan el poder, aún en aras del “bien común” (este concepto es el núcleo de la doctrina social de la iglesia, tomado de la filosofía clásica, por cierto), puede ser tan peligroso como lo fue, durante los años treinta, la cercanía que el catolicismo tuvo con el régimen franquista en España. Y para muestra basta con ver el caso mexicano, donde nuestra democracia trajo de regreso a un régimen sumamente autoritario. En este sentido, el papa se mantiene fiel a la Doctrina Social de la Iglesia, cuyo horizonte de expectativas difícilmente va a ir más allá de la búsqueda por humanizar el régimen vigente, en este caso, el capitalismo, pues aunque esta doctrina tiene todas las características de una ideología, para “la iglesia” no lo es, es simplemente la expresión social del seguimiento al evangelio. 
Para mucha gente de derecha, poner la justicia social al mismo nivel de importancia que la salvación de las almas, o que la moral sexual, es un asunto transgresor, pues no va de acuerdo con el catolicismo que aprendieron de sus abuelitos. Para algunas personas de izquierda, el posicionamiento social de la DSI nos va a resultar insuficiente debido a la radicalidad a la que creemos que los mismos evangelios que nos llaman (y con radicalidad no me refiero al uso de la violencia). Y así como el hecho de que Ratzinger se reconciliara con la fraternidad Pío X no significó que la iglesia se volviera a tomar en serio los ritos preconciliares, que Bergoglio rehabilite a la teología de la liberación no implica, como ya lo mencionamos, que la iglesia gire hacia la izquierda.
A poco más de medio año de haberse elegido a un papa ignaciano y sudamericano, algunas aguas se comienzan a mover. Pero lo más conveniente para muchas iglesias locales y nacionales, en especial las que mejor se han acomodado al régimen político y económico actual, va a ser transfigurar los mensajes papales, y convertir un llamado a buscar la justicia social en una simple exhortación a ser buenos católicos, como siempre lo hemos sido. Basta haber sido investido con una autoridad eclesiástica para convertir las rupturas en continuidades, y lo histórico y arbitrario en algo eterno e inmutable; por ello, es probable que en muchos de los sermones, cápsulas televisivas y notas dominicales, seguiremos escuchando a los sacerdotes hablar de sexo, del infierno, del diablo, y de esas cosas...  Pero ante un mundo secularizado, donde pareciera que lo único que aspira a ser visto como una religión compartida por los miembros de distintas culturas y tradiciones es el capitalismo, pues a pesar de las diferencias, la mayoría de nosotros vemos al dinero como algo sagrado, y vivimos ante la providencia del mercado, que no puede ser cuestionada ni siquiera por el Estado, al nuevo obispo de Roma le ha dado por recordarnos que en la religión de nuestros abuelos, el amor al prójimo es tan importante como la salvación de las almas. Será cuestión de tiempo el ver si las tan esperadas “reformas” le permiten a esta iglesia, cuando menos, comenzar a predicar con un ejemplo medianamente coherente.

jueves, 26 de septiembre de 2013

No me canso de leerte...

¿No te cansas de leerme? No, no me canso, porque en cada gesto, en cada movimiento, en cada expresión, en cada mirada y en cada palabra, te contemplo, sin poderte nunca interpretar. Y si no puedo hacerlo, es porque no hay ningún extraño ser detrás de tu rostro, ningún espíritu debajo de tu piel. No me canso de leerte, porque solo leyéndote puedo ver quién eres, y desear que mi cuerpo este cerca del tuyo, pues no hay ninguna palabra, ninguna imagen y ningún recuerdo capaz de suplir tu ausencia.
¿Cuántas veces pedí no ser separado de ti, solo para darme cuenta de que no había nadie que respondiera a mi demanda? Y ¿Cuántas otras pensé que te tenía a mi lado, cuando en realidad solo se trataba de palabras que intentaban inútilmente llenar el hueco que dejas cuando no estás? ¿En cuántas ocasiones malgasté mi tiempo esperando encontrar un profundo misterio bajo tu apariencia, un enigma encriptado en tus labios, solo para encontrar un vacío, que no hacía sino reflejar mis más profundos e insaciables deseos?

¿Qué es lo que quieres de mí? Te interrogué angustiado, y tú, como siempre, me respondiste con otra pregunta ¿Qué podría querer de ti? Y es que tú lo sabías mejor que yo, que no hay ningún misterio detrás de mi rostro, ningún plan maestro oculto en mi historia, ningún espíritu enigmático en mis entrañas. Simplemente soy, soy lo que soy y lo que otros han hecho conmigo, y así has decidido tenderme la mano y caminar a mi lado. Por eso no me canso de leerte, porque cada que te leo me recuerdas que es posible amar sin esperar otra cosa que el amor mismo.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Derechos para unos, privilegios para otros, impuestos para casi todos

Las movilizaciones magisteriales, los desalojos y la violencia han logrado, para variar, “polarizar a la sociedad mexicana”; y es que para unos son héroes que luchan por nuestros derechos y en contra del mal gobierno, y para otros unos huevones que no quieren que los evalúen. El asunto es que la ola de manifestaciones, violencia y represión ha sacado a relucir toda una serie de desigualdades que existen en nuestra sociedad, aún entre ciertas masas que solemos ver como homogéneas, en las clases populares y en las clases medias.
                ¿Qué es lo que defienden los profesores del CNTE? En el fondo, me parece que esta es una reacción propia de quienes viven de lo que queda de un Estado de bienestar, donde es precisamente el Estado quien garantiza el “pleno empleo” de sus trabajadores, ante una reforma que busca liberalizar el mercado y dejarlos en la incertidumbre laboral, con el fin de “mejorar” la educación (cualquier cosa que eso pueda significar). No sé si todos lo veamos de esta manera, pero esta lucha laboral ha hecho visible la profunda desigualdad que existe entre las clases medias: quienes trabajan para el Estado y pertenecen a un sindicato tienen garantizado trabajo, salud y jubilación, es decir, gozan de un pleno empleo y no quieren perderlo, pero estos “derechos” son algo que muchos ni siquiera aspiramos a conocer. Para quienes no entramos en esta esfera, nos ha tocado ganarnos la vida a expensas del mercado (no lo digo victimizándome, pues desde mediados de la licenciatura he tenido la oportunidad de trabajar en cosas vinculadas con mi carrera, pero nunca ha pasado cerca de mi vista un contrato permanente), y como diría un amigo con quien platiqué ayer, nos resulta muy difícil ser totalmente empáticos con su lucha.
                En la declaración universal de los DDHH se menciona que el trabajo es un derecho universal e inalienable, pero muchos de nosotros no lo vemos así, para nosotros el trabajo es un privilegio limitado que hay que cuidar, no porque estemos de acuerdo con eso, sino porque así lo hemos vivido. Y esto nos lleva a un dilema: Si los maestros defienden sus “derechos”, ¿por qué no todos los tenemos? ¿Y si lo que los profesores del CNTE no fueran sus derechos sino sus privilegios, pues solo unos cuantos tiene acceso a un empleo de ese tipo? ¿No sería entonces la desarticulación de los sindicatos Estatales un acto de homogenización, y de que todos en las clases medias seamos igualmente vulnerables al mercado? ¿Y no es la igualdad uno de los objetivos últimos de la ideología liberal, de la que tanto nos gusta colgarnos a la hora de narrar la historia? ¿No buscaban los liberales del siglo XIX, como el pastorcito de Oaxaca, acabar con los privilegios de la iglesia y del ejército, y reducirlos a la misma condición de ciudadanos? ¿No eran los conservadores, los malos de la historia, quienes defendían el corporativismo?
                Y siguiendo con la lógica de acabar con los privilegios ¿Qué hay de los impuestos? ¿No obedecen a la misma lógica? Personalmente no me he puesto a echar diablos sobre el tema por una razón de mera congruencia, cuando trabajaba como profesor pagaba un porcentaje considerable de impuestos a la quincena, no en declaración sino por deducción, y la razón por la que no me quejé de ello es porque antes había vivido del Estado, cuando era becario del Colef y del SIN, y sabía que volvería a una condición similar en mis estudios de posgrado, así que como dicen por ahí, unas por otras. El asunto es que esta traducción visible e inmediata de los impuestos no está al alcance de todos, y al igual que ocurre con los precios del petróleo, sabemos que no se van a traducir en un beneficio inmediato para los contribuyentes. El tasar nuevos productos con el IVA y homologar este impuesto en la frontera bien puede verse como una forma de acabar con el “privilegio” que muchos malos mexicanos tienen de no pagar impuestos, y de que las pobres clases medias no sigan cargando con todo el peso de la contribución.
                Pero no nos hagamos tontos, porque hasta entre los perros hay razas. Quienes forman parte de los partidos políticos y del núcleo más duro del aparato estatal, de aquellas instancias innegociables, como la seguridad, no quedarán vulnerables al mercado, a ellos hay que tenerlos contentos. Ni qué decir de nuestra “clase política”, donde para ser “representante” del “pueblo” ni siquiera hay un mínimo de estudios, o donde el poder ejecutivo puede elegir a discreción a su gabinete sin consultarlo con nadie y sin que nadie los evalúe. Por otra parte, quisiera ver al Estado mexicano exigiéndole a las más grandes empresas nacionales o trasnacionales una contribución fiscal proporcional a sus ganancias, o ya cuando menos cobrándoles sus adeudos de servicios públicos, o un manejo responsable de sus desechos, pero sé que eso no va a pasar, porque la igualdad es para el “pueblo”, y los privilegios se le quitan a quienes se les pueden quitar, porque sabemos muy bien que si se entorpece el derecho de los empresarios a lucrar de manera ilimitada, con la mano en la cintura se pueden largar a un país donde si se les respete eso, China por ejemplo, gobernada por un partido comunista pero al mismo tiempo un paraíso para el capitalismo; y si se van, nos dejarán con una masa de desempleados a los que no será posible darles trabajo.

                Tal vez sea el momento no solo de actuar y reaccionar, sino también de repensar las razones de nuestras luchas y nuestras críticas, y por qué no, de romper un poco nuestra burbuja nacional. Y con esto me refiero a que “México debe voltear al exterior para crecer”, sino a que muchos de los problemas que estamos enfrentando no son exclusivos de nuestra amada patria. Los crecientes escándalos de espionaje gubernamental en Estados Unidos y la política exterior de Obama con respecto a medio oriente, sumándole los problemas económicos que este país tiene al interior, nos están mostrando que la tierra de la libertad y la democracia bien pueden ser una ficción que nunca existió, y las luchas de medio oriente podrían enseñarnos que la lucha contra los gobiernos autoritarios es una lucha global. El problema sigue siendo la enorme desigualdad, pues desde este lado del mundo, las luchas de países como Grecia o España con motivo de la crisis económica nos pueden resultar incomprensibles, pues los “derechos” que estos europeos buscan defender, para nosotros no son sino privilegios de nacer en el primer mundo, pues muchos de nosotros nunca tendremos acceso a sus niveles de consumo. ¿Podemos encontrar soluciones a todo esto dentro de la democracia procedimentalista y el liberalismo económico, tal y como los conocemos ahora? ¿Es resucitar el viejo Estado de bienestar la única respuesta, o es necesario desarticularlo en su totalidad? Tengo mis dudas, y creo que uno de los mayores desafíos es repensarnos en todas estas dimensiones, al tiempo que cuidamos lo que queda de lo que deberían de ser nuestros derechos fundamentales, cuyos principales enemigos parecen estar dentro de esa instancia que supuestamente inventamos para defenderlos, el Estado.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Guía práctica para discutir con la gente culta e izquierdosa…

Los análisis post-electorales, de los que ya casi nadie se acuerda, apuntaron un dato interesante con respecto a los votos a favor del PRI, y es que fueron inversamente proporcionales al nivel educativo. Es decir, mientras la gente con más estudios le apostó a lo más parecido a una izquierda que tenemos en nuestro país, o uno que otro se adhirió a la pegajosa frase: “mi gallo es gallina, y se llama Josefina”, la gente que uno pensaría que está más necesitada de cambio, ese “México profundo” del que hablaba Guillermo Bonfil Batalla, ese “pueblo” a nombre del que habla AMLO, y que por el simple hecho de ser “el pueblo”, “nunca se equivoca”, votó por nuestro enemigo público número uno.
                Esto ha traído severos problemas para ambos bandos. A la izquierda intelectualoide le dio por calificar como traidores a quienes “vendieron su voto” por una despensa o una tarjeta de Soriana, y hasta por burlarse de ellos; y es que nada da más coraje que estar hablando a nombre “del pueblo” (que aclaro, en mi opinión no existe), y que cuando el pueblo por fin externe su opinión (si es que a tachar un papel le llamamos ejercicio democrático) nos contradiga.
Pero sobre todo, este proceso electoral dejó al régimen sin intelectuales. Aún con el escaso IQ de Vicente Fox y su facilidad para decir estupideces, o lo dudoso del proceso por el cual Felipe Calderón llegó a la presidencia, existían personajes con una importante trayectoria académica –aunque a muchos nos puedan caer mal– con argumentos sumamente incisivos para legitimar el régimen. Solo doy un ejemplo: la libertad de expresión alcanzada después del año 2000, por ejemplo, era, según Krauze, comparable con la alcanzada durante el período en el que Francisco I. Madero, y había que tener cuidado de hacer un uso responsable de la misma, pues corríamos el riesgo de sabotear al nuevo régimen como había ocurrido con el apóstol de la democracia. Podríamos también mencionar a gente de la talla de Jorge Castañeda, o a la misma Denisse Dresser, quienes en su momento consideraron a Acción Nacional, ya si no como la mejor opción, por lo menos como el menor de los males. Hasta el momento, debo decir que la única apologética del IFE que me ha llegado a “convencer” es la de José Woldenberg, quien con algo de razón, ha señalado que este es el único mecanismo con el que contamos para elegir “democráticamente” a nuestros representantes, y que más que su funcionamiento, lo que urge repensar es si un régimen presidencialista responde a las necesidades de la actualidad.
Pero defender al PRI es como alguien diría de en su momento de Cuba, defender lo indefendible. Sin embargo, algo hay que alegarle a esa gente revoltosa que solo busca pretextos para quejarse de todo, para no trabajar (aunque en el fondo sabemos que muchos de los manifestantes trabajan más que el promedio) y/o para ver siempre lo negativo de las coas. Y como el tan socorrido “el cambio está en uno mismo”, transfigurado en un “ser ciudadano de tiempo completo”, que a su vez se traduce en un: "se hace más no dando mordidas, limpiando la banqueta y siendo amable y honesto con todos, que saliendo a las calles a manifestarse", se ha desvirtuado gracias a las redes sociales, que utilizan la primera de las frases para burlarse de la gente conservadora o reaccionaria, resulta urgente pensar en argumentos certeros que sirvan, o para justificar el que todo siga igual, o mínimo para aparentar que somos bien progres, cuando en realidad solo nos interesa que nuestra vida siga tranquila y feliz, total ¿es por lo que hemos trabajado tanto, no? Aquí van algunos puntos con los que podrá discutir con estos parásitos.

1)     Apele a Dios. Si sus discusiones son en ámbitos religiosos, puede con toda tranquilidad apelar a Dios, a la virgencita o a la Biblia, pues dependiendo del caso, ellos no pueden equivocarse. “Dar al César lo que es del César” o “toda autoridad ha sido dada por Dios” son un par de citas bíblicas que lo podrán convertir en todo un teólogo conservador amateur.
2)     Apele al pueblo o a la nación. Si se mueve en ámbitos seculares, apelar a Dios puede no funcionar, así que hay que pensar en otras instancias. Los pensadores del siglo XIX inventaron dos términos que le quitaron el poder a Dios sobre el Estado y se lo dieron a otras entidades, hasta ese momento inexistentes, pero que en el discurso funcionan a la perfección: “la nación” y “el pueblo”. No nos hagamos tontos, el pueblo, como fue retratado por los pintores de las décadas posteriores a la revolución francesa no existe, y atribuirle deseos y acciones a una masa heterogénea de personas, que en ocasiones ni siquiera hablan el mismo idioma, es sumamente absurdo. Y tan es así, que es necesario educar por al menos 9 años a la gente, contándole cuentos chinos sobre los héroes que dieron su vida por la libertad, para que se sientan parte de la “nación”. Pero eso no importa, lo importante es que, como la mayoría creemos que el pueblo existe, podemos hablar en su nombre. “El pueblo decidió en las urnas, y ¿quiénes somos nosotros para cuestionarlo?, si lo hacemos sería ser antidemocráticos, pues trataríamos de imponer la opinión de las minorías sobre la de las mayorías”… Este argumento funciona de maravilla. Además, cuando la gente molesta se manifieste y dañe los edificios, recuerde que están lastimando “el patrimonio de la nación”.
3)     La unidad ante todo. Si algo nos enseñó el PRI, bendecido por varias iglesias y alabado por las masas de trabajadores y campesinos a quienes les dio chamba y tierras, es que la unidad de la nación debe estar por encima de todo, y no debemos de dejar que las “ideologías” nos dividan. Por eso eran malos los sinarquistas, los panistas, los comunistas, y todas esas cosas que no miraban lo que nos une como mexicanos, sino que sembraban diferencias y discordias. Era tanto el daño que hacían que hasta se legisló sobre el delito de “disolución social”, y que a muchos de ellos, con todo el pesar de su alma, hubo que matarlos. Acuérdese que tener una sociedad “dividida” y “polarizada” es malo, así que basta con acusar a cualquier adversario político de sembrar la discordia para descalificarlo. “¿Por qué mejor en vez de estar viendo lo negativo y buscando como sabotear los proyectos modernizadores, no apoyan las decisiones del gobierno, que a fin de cuentas nos van a beneficiar a todos?”
4)     Piense en la familia y en los niños. La familia es la unidad básica y el núcleo de la sociedad. No les haga caso a los historiadores y antropólogos que dicen que el modelo hegemónico de familia es un invento de la modernidad capitalista, usted sabe muy bien que esta fue establecida por Dios, o si no es creyente, que es producto de millones de años de evolución, sabiduría de la naturaleza. Y como Dios y la madre naturaleza son más o menos lo mismo, y ni se equivocan ni los podemos cuestionar, nuestra obligación es preservar ese núcleo sagrado ante las perversiones de la modernidad/posmodernidad. ¿Qué tiene que ver esto con la política? Mucho… Por si no se ha dado cuenta, toda la gente que está en contra del gobierno, esos revoltosos que no trabajan ni quieren a su país, casi siempre están a favor de leyes que atentan en contra de la familia: Matrimonios homosexuales, aborto, reconocimiento de los transgénero, igualdad y /o equidad entre hombres y mujeres, feminismo, y demás barbaridades. Si así han logrado lo que han logrado, hasta en Italia donde vive el papa, ¿imagínese que pasaría si llegaran al poder en México? Porque los sociólogos que han demostrado que una pareja homosexual no necesariamente criará un hijo gay están mintiendo, seguramente son igual de jotos, así como los psicólogos que hace unas décadas quitaron la homosexualidad de catálogo de patologías de la APA. Basta con un testimonio conmovedor de un buen creyente convertido para demostrar todo lo contrario, y si no cree en Dios, basta con apelar a lo “normal” para argumentar por qué todas esas cosas no deben de existir. “Al rato hasta se va a legalizar que un hombre pueda casarse con su perro…”.
5)     Búrlese y sea sarcástico. Sí, el sarcasmo no es monopolio de la izquierda, sino que se trata de un patrimonio de la humanidad, y podemos usarlo a nuestra conveniencia. “Está mal ofender a un joto, pero nadie dice nada si ofendemos al papa”; esa si usted habla con gente católica. “Yo soy bien intelectual, por eso no veo el fut ni el box…” y de paso llámele “malinchista” o “malas vibras” a los que no apoyan al equipo local (especialmente si el dueño es un político), a la selección nacional de futbol o al Canelo. Acuérdese que apoyar los deportes es una forma de demostrar que se es bien mexicano, y si uno desde la televisión de su casa les tira malas vibras, puede hacerlos que pierdan… (con esto de paso le puede echar la culpa a los revoltosos de las tragedias deportivas). “Detrás de esto hay una conspiración de las mafias para distraer al pueblo y adueñarse de sus riquezas…” Claro, toda la gente de izquierda cree en las teorías de la conspiración, y burlándose a priori de eso puede demostrarle quién está en lo correcto.
6)     Sea cínico. Todos en este mundo tenemos que superarnos, todos luchamos por ser felices, por tener una familia bonita y todas esas cosas que siempre soñamos. Si nos distraemos pensando en el bienestar de gente que ni conocemos, pero que vive en colonias donde asaltan, violan y matan, no vamos a llegar a ningún lado, y lo peor de todo, ni nos lo van a agradecer. Lo mejor de vivir en una sociedad capitalista es que uno puede llegar tan lejos como se lo proponga, y quien opina lo contrario es porque es un amargado, un flojo o un comunista. El trabajo, el esfuerzo y demás, tarde o temprano son premiados, ya sea por Dios o por su mano invisible. Pero claro, si un amigo político o síndico nos hecha la mano, las cosas van a hacerse más rápido; el nepotismo y el tráfico de influencias son de esas cosas tan fáciles de ocultar que si no quiere ser cínico en su apoyo al régimen no tiene por qué serlo, y ni siquiera tiene que mentir. Pero si quiere serlo, puede crear toda una argumentación alrededor de “el PRI roba pero deja robar” y transfigurarlo en “el PRI era una democracia perfecta, porque había para todos”.
7)     Sea objetivo. Las ideologías y tomar partido por una opción política contamina la objetividad que un buen observador de la realidad debe de tener, aún y cuando no haya estudiado para eso ni lo haga como parte de su trabajo. Eso no es importante, lo importante es que cuando uno está “Más allá del bien y del mal” (si cita a Nietszche lleva las de ganar), o “fuera y por encima de toda política” (aquí la referencia es al papa León XIII, pero puede citar al papa que sea), se encuentra en la posibilidad de criticar y descalificar a todos los “ismos” sin argumentar otra cosa que: es que es comunista, es izquierdista, es anarquista, es feminista, es perredista, es 132, es zapatista… Y lo mejor, no lo pueden acusar de priista, porque usted no es ninguna cosa, y basta fingir objetividad para opinar lo que sea. Este argumento es de especial utilidad si usted es sacerdote o pastor, y lo acusan de meterse en política o de tomar partido.
8)      ¿Ya mencionamos al pueblo? No lo suficiente, y es que en Estados Unidos, que cuando nos conviene es el modelo a seguir y cuando no es el imperio que nos oprime, en el siglo XIX, un presidente (realmente no importa quién fue) dijo una vez que “cada pueblo tiene el gobierno que merece”. Esta es infalible, porque ni siquiera tiene aparentar ser optimista o estar a favor del gobierno, solo basta con echarle la culpa al pueblo para anular toda posibilidad de cambio o acción política. Los ejemplos cotidianos son lo mejor, la mordida, el dar mal el cambio, el pasarse el alto, el no respetar el lugar de los discapacitados… El gobierno que tenemos solo es un reflejo de nosotros, y aquí encaja cualquier cita de “El laberinto de la Soledad” del gran Octavio Paz. Si quiere ir más lejos, puede argumentar que la sociedad es la suma de los individuos, y que por lo tanto, es en manos de los individuos donde radica la posibilidad de cambio, ergo, si estos individuos no quieren que haya cambio, porque son conformistas o están contentos como viven, no podemos hacer nada. Esta es una manera elegante de disfrazar la famosa “el cambio está en uno mismo”, y lo dejan completamente libre de desinteresarse de la política, pero sin parecer apático. Este argumento es especialmente útil cuando se quiere cerrar una conversación.
9)      Póngase como ejemplo. El éxito y el progreso son posibles para todos, y seguramente usted puede ser un ejemplo de ello, y habrá muchos más en su familia. Relate cómo, sin andarse con cosas, sino a partir de trabajo, esfuerzo, ahorro -y dependiendo de quienes lo escuchen, bendiciones de Dios-, ha logrado llegar muy lejos. Tenga cuidado de no decirlo de manera muy directa, porque lo pueden acusar de estar presumiendo: mejor diga que ha obtenido lo suficiente para darle a sus hijos y su familia todo lo que usted no tuvo. Aquí la conclusión más importante, aunque debe cuidar de llegar a ella con tacto es: “los pobres son pobres porque quieren” y “el gobierno no tiene nada que ver con nuestras vidas, para que preocuparnos por eso”… Las mejores condiciones para presentarse como ejemplo es teniendo un empleo donde su sueldo, contrato y prestaciones provienen directamente del Estado, porque así tiene la vida resuelta, y obviamente le resulta incomprensible que la gente se manifieste. Si no quiere parecer cínico, tenga cuidado de no dar indicios de que además del esfuerzo personal, el nepotismo o el tráfico de influencias fueron factores en la obtención de su plaza.
10)   Haga obras de caridad. Esto solo es la cereza en el pastel que le dará la posibilidad de reforzar la autoridad moral con la que habla, y sobre todo, la prueba de que estar preocupado por los que menos tienen y defender el Status Quo no están peleados. Al contrario, es la demostración empírica de que, si a unos nos va bien, nos irá bien a todos. De preferencia no se limite a la caridad, sino que haga lo posible por que los destinatarios de su ayuda reciban también lecciones de cómo ser emprendedores, y que la clave para “salir de pobres” no está en la política, ni en las manifestaciones, sino en “uno mismo”, en trabajar duro.


Con estos sencillos pasos, usted le demostrará al mundo que se puede ser culto, progresista, y un férreo defensor del Status Quo y del régimen vigente, en este caso priista, pero puede adaptarse a cualquiera con mínimos cambios. Además, le brindará horas de diversión discutiendo con sus amigos o familiares intelectualoides, hipsters, 132, maestros revoltosos, o demás alimañas que nos hacen llegar tarde al trabajo, que amenazan con no dejarnos dar el grito o nos critican por apoyar a la selección nacional o al Canelo. Total, mientras uno y su familia estén bien ¿por qué preocuparnos por lo demás?

domingo, 8 de septiembre de 2013

YOLO, o el imperativo del goce

Durante el último semestre que estuve frente a grupo me llamó la atención que mis alumnos de bachillerato utilizaban esas mucho esas siglas, al principio no entendía por qué, al igual que tampoco sabía que significaba “hipster” y demás cosas de las “nuevas generaciones”. Una vez, con una mezcla de inocencia y orgullo, me explicaron que eran las siglas de “you only live once” (iba a preguntar si tenía algo que ver con the strokes, pero se notaba que quien me daba la amena explicación no tenía idea de quienes son ellos), y que era como una manera de decir ¿Por qué no hacer “x” o “y” cosa, si solo vivimos una vez? Bien podría ser el anglicismo equivalente a la frase de los mirreyes “equis, somos chavos”, o una actualización del clásico de los 90´s de Mónica Naranjo. Lo que me llamó aún la atención, fue que otro alumno presente, debo decir, uno de los más brillantes, al menos en historia, dio una descripción desde otra perspectiva: es como un pretexto para hacer pendejadas…
                 Creo que YOLO es el mejor ejemplo de cómo opera nuestra psique (una forma elegante de llamarle al alma) en la actualidad, en un tiempo que a muchos les da por calificar como posmoderno. Tal vez quienes crecieron en “otros tiempos”, cuando los psicólogos creían en Freud y los sociólogos en Marx, pueden pensar que las nuevas generaciones crecen en una gran libertad, sin reglas y hasta cierto punto sin obligaciones éticas o morales; más que libertad, libertinaje, dirían los abuelitos. Nada más lejano de la realidad. Quizá lo que habría que pensar es cuál es el papel que la suprema instancia ética de nuestra persona, lo que Freud llamaba el Super-Ego, juega en nuestras decisiones.
                Ya desde mediados del siglo pasado, Jacques Lacan replanteó el papel de este Super Ego. No solo es la instancia que prohíbe gozar (como en los típicos casos analizados por Freud en la Europa victoriana, donde la miseria de las personas radicaba en que no se atrevían a gozar porque el Super Ego se los prohibía), sino también convierte el gozo en un mandato. El imperativo del goce sería, esa voz que no nos llama sutilmente a disfrutar de la vida, sino que nos hace ver esto como una obligación… Si no gozas ¿para qué vives entonces? YOLO…
                Disfrutar de la vida no es el resultado de nuestros esfuerzos, tampoco una bendición de Dios… Es nuestra única obligación. Estamos obligados a ser felices, y si no lo somos, nos sentimos culpables. Hace algunas décadas, un o una joven bien podría hablar con su mejor amistad, o inclusive acudir con la autoridad religiosa más próxima, y confesar que había tenido relaciones con su pareja, experimentando en mayor o menor medida una sensación de culpabilidad. Y estas personas indudablemente siguen existiendo, pero a muchas otras, la culpabilidad les viene del otro extremo, si un joven termina después de algunos meses una relación en la que no hubo contacto sexual, es muy probable que se sienta culpable por no haber disfrutado lo suficiente de su sexualidad. Hace algunos años era común que la gente tuviera el temor de llegar a la vejez y ser pobre, por lo que trabajaba y ahorraba casi compulsivamente toda su vida, quien saber que tan honestamente; hoy nuestro mayor temor es haber llegado a viejos sin disfrutar lo suficiente de la vida, por eso nos da miedo privarnos de las cosas…

¿Es parte natural de la juventud, es la etapa de querer comerse el mundo? No estoy seguro, pero de lo que si tengo plena seguridad es de que hay una instancia que no puede salir perdiendo de nuestra búsqueda compulsiva de los placeres y de la felicidad: el mercado. Sobre la relación entre el actual capitalismo de mercado y el imperativo del goce, Slavoj Zizek ha ahondado bastante, así que no me extenderé. Pero dentro de este orden simbólico que nos obliga a ser felices ¿Existen alternativas? Curiosamente este filósofo esloveno ubica la posibilidad de pensar diferente no solo en el psicoanálisis y en Marx, sino en una tradición religiosa mucho más antigua, a pesar de ser ateo. Tal vez tenga algo de razón, y para los que nacimos en el hemisferio occidental, una posible salida de este atolladero se encuentre en el cristianismo. Espero escribir sobre el asunto… Jean Paul Sartre decía que cada hombre es lo que hace con lo que otros hicieron de él… Tal parece que a muchos de nosotros nos enseñaron a decir YOLO ¿Qué podemos hacer con eso, si en el fondo la frase tiene razón y solo vivimos una vez? ¿Buscar compulsivamente el gozo y la felicidad es la única forma legítima de vivir? 

lunes, 2 de septiembre de 2013

De manifestaciones y carnavales

Uno de los aspectos más retomados del filósofo y crítico literario ruso Mijail Bajtín es su análisis de cultura carnavalesca, en la que en oposición a las estructuras sociales jerárquicas de la alta edad media y el renacimiento, en los carnavales se daba una anulación / inversión del orden social, donde las normas se rompían, y por un momento hasta el rey se convertía en bufón. De acuerdo con Slavoj Zizek, este tipo de rituales lejos de una liberación, significaría la mejor expresión de lo que Lacan llamaba el “imperativo del goce”, donde el participante se encuentra obligado a transgredir la norma, y a disfrutarlo… Además, señala que de acuerdo con algunos exégetas recientes de Bajtín (dato que habría que corroborar), el principal referente del pensador ruso para imaginar el funcionamiento de la cultura carnavalesca no eran los carnavales sino… las purgas del período stalinista. Sí, el referente empírico del autor sobre una anulación de las jerarquías eran esos rituales donde el gozo consistía en la cosificación y el ejercicio de la violencia hacia el otro; donde generales y soldados rasos se volvían iguales en la transgresión de la norma: la violencia hacia los traidores. En este sentido, estaríamos frente a una situación indudablemente perversa, no solo porque el participante en el ritual se encuentra autorizado para ejercer todo tipo de violencia y sadismo sobre sus víctimas, sino porque además de disfrutar de esta “libertad”, no está obligado a responder por ella, ya que este ejercicio de la violencia se hace en nombre de un Gran Otro que no puede equivocarse, en este caso, el Estado y la Revolución, simultáneamente.
            ¿Qué pasaría si, detrás de las manifestaciones que se dan de manera recurrente en nuestro país, no se encontraran ideales sino un profundo y perverso deseo de ejercer libremente la violencia? Pensémoslo bien, tanto los granaderos como los anarquistas, porros, paleros, o demás motes que solemos darle a los manifestantes, poseen sólidas justificaciones éticas para sus actos. Defender el orden público y la paz social, transformar al país, hacer la revolución, cuidar la nación de los traidores… la lista se puede prolongar. Y al momento de actuar, tampoco hay gran diferencia. Ciertamente hay toda una tradición que representa a las masas como una fuerza anárquica que hay que contener, y que atraviesa desde las críticas de Lucas Alamán al movimiento de independencia hasta la última película de Batman, y nunca faltan las voces incisivas que en repetidas ocasiones, en los medios de comunicación o hasta en los púlpitos, han venido señalando la falta de voluntad del gobierno para poner orden, especialmente ante las manifestaciones de origen magisterial. Pero ¿la actuación de nuestras fuerzas públicas es diferente? ¿No fue la intervención de la fuerza pública en Atenco un auténtico carnaval para los agentes del orden, donde el portar un uniforme te permitía transgredir lo establecido, saciar la sed de sexo y de violencia sin tener que rendir cuentas a nadie por ello?
            No estoy seguro si este tipo de acción / reacción sea la dialéctica que mueve la historia, o si es la inevitable lucha que los héroes deben enfrentar para salvaguardar el orden ante las fuerzas del caos. Pero de lo que estoy casi seguro es que, usando el lenguaje coloquial “cuando empiezan los chingazos”, los ideales de uno y otro bando pasan a segundo término, y la violencia se convierte, aunque sea por unos instantes, en un fin en sí mismo… Y ¿por qué no? Si al llegar a mi casa con un ojo morado puedo hacer un efectivo juego de lenguaje, diciéndole a mis padres que todo fue por el bien común, y al recordar la anécdota con los “compas” puedo gozar nuevamente y reír sobre los madrazos que le di a los cerdos capitalistas o a los hippies revoltosos, según sea el caso; y siempre habrá medios que me apoyen, desde el periódico de izquierda que me convertirá en un héroe por enfrentar la violencia del régimen, o el noticiario conservador que resaltará la legitimidad de mis actos en tanto representante del Estado.

            Y así, mientras tratamos de cambiar el mundo o de que siga igual, salir a las calles sigue siendo una suerte de ritual, donde por un momento se rompe el orden, y todos son iguales, sujetos más o menos armados, y con permiso para hacer lo que en otros momentos está prohibido. Algunos antropólogos, la mayoría con visiones más o menos estáticas o ahistóricas de las sociedades, han planteado que en casi todas las culturas existen rituales donde se permite y canaliza la violencia, anulando por un momento las desigualdades, para obtener cierto equilibro social y que las cosas después vuelvan a la normalidad. La mayoría de las veces pensamos en que esta función la cumplen espectáculos como la lucha libre, pero ¿Qué pasaría si las manifestaciones violentas fueran en el fondo eso? ¿Y si en lugar de transformar, contribuyeran indirectamente al sostenimiento del orden? Si así fuera, tanto quienes exigimos cambios como los amantes del orden nos veríamos obligados a ser autocríticos, y a resignificar tanto la figura del manifestante como la del policía, o de plano, a seguir con el mismo cinismo de siempre.