miércoles, 21 de noviembre de 2012

Reflexiones sin corrección de estilo...


Siempre es tiempo de partir, así dice una canción de La Ley que sonó cuando yo estaba en la secundaria, si no me equivoco… Una visión muy cristiana e ignaciana… Siempre hay que caminar, siempre tenemos que movernos, nunca hay que acomodarnos cómodamente en un sitio, pues el evangelio nos llama a ser peregrinos en el mundo, anunciando una buena noticia para muchos, especialmente para los que han sido excluidos de una sociedad injusta.

Pero moverse no solo implica hacerlo en el espacio físico, los deseos también se mueven… el espíritu suele llevarnos por terrenos desconocidos, nos llama a sitos inesperados y por caminos que nunca soñamos transitar. A veces nos detiene, en varias ocasiones el mismo Jesús me detuvo al intentar subirme a su barca, tal y como lo hizo con el endemoniado de Gerasa una vez que fue curado; y es que el reino de Dios no va a construirse solo, la semilla de mostaza puede ser movida por el viento, pero no encerrada en parcelas, porque especialmente ahí resulta molesta. Hay que estar atentos a donde nos llevan nuestros deseos más profundos, que en palabras de San Ignacio son la voz de Dios; y debemos de estar dispuestos a defenderlos, pues si algo le interesa al mundo, al sistema o como le queramos llamar, es que nos acomodemos. La vida sedentaria, cómoda, predecible… aprender las reglas de un campo, jugar con ellas, dejarnos llevar por la ilusión de que nos bastamos a nosotros mismos, y que vivimos en el mejor de los mundos posibles, al cual estamos dispuestos a defender a muerte, tanto con nuestras acciones como con nuestra indiferencia.

Pero sin embargo se mueve, Dios actúa en la historia y nos invita todos los días a sumarnos a su proyecto, para lo cual por cierto es necesario un poco, si no es que bastante, de locura. Solo un loco deja lo poco o mucho que tiene por la esperanza de un mundo mejor, aún sabiendo que podrá pasar su vida sin ver sus deseos consumarse en su totalidad; se necesita estar demente para pensar que las cosas podrían ser mucho mejor de lo que son, y para lanzarse a una misión donde la consigna es no contar con nada más que nuestro propio cuerpo, todo lo demás llega a convertirse en un estorbo en el momento que lo deseamos más que el Reino de Dios; solo un suicidio de nuestra razón práctica e instrumental nos permite entender por qué mujeres y hombres deciden dedicar su vida a servir a los demás aún y cuando ni siquiera serán reconocidos por ello, sino que por el contrario, eso les valdrá ser tratados como criminales, disidentes, herejes, inútiles, malas personas o malos cristianos. Y más loco se necesita estar cuando ese mismo Dios que nos invita a seguirle nos recuerda a través del predicador que no tenemos la certeza de que nuestra alma subirá al cielo y la del animal descenderá a la tierra…

Pero esa locura es la única forma en la que Dios actuará en la historia, porque si se acomodara a nuestra racionalidad tendría que hacerlo también a nuestra ética, y no estoy seguro de que tan creíble es un Dios que muchos de nosotros podríamos superar en términos éticos, sería volver al Dios enigma que hostilizó a Job y el Dios – amor descrito por Juan no tendría razón de ser.

Pero como diría San Ignacio, los afectos desordenados son uno de nuestros mayores problemas. ¿Cuánto de lo que deseamos no solo no abona, sino que estorba al reino de Dios? ¿Cuántas de las cosas, situaciones, comodidades que asumimos como regalo de Dios, como premio por nuestros méritos y nuestras buenas acciones no son en el fondo sino paliativos para volver más tolerable una realidad que llevamos metida hasta la médula, y que nos reusamos a transformarla por miedo a perder esos premios, detalles u objetos que le dan sentido a nuestra existencia?

Jesús no exige radicalidad como aquel jefe que ordena cumplir sus órdenes hasta el último detalle, ni nos obliga a llevar cargas insoportables, pero es consciente de que si no somos tan radicales como él, será muy difícil que eso que llamaba el reino de Dios pueda hacerse presente entre nosotros. Nos da opciones, pero si hacemos lo mismo siempre, nos relacionamos de la misma manera, nos aferramos a las mismas cosas y nos preocupamos por las mismas cosas ¿Qué razones tenemos para esperar un mundo distinto?

Ignacio insistía en que, palabras más palabras menos, hay que esforzarnos en lo que hacemos como si todo dependiera de nosotros, pero aprender a  confiar en que todo está en manos de Dios. Y es que ninguno de nosotros tiene el monopolio sobre la acción del espíritu en el mundo y en la historia, pues éste sopla a donde quiere, se reproduce como hierba silvestre y muchas veces germina en los terrenos menos esperados. Si asumimos que tenemos la última palabra y la razón, nos volvemos ciegos a la acción de Dios, e inclusive llegamos a un discernimiento a la inversa, mirando el mal en donde en realidad actúa el espíritu, aún y cuando eso represente la transgresión de nuestra moral tan provisional como nuestro lenguaje, pero que casi siempre asumimos como inmutable. Y siempre que eso pasa cuestionamos a Dios, que nos responde como Jesús a Pedro al final del evangelio de Juan ¿Y a ti que te importa lo que yo haga con éste?

Pero aprender a confiar en Dios y en que sus planes se llevarán a cabo cuesta trabajo, sobre todo cuando pareciera que nos pide cosas que contradicen sus propios planes. Cuando las circunstancias amenazan con quitarnos aquello que entendemos cómo dado por Dios, nuestras emociones se tuercen y nuestras entrañas se constriñen; es comprensible, es lo que le sucedió a Abraham cuando Yavé le pidió en sacrificio a su hijo, la garantía de su promesa… En esa ocasión el ángel lo detuvo, pero ¿Y si no? ¿Y si para la causa del Reino de Dios es necesario renunciar a los medios que él mismo nos ha dado para trabajar en esa causa? No es que el Dios de los cristianos se congratule probando la fe de los pobres mortales, sino que muchas veces las circunstancias nos orillan a eso, a renunciar a nuestros planes, nuestros recursos, nuestros capitales, los mismos que antes nos ayudaban a servir al Reino y a los demás. Esto solo es posible si se tiene fe, tal vez no fe en que Dios mágicamente actuará para detenernos y solucionarnos la vida, o en que nos colmará de bienes como premio por nuestros servicios, sino en que pondrá los medios en sostener ese proyecto que va más allá de lo humano, pues nos invita a abrirnos tanto hacia el otro y lo otro que posiblemente las categorías de hombre o humanidad resulten insuficientes para la posibilidad y el futuro que el nazareno nos ofrece si atendemos a su invitación.