Siempre es tiempo de
partir, así dice una canción de La Ley que sonó cuando yo estaba en la
secundaria, si no me equivoco… Una visión muy cristiana e ignaciana… Siempre
hay que caminar, siempre tenemos que movernos, nunca hay que acomodarnos
cómodamente en un sitio, pues el evangelio nos llama a ser peregrinos en el
mundo, anunciando una buena noticia para muchos, especialmente para los que han
sido excluidos de una sociedad injusta.
Pero
moverse no solo implica hacerlo en el espacio físico, los deseos también se
mueven… el espíritu suele llevarnos por terrenos desconocidos, nos llama a
sitos inesperados y por caminos que nunca soñamos transitar. A veces nos
detiene, en varias ocasiones el mismo Jesús me detuvo al intentar subirme a su
barca, tal y como lo hizo con el endemoniado de Gerasa una vez que fue curado;
y es que el reino de Dios no va a construirse solo, la semilla de mostaza puede
ser movida por el viento, pero no encerrada en parcelas, porque especialmente
ahí resulta molesta. Hay que estar atentos a donde nos llevan nuestros deseos
más profundos, que en palabras de San Ignacio son la voz de Dios; y debemos de
estar dispuestos a defenderlos, pues si algo le interesa al mundo, al sistema o
como le queramos llamar, es que nos acomodemos. La vida sedentaria, cómoda,
predecible… aprender las reglas de un campo, jugar con ellas, dejarnos llevar
por la ilusión de que nos bastamos a nosotros mismos, y que vivimos en el mejor
de los mundos posibles, al cual estamos dispuestos a defender a muerte, tanto
con nuestras acciones como con nuestra indiferencia.
Pero
sin embargo se mueve, Dios actúa en la historia y nos invita todos los días a
sumarnos a su proyecto, para lo cual por cierto es necesario un poco, si no es
que bastante, de locura. Solo un loco deja lo poco o mucho que tiene por la
esperanza de un mundo mejor, aún sabiendo que podrá pasar su vida sin ver sus
deseos consumarse en su totalidad; se necesita estar demente para pensar que
las cosas podrían ser mucho mejor de lo que son, y para lanzarse a una misión
donde la consigna es no contar con nada más que nuestro propio cuerpo, todo lo
demás llega a convertirse en un estorbo en el momento que lo deseamos más que el
Reino de Dios; solo un suicidio de nuestra razón práctica e instrumental nos
permite entender por qué mujeres y hombres deciden dedicar su vida a servir a
los demás aún y cuando ni siquiera serán reconocidos por ello, sino que por el
contrario, eso les valdrá ser tratados como criminales, disidentes, herejes, inútiles,
malas personas o malos cristianos. Y más loco se necesita estar cuando ese
mismo Dios que nos invita a seguirle nos recuerda a través del predicador que
no tenemos la certeza de que nuestra alma subirá al cielo y la del animal
descenderá a la tierra…
Pero
esa locura es la única forma en la que Dios actuará en la historia, porque si
se acomodara a nuestra racionalidad tendría que hacerlo también a nuestra
ética, y no estoy seguro de que tan creíble es un Dios que muchos de nosotros
podríamos superar en términos éticos, sería volver al Dios enigma que hostilizó
a Job y el Dios – amor descrito por Juan no tendría razón de ser.
Pero
como diría San Ignacio, los afectos desordenados son uno de nuestros mayores
problemas. ¿Cuánto de lo que deseamos no solo no abona, sino que estorba al reino
de Dios? ¿Cuántas de las cosas, situaciones, comodidades que asumimos como regalo
de Dios, como premio por nuestros méritos y nuestras buenas acciones no son en
el fondo sino paliativos para volver más tolerable una realidad que llevamos
metida hasta la médula, y que nos reusamos a transformarla por miedo a perder
esos premios, detalles u objetos que le dan sentido a nuestra existencia?
Jesús
no exige radicalidad como aquel jefe que ordena cumplir sus órdenes hasta el último
detalle, ni nos obliga a llevar cargas insoportables, pero es consciente de que
si no somos tan radicales como él, será muy difícil que eso que llamaba el
reino de Dios pueda hacerse presente entre nosotros. Nos da opciones, pero si hacemos
lo mismo siempre, nos relacionamos de la misma manera, nos aferramos a las
mismas cosas y nos preocupamos por las mismas cosas ¿Qué razones tenemos para
esperar un mundo distinto?
Ignacio
insistía en que, palabras más palabras menos, hay que esforzarnos en lo que
hacemos como si todo dependiera de nosotros, pero aprender a confiar en que todo está en manos de Dios. Y
es que ninguno de nosotros tiene el monopolio sobre la acción del espíritu en
el mundo y en la historia, pues éste sopla a donde quiere, se reproduce como
hierba silvestre y muchas veces germina en los terrenos menos esperados. Si
asumimos que tenemos la última palabra y la razón, nos volvemos ciegos a la
acción de Dios, e inclusive llegamos a un discernimiento a la inversa, mirando
el mal en donde en realidad actúa el espíritu, aún y cuando eso represente la transgresión
de nuestra moral tan provisional como nuestro lenguaje, pero que casi siempre
asumimos como inmutable. Y siempre que eso pasa cuestionamos a Dios, que nos
responde como Jesús a Pedro al final del evangelio de Juan ¿Y a ti que te
importa lo que yo haga con éste?
Pero
aprender a confiar en Dios y en que sus planes se llevarán a cabo cuesta
trabajo, sobre todo cuando pareciera que nos pide cosas que contradicen sus
propios planes. Cuando las circunstancias amenazan con quitarnos aquello que
entendemos cómo dado por Dios, nuestras emociones se tuercen y nuestras
entrañas se constriñen; es comprensible, es lo que le sucedió a Abraham cuando
Yavé le pidió en sacrificio a su hijo, la garantía de su promesa… En esa
ocasión el ángel lo detuvo, pero ¿Y si no? ¿Y si para la causa del Reino de
Dios es necesario renunciar a los medios que él mismo nos ha dado para trabajar
en esa causa? No es que el Dios de los cristianos se congratule probando la fe
de los pobres mortales, sino que muchas veces las circunstancias nos orillan a
eso, a renunciar a nuestros planes, nuestros recursos, nuestros capitales, los
mismos que antes nos ayudaban a servir al Reino y a los demás. Esto solo es
posible si se tiene fe, tal vez no fe en que Dios mágicamente actuará para
detenernos y solucionarnos la vida, o en que nos colmará de bienes como premio
por nuestros servicios, sino en que pondrá los medios en sostener ese proyecto
que va más allá de lo humano, pues nos invita a abrirnos tanto hacia el otro y
lo otro que posiblemente las categorías de hombre o humanidad resulten
insuficientes para la posibilidad y el futuro que el nazareno nos ofrece si
atendemos a su invitación.